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Por Ramón Paravís
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Según axioma que parece haber pautado todo lo que es y pasa en el país desde hace cuarenta años, la causa principal fue la dictadura, sus atropellos, su falta de elegancia. En su terrorismo de estado hay que pensar, en sus cárceles, sus arbitrariedades, su prepotencia, su violenta intolerancia, sus destituciones, su nepotismo, su corrupción, sus censuras previas y posteriores, sus proscriptos, sus tres categorías ciudadanas, su devoción por las prohibiciones, los exilios.
No se participa, ni se encubre aquí, ni se es cómplice de esa retórica hegemónica que utiliza las mismas aseveraciones para explicarse a sí misma y explicarlo todo, en una de las tretas más nutridas y perniciosas de nuestra pequeña historia nacional. No obstante, a ella, la del 73, con lo mencionado y más, debemos la adopción y arraigo de dos ideas amadísimas y perfectamente falsas. Un par de prejuicios elevados a dispositivo dogmático, postulaciones erradas pero asistidas de tal pasión antiautoritaria que se presentan como evidentes, inmediatamente imperativas y nunca abiertas a debate. Alimentándose una de otra, como de su enemigo lo hace el buen general, mirándose con el odio no correspondido de víctima y verdugo, son estas: la democracia es en sí misma buena; lo militar es malo. Súmase una mentira tres, que se desprende de las anteriores y puede multiplicarse por sí misma a gusto: los militares son los enemigos de la democracia, los demócratas son enemigos de los militares, milicia y democracia se amenazan y se excluyen recíprocamente, etcétera. Si no leen este libro –alertaba por los pasillos del Palacio Legislativo el Dr. Jorge Batlle a quien quisiera oírle, y a quien no quisiera también-, si no leen este libro no van a entender a los militares. Tuvo que haber sido una tarde, o varias, de 1972 o 71, demasiado no importa; ciertamente, blandía un ejemplar de “El arte de la guerra”. Vino la dictadura y no lo habían leído. Tampoco lo habían leído cuando se fue, si es que se fue o se irá algún día la dictadura.
El que desconfía de los vacíos regulatorios y para todo reclama la intervención marital del estado, y bebe agua en sus fuentes y milita en su teología oficial, es sin embargo el primero en perder la calma ante la sola mención de la jerarquía, lo vertical, lo fundado en la obediencia. Por impulso fóbico, hay quien entiende que cualquier noción de orden y disciplina, por mínima que sea, se torna cuchillo entre las ropas que se trae el fascismo para luego. Lo militar, su modo de ser y plantarse ante el mundo, la lógica que anima su organización y funcionamiento, el tipo de vida y la mirada que se construye con esos andamios es, casi siempre y para muchos, menos objeto de curiosidad que de alergia, cercano más al desprecio que al interés. El que practica el corporativismo, y las soluciones iguales para problemas distintos, observa con odio/miedo el uniforme; el de más allá, que pide uniformes como solución, tiene hacia lo castrense al menos un inocultable recelo.
Con las múltiples diferencias que los unen, procuraron tupamaros y militares que el sonsonete ese de los derechos humanos no fuera obstáculo para una convivencia lo mas armónica posible. Una sábana cambiaba de fantasma.
“Los de izquierda son bocones. No luchan por el poder sino por la bulla. Si lucharan por el poder le darían gran pelota a la cuestión militar. No es lo que decide la historia, pero la historia no se entiende sin eso. Ahora la izquierda putea a los militares que antes quería conquistar. Es un problema de infantilismo. Tienen un infantilismo brutal”. Eso fue exactamente lo que dijo José Mujica al semanario Voces, en larga entrevista o charla de boliche de 19/12/2019.
Hubo al respecto una incomprensión sostenida en los gobiernos progresistas y cierto desdén de ignorante nuevo rico ante la servidumbre; salvo por los tupamaros. Tanto tiempo estuvieron presos que tal vez, y sin tal vez, empezaron a mimetizarse con el enemigo (y el enemigo con ellos) y a comprender –algunos más que otros, desde luego- lo que queda después de las abstracciones, cuando las luces se apagan. Militares y tupamaros intentaron legitimarse recíprocamente con la tesis de que hubo aquí una guerra entre ellos, falsedad muy falsa que solo a ellos beneficia, justifica y ennoblece: sus asesinatos mudarían en excesos, en errores y, atendiendo las circunstancias, cabría casi que se amortigüen y hasta se disimularan. Informe a los recién llegados: no hay guerras limpias. Por naturaleza, las víctimas buscan venganza y la venganza busca víctimas: “No hubo errores. No hubo excesos. Son todos asesinos los milicos del proceso”, gritaban con furia cuadras de manifestantes en el Montevideo del 84-86 y siguientes. No era cierto; difícilmente lo sea una frase que indiscrimina tan olímpicamente. Lo creíamos porque era verdad y era verdad porque lo creíamos, y con eso nos bastaba por entonces. (A veces, la juventud no permite que la realidad interfiera con sus opiniones. Tiene el prejuicio de ser inmune a los prejuicios; lo ejercita con apuro, con sinceridad, con energía, sin concederse –ni conceder a otros- el privilegio de la vacilación).
