ENSAYO

Por Diego Andrés Díaz

Un principio clave para comprender los fundamentos últimos de la libertad, frecuentemente desatendido, es el que consagra el derecho de los individuos o comunidades de separarse, escindirse, secesionarse, de un orden político determinado. Estigmatizado como concepto por la literatura política de los estados-nación, el principio de secesión es fundamental para entender el nivel de importancia y profundidad de la libertad, en la práctica. Pero la relevancia de este principio no radica en lo más fácilmente visible -salirse de un orden político que se considera indeseable o inconveniente para los que se retiran- sino en que representa un factor simbólico y práctico de freno al proceso incesante de centralización de poder político. Mas allá de las diferentes posibilidades de asociacionismo político – secesionarse, asociarse en grado diverso cualitativa y cuantitativamente, o mantenerse leales a una unión- un orden político que se construye a priori a partir de la voluntad de los involucrados de mantenerse unidos -y no en la imposición- es mucho más proclive a los acuerdos, los pactos, la negociación, y la competencia libre. En definitiva, están juntos porque así lo desean.

Existe una larga y variada literatura con respecto al derecho de secesión. Estos van desde la perspectiva que lo presenta como un acto correctivo y ultima ratio -es decir, es legítimo separarse por sufrir actos de injusticia y avasallamiento por parte del Estado hacia los individuos que desean salirse de la unión- hasta la interpretación de este derecho como derecho primario, donde no es necesario mayor justificación que manifestar la voluntad de hacerlo. Los Estados-nación en general reivindican la autodeterminación, pero desde una concepción adscriptiva de identidad. Toda teoría de autodeterminación adscriptiva suele representar una trampa de membresía –con los consiguientes requisitos de identidad-, que además va imponiendo la idea que toda comunidad con elementos en común necesariamente debe de estar bajo el encuadre de una única organización política -la base teórica del nacionalismo moderno- y es una de las estaciones de paso que encontró el centralismo político para imponerse frente a los modelos descentralizados y los poderes locales. 

Una de las críticas que suele plantearse al principio de secesión es que este es interpretado solamente como un acto extremo, hostil y definitivo, ya que se tiende a pensar en el mismo desde la perspectiva que solo supone un problema de jurisdiccionalidades entre estados: es posible -así lo recoge la Historia- diferentes niveles de desagregación y asociación no solo a un orden político, sino a ordenes a la interna de un estado, donde los individuos pactan diferentes relaciones con poderes de naturaleza diversa en un proceso muchas veces de libre concurrencia. A la evidencia histórica de los distintos fueros y pactos entre comunidades y ordenes políticos, se le debe sumar la existencia -hasta el día de hoy- de microestados, ciudad-estado, y toda una extensa gama de tipos de organización política que admiten sin mayor drama procesos dinámicos de secesión, asociación y confederación. 

La posibilidad latente de desasociarse de una unidad política tiene un interesante capítulo en los albores de la Historia del Uruguay, a través de la influencia que los sucesos de la época -principalmente la Independencia de los Estados Unidos – causaron en las ideas de las elites que forjaron nuestra independencia. Sin entrar en los contornos de las ideas confederadas y federales del Río de la Plata, lo interesante del hecho es que permite ver que no es una temática ni nueva, ni extraña, ni irrelevante. En general los defensores de las ideas nacionalistas suelen invocar la “autodeterminación” del pueblo para evadir el debate sobre el principio de secesión, pero este principio -el de autodeterminación- no es tomado verdaderamente como un principio general de individuos y comunidades, sino como la potestad que tienen los Estados-Nación de decidir sobre su jurisdicción, pero jamás ponerla en tela de juicio. En definitiva, Los estados-nación tienen una imposibilidad de origen de plantearse el principio de secesión con honestidad, ya que, como bien señala Miguel Anxo Bastos, “…el Estado moderno no es eso, pues una de sus características principales es la de imponer obediencia se quiera o no y sin posibilidad de romper el “contrato” o la relación de forma unilateral, aun asumiendo los costes como sí ocurre en los verdaderos contratos…”

Por eso, con respecto a la autodeterminación, suele presentarse como el derecho que tienen los habitantes de un Estado de darse las formas y características de organización política que crean convenientes. La trampa radica en que suele comprenderse este proceso desde el Estado y a través del Estado. Como señala Mises, un verdadero derecho a la autodeterminación no debería sostenerse en las “naciones”, sino en los individuos en comunidad: “…la autodeterminación del que hablamos no es el derecho a la autodeterminación de las naciones, sino más bien el derecho a la autodeterminación de los habitantes de cualquier territorio que tengan el tamaño suficiente para formar una unidad administrativa independiente. Si de alguna manera se pudiera conceder este derecho a la autodeterminación de cada persona individual, se tendría que hacer…”. Este punto reconfigura el “pacto social” de soberanía: ya no es la soberanía nacional consagrada en un contrato (dos conceptos ahistóricos y abstractos) sino sobre la soberanía individual y de las comunidades en ejercicio real e histórico. 

El secesionismo y la actualidad

Retomando el punto inicial, una de las cuestiones más relevantes relacionadas al principio de secesión es que establece a nivel cultural y simbólico, un marco de relaciones políticas necesariamente voluntarias donde subyace en esa unión la posibilidad de separarse, y esta circunstancia potencial suele ser el freno fundamental frente a las fuerzas que promueven el centralismo político. Además, esta circunstancia, lejos de representar un problema de estabilidad, propicia la necesidad de acuerdos, negociaciones, pactos. 

Además, la posibilidad latente de separarse pone en entredicho una de las ideas fuerza del estatismo moderno: el principio de propietarismo estatal de tierras, bienes, ideas, e incluso, de las personas que viven en su jurisdiccionalidad. Este punto es clave, ya que la imposibilidad de separarse de un orden político imprime en los ciudadanos la idea que los derechos de propiedad en un país son, en ultima instancia, del Estado, y que los individuos solo son usufructuarios.

Esta es una de las razones por las cuales todos los movimientos colectivistas son enemigos de la posibilidad de secesión política, ya que este principio socava la idea socialmente aceptada que nuestras cosas, e incluso, nosotros mismos, somos propiedad del estado. Téngase presente esta circunstancia observando el manejo que se ha realizado por parte de los Estados con respecto a la Pandemia; y la destrucción de los derechos individuales, las libertades y los derechos de propiedad (empezando por la de nuestro propio cuerpo)

La estatolatría moderna se ha consolidado a partir de la sacralización de la idea de estado y su fusión con las de nación, patria, pueblo, raza o clase -depende del marco ideológico de las elites estatales- , es por ello que se hace hincapié en la naturaleza indivisible de los Estados. Como tantas otras ideas de utiliza la estatolatría, este principio de indisolubilidad es tomado históricamente en Occidente de la Iglesia Católica, que condena los cismas.  

Hay una tendencia histórica que manifiestan los promotores del centralismo político de intentar apropiarse de los éxitos de la libertad económica, al señalarlos como resultado de la centralización; a la vez que, en épocas de crisis, acusa a la libertad económica de los problemas que nacen como resultado de la aplicación de medidas centralistas. Este doble juego, esta trampa discursiva, es la que suelen plantear las dos grandes corrientes actuales del centralismo político como ideología: el globalismo y el soberanismo urbanita. 

En ambos casos, la obsesión de los dos modelos históricos (materializados políticamente en las propuestas de gobernanza global y de nacionalismo o regionalismo centralista de estado-nación) parece radicar en atacar con virulencia, y con mentiras y falsedades, cualquier capacidad de las comunidades de secesionarse de las decisiones políticas y económicas que el centralismo político (sea este nacionalista o globalista) promueven, y lograr atar a sus esclavos potenciales a partir de promover una verdadera cultura del miedo. Ese ha sido el discurso de los globalistas y de los pseudo anti-globalistas jacobinos con su reivindicación de los liderazgos mesiánicos, el estado omnipotente que trata al mundo/ a los nacionales como sus esclavos y el estatismo/proteccionismo económico como excusa para promover/proteger los negocios de los empresarios prebendarios del poder político global/local. Como bien señala Hans H. Hoppe, “…la integración política (centralización) y la integración económica (mercado) son dos fenómenos completamente diferentes. La integración política implica la expansión territorial del poder del gobierno sobre los impuestos y la regulación de la propiedad privada (expropiación). La integración económica depende de la extensión regional de la división del trabajo y la participación de mercado…”

En el proceso histórico de desarrollo del centralismo político moderno, los estados-nación y sus ideologías nacieron como modelo político aliado al proceso de centralización. La idea autoritaria de “una nación, un estado” era la arenga política que el jacobinismo soberanista utilizó como mecanismo de liquidar cualquier descentralización y poliarquía, y posteriormente, cualquier tendencia federal o confederada de organización que significase la posibilidad de autonomía o secesión. Una de las pruebas más evidentes de este proceso es la obsesión de las elites centralistas de los estado-nación en asumir como sinónimos las ideas de nación o patria con la de estado. A partir del monopolio de aparatos de hegemonía sumamente efectivos (la educación estatal obligatoria y universal fue clave) se fue configurando a nivel popular la idea que estado y nación (o pueblo) son elementos sinonímicos e intercambiables. 

Esta idea, extraña a buena parte de los modelos políticos tradicionales en occidente, se instaló con tanta efectividad y predominio, que para principios del siglo XX no solo era dogma político de las masas europeas y occidentales:  había calado tan profundamente en el espíritu del cuerpo social, que la mayor parte del mismo estaba dispuesto a morir en su nombre, asociando los negocios e intereses de las elites estatales a la suerte de la comunidad nacional, como se observó en las diferentes guerras entre naciones que se desarrollaron en la primera mitad del siglo XX. Así, estas elites políticas de los estados modernos lograron ubicar nuevamente -como en el caso de las bondades del comercio libre- el problema en otro lugar, evadiendo su responsabilidad: “Acusar a las naciones (no a los líderes o gobiernos) es el sello del demo-nacionalistas de los siglos XIX o XX; y conduce a odios infinitos, sentimientos de venganza, malentendidos y fricciones. Es la garantía más segura para las guerras de masas perpetuas”.

En una perspectiva más amplia, es difícil soslayar que la singularidad histórica que experimento el extremo occidental de Eurasia durante los últimos 500 años manifiesta una de las circunstancias más relevantes de la humanidad: la emergencia del modo de producción capitalista basada en derechos de propiedad relativamente solidos y cierta libertad de producir e intercambiar -con la consiguiente explosión productiva e intelectual- se debió mayormente a la alta

descentralización y capacidad de secesión que experimentaban los órdenes políticos europeos: “…es precisamente por causa de la alta descentralización europea compuesta de infinitas unidades oficiales independientes lo que explica el origen del capitalismo, la expansión de la participación de mercado y el crecimiento económico, en la civilización occidental. No constituye casualidad alguna que el capitalismo haya surgido en sus orígenes en tales entornos descentralizados: en las ciudades Estado del norte de Italia, en el sur de Alemania y en los Países Bajos secesionistas…”.

La dialéctica del centralismo ha inundado con sus conceptos gelatinosos los debates relacionados a los órdenes políticos. Esta capacidad de mezclar conceptos de diferente naturaleza y presentarlos como ingredientes de un mismo plato, tienen hoy la manifestación política popular en la idea que el estado “somos todos”. En buena parte de los países europeos esta situación logró consolidar un verdadero parteaguas en las fuerzas culturales de los pueblos europeos, donde se dividieron las distintas identidades (nacionales, religiosas) en un debate suicida con respecto al estado nación y su alcance. Es interesante analizar brevemente el ejemplo del impacto del centralismo político en las comunidades católicas.

El caso de las sociedades de tradición católica

“…la iglesia cristiana occidental en tiempos modernos parecería completar nuestra prueba de proposición de que la religión pierde, a la larga, más de lo que puede esperar ganar pidiendo el patronazgo del poder civil o sometiéndose a él…”
Arnold Toynbee

Uno de los ejemplos occidentales más interesantes de observar con respecto al impacto del centralismo político en una sociedad, es el relacionado a las diferentes respuestas que mostraron las sociedades cristianas y católicas, durante siglos. Una de las fortalezas que ostentó la Iglesia Católica por varios siglos durante la Edad Media y la temprana época Moderna, fue el de representar una especie de fuerza centrifuga sumamente efectiva con respecto a la tendencia centralista del poder. Esta tensión entre poder temporal- poder espiritual ha sido la llave, a la vez, de la potencia y debilidad de la Iglesia de Roma, y las consecuencias de su relacionamiento con el poder político han tenido para su suerte una importancia central.

El éxito de la estructura de la Iglesia de Roma fue resultado de un largo y complejo proceso que Arnold Toynbee describe acertadamente de la siguiente forma: “…conquistaron para la Roma papal un imperio que tuvo un poder mayor sobre el corazón humano que el imperio de los Antoninos, y que en el mero plano material abarco vastos espacios más allá del Rin y el Danubio, donde nunca habían marchado las legiones de Augusto y Marco Aurelio.  Estas conquistas papales se debieron en parte a la Constitución de la República Cristiana cuya frontera ampliaban los papas; pues era una constitución que inspiraba confianza en vez de despertar hostilidad. Se basaba en una combinación de centralismo y uniformidad eclesiásticos con diversidad y autonomías políticas, y puesto que la superioridad del poder espiritual sobre el temporal constituía un punto cardinal en su doctrina constitucional, esta combinación hizo predominar a la nota de unidad sin privar a la sociedad occidental adolescente de aquellos elementos de libertad y elasticidad que son condiciones indispensables del crecimiento. Aún en aquellos territorios de la Italia central sobre los cuales pretendía el papado una autoridad tanto secular como eclesiástica, los papás fomentaron el movimiento hacia la autonomía del Estado-Ciudad…”. 

Así, la estructura organizacional de la Iglesia de Roma “…puede describírsela mejor, en forma negativa como una inversión exacta del régimen cesareo-papal, contra el cual constituyó una reacción social y una protesta espiritual…”. En la Europa feudal, los príncipes no lograron crear -más allá de los intentos por reflotar la idea de Imperio centralizado- ni las condiciones políticas, ni ostentar la potencia material de guerra -como si lo harán los reyes absolutistas con la aparición de las armas de fuego- para consolidar su poder local frente a la poliarquía feudal. Según Toynbee, “… la verdadera razón por la que en esta edad la mayoría de los príncipes y estados ciudad de la cristiandad occidental aceptó sin dificultad la supremacía papal fue porque no habían hecho sospecha alguna de que el papá intentara entrometerse en el dominio del poder secular…”. Esta situación se mantuvo en un relativo proceso de equilibrio hasta que la propia ambición centralista del papado se tradujo en una lucha entre la naturaleza y alcance del poder espiritual y el poder temporal.: “…El resultado de la gran Guerra de los papas del siglo XIII y los Hohenstaufen fue resultado habitual de todas las guerras disputadas sin tregua (…) Los príncipes seculares heredarían, tarde o temprano, la totalidad organización y poder administrativos y financieros que el papado había construido gradualmente para sí mismo. (…) El factor particular más importante de este proceso fue la transferencia de devoción de una iglesia ecuménica a estos estados seculares…”. 

La posibilidad creciente de los reyes de alcanzar importantes niveles de centralismo político a partir del éxito militar sobre los señores locales va a consagrar una nueva relación entre institucionalidad católica y poder político. Así, los reyes absolutistas incorporaron a su empresa centralista no solo los avances técnicos de las armas de fuego -ahora podían derrumbar las murallas de las ciudades díscolas y armar a muchos campesinos para lograr la supremacía bélica frente a los señores- sino que además sumo a su causa la legitimidad política que les brindo la fe. Quizás sea Jacobo Bossuet el ejemplo más notorio del cambio teórico que experimento la tradición católica en varias sociedades europeas, alcanzando un pacto tácito con el poder rejuvenecido de los reyes absolutistas para intercambiar legitimidad política -los reyes serán así, la “sombra de Dios en la tierra”– por unir la suerte del estado absolutista con la religión, ahora oficial. Este proceso va a significar, como evidentemente se manifiesta en el caso francés, el principio del declive para ambos actores: la iglesia y el monarca.
A pesar del éxito en el proceso de centralización del poder que representó el absolutismo -especialmente evidente en occidente en el siglo XVII y XVIII- la única identidad “…capaz de trascender los lazos locales, feudales, clientelares, corporativos, capaz de abarcar grupos amplios más allá de su identidad jurídico-política, no es ninguna patria de este mundo sino la Iglesia…”.  Xavier Guerra describe con bastante acierto como este proceso centralista no había logrado barrer con toda una serie de poderes en competencia, y el gobierno tenía aún una dimensión bastante diferente de lo que se consagrará a partir de fines del siglo XVIII: “…el concepto de gobierno es extremadamente amplio y se aplica a toda relación de autoridad; no remite de por sí a una función propia del rey o de sus agentes, sino a una función de carácter general, que se aplica a múltiples campos (…) el “regir y mandar” puede ser ejercido por diversas autoridades en múltiples marcos, en función de los fines del cuerpo considerado: en una ciudad, en un convento, en un gremio, en un señorío…”.  La existencia de poderes en competencia había significado para Occidente interesantes niveles de autonomía -especialmente en las ciudades libres- que supondrá un mojón fundamental en el desarrollo de las ideas que intentaran poner freno al poder de los reyes. El proceso por el cual la Iglesia fue convirtiéndose en garante de este poder absoluto del rey es un fantástico ejemplo histórico del desastre que significó a largo pazo para los intereses de la Iglesia de Roma, el aliarse con el poder político. El próximo paso del Estado será fagocitarle lentamente las potestades sociales que había usufructuado hasta ese momento la iglesia. Las consecuencias de este cambio se van a evidenciar posteriormente.

 Así, fue evidente que buena parte del catolicismo europeo abrazó con entusiasmo la idea del estado como brazo político de sus ideas, apostando nuevamente -como habían hecho en el absolutismo y la defensa del rey como enviado de Dios y promotor de la religión nacional- a mezclarse con el poder político directamente. Posteriormente, la ideología conocida como nacionalcatolicismo, rompía así con la tradición del movimiento católico. Señala Erik von Kuehnelt-Leddihn  “…Todo el movimiento católico y conservador en Europa siempre fue federalista..” En los países de cultura católica, este cisma en la valoración del centralismo político se hizo bastante evidente y dramático. Al principio del siglo XIX, en países como Italia o España, el catolicismo militante se mostró profundamente anti-centralista, y fueron notorias las luchas contra el jacobinismo centralista por parte de los Sanfedisti en el sur de Italia, o del Carlismo español; luchas estas mezcladas con las dificultades de estos sectores para enfrentarse a los desafíos que la sociedad industrial traía consigo. Para fines del siglo, el conservadurismo de los países católicos ya se había plegado al centralismo político, así como buena parte del liberalismo. Ese proceso derivó en una situación extremadamente singular donde manifestaciones políticas presuntamente divergentes mostraban reivindicaciones y praxis políticas similares: En España, por ejemplo, el conservadurismo reivindico al Estado como herramienta fundamental de sostener los “valores religiosos” o “nacionales”,  “…a diferencia de los dos movimientos genuinamente españoles: el anarquismo y el carlismo, que son federalistas y están a favor de la autonomía local…(…) Como resultado el anarquismo más que el comunismo o el socialismo es la forma clásica de “radicalismo” en la órbita católica. Incluso en la mente protestante el anarquista siempre será un individuo de un país católico o un país ortodoxo, y nunca un miembro de una nación protestante. El asesino con barba negra y bomba humeante no es un inglés ni un sueco ni un prusiano, sino posiblemente irlandés o, incluso más probable, un español, un italiano o un ruso…”

Secesión, nacionalismo e internacionalismo

Como bien señala Erik von Kuehnelt-Leddihn, la diferencia entre el nacionalismo y el internacionalismo no radica en la esencia del tipo de organización política, sino de escala. En un principio, el nacionalismo se manifestó receloso del internacionalismo “en gran parte al resentimiento contra la idea destructiva del internacionalismo propenso a pisotear cada tradición, todo lo cultivado orgánicamente, ansiosa por transformar el mundo en un lugar aburrido y uniforme sin variaciones románticas (…) Debe tenerse en cuenta que el nacionalismo y el internacionalismo son ideas no antagónicas, sino solo una y la misma idea, diferente solo en el empleo de los medios. El internacionalista quiere identidad sobre todo el mundo para aplastar todas las diferencias “locales”. El nacionalista del mismo modo trata de erradicar todas las diferencias “locales” (tribales, provinciales) …”

Así, los dos modelos de organización política tienen como fin la expansión de la jurisdicción política, es decir, la tendencia centralizadora del poder. La nación monolítica de los nacionalistas y el mundo monolítico del internacionalista no se diferencia en su inspiración filosófica (origen del poder, su naturaleza, tendencia a desarrollarse), sino más bien en circunstanciales diferencias en la territorialidad en la cual tendrán jurisdicción. Todos los estados nación modernos han ido, a pesar de los intentos de ponerle frenos mediante clausulas constitucionales federales, o sistemas electivos indirectos que protegen de la tiranía de las megaciudades, a un proceso creciente de centralización política. Ahora, la posibilidad de un superestado global que centralice aun más las decisiones políticas parece querer llevar a nuevas fronteras esta histórica ideología. Con su consiguiente peligro para la libertad.

La posibilidad de secesión, como principio político, siempre ha sido uno de sus frenos más poderosos, y una de las bases de las ideas de la libertad. Es bueno recordarlo.