Con las múltiples diferencias que los unen, procuraron tupamaros y militares que el sonsonete ese de los derechos humanos no fuera obstáculo para una convivencia lo mas armónica posible. Una sábana cambiaba de fantasma. Dos maneras afines de mirar y de pensar el mundo se reconocieron, se dieron la mano y tuvieron que despedirse entre aplausos, pasadas las tres de la tarde (día lluvioso fue el 6 de agosto de 2016), cuando el cortejo fúnebre salió del Ministerio de Defensa rumbo al cementerio del Buceo. Una bandera del MLN-T y otra (de Peñarol, claro) envolvían el féretro; en un lugar discreto del nicho, panteón del Casmu, una botella de Espinillar. Uno de los oradores se felicitó de haber descubierto en el muerto a un ser excepcional, a una persona singular. “Era un hombre valiente, un quijote, un gladiador, y siguió su lucha hasta el último de sus días”. Además del ditirambo, que fue sentido, también subrayó: “Quiero destacar la coherencia de Eleuterio Fernández Huidobro. Su capacidad de análisis singular de la realidad y de la actualidad lo llevaron a entender perfectamente que detrás de quienes atacaban a las Fuerzas Armadas, de quienes buscaban debilitarlas, destruirlas, de quienes buscaban suplantarlas por una guardia nacional, que detrás de ellos estaban los centros de poder mundial a los que él combatió durante toda su vida, y he ahí su coherencia”. De manos del difunto había recibido el que hablaba, cuatro años antes, su diploma de ascenso al grado de general.
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Elección singular en una familia de abogados, políticos, escritores y periodistas, desempeños todos que suponen el parejo ejercicio de la retórica y la dialéctica. No importa que un soldado tenga una formación humanística y hasta una licenciatura en historia (Ucudal, 2010). Es, estructuralmente, siempre, un soldado.
Lo militar supone dedicación completa, compromiso total; es un instrumento que se nutre de los más diversos elementos, los sintetiza y los devuelve transcreados. No precisa argumentación, no persuade mediante demostraciones racionales de conveniencia, oportunidad o mérito; no apela a la opinión pública ni a la privada; no apela a la opinión, no le interesa seducir: ordena, dispone y, de ser preciso, impone. Más que palabras con la magia de las otras palabras, las órdenes son meras antesalas del acto; no hay música en su pensamiento, ni goce en su lenguaje: deben ser comprendidas sin esfuerzo. Aunque pocas cosas hay más concretas que el universo de los soldados (hombres como los demás, con su miserias, sus urgencias, sus fragilidades) visto desde afuera, cuanto más de afuera más, parece abstracto, impersonal, repetitivo. No se asimila que es imprescindible asegurar la paz y, si eso se pretende, hay que prepararse para la guerra, conforme precepto añejo. Se adiestran para el combate diariamente. Hay que agregar las actividades en que se malgastan recursos y se distrae a los militares de lo suyo específico, de lo que solo ellos saben hacer bien; asignarles tareas nuevas y diferentes a aquella para la que se entrenan como se ha dicho (salvo en contextos muy puntuales y extraordinarios de emergencia nacional) es fruto de una visión aturdida de lo castrense.
Es ese un sistema ideado para mantener cierta clase de disciplina: la obediencia, los lazos de lealtad que subyacen por debajo de las jerarquías, confluyen en el espíritu unánime y la acción precisa en la extrema circunstancia de la guerra. La improvisación no es bien vista allí, ni la espontaneidad es un valor, ni la creatividad es apreciada. Ese enorme dispositivo, antes de ser acción, movimiento, pasa por la palabra corta y seca que sella un compromiso –no digamos ya un juramento-, o emite una orden: ello supone desconocer el arte de desdecirse. Por desconocerlo, por vivirlo como una deshonra inaceptable -más infamante que el calabozo o la degradación- Líber Seregni, en el verano del 96, renunció a la presidencia del Frente Amplio. El 5 de febrero no lucía tan claro. Luego se vio que, si hubo integridad y coherencia, se marchaban esa noche.
En la guerra, un grupo numeroso de hombres armados debe actuar como si fuera un cuerpo que dispone de sus partes y de su totalidad al mismo tiempo, y tiene que hacerlo casi sin pensar. Los soldados no irán detrás de cualquiera en combate por la mágica eficacia del principio de jerarquía, ni por miedo a los castigos o codicia por los premios. La jerarquía es estéril si carece de un sustrato espiritual que asegure su cumplimiento, su eficacia, su acatamiento sin más. La confiabilidad del mando -también su éxito- reposa en un ejemplo callado de trabajo, corrección en el trato, conducta honorable; y -esto es medular- hacia afuera, férrea defensa de sus subalternos y de los intereses del grupo. Eso hace la diferencia entre un jefe y el de al lado. La obediencia la asegura la ley, pero el respeto de un subalterno, igual que el seguimiento, no hay norma que pueda consagrarlo ni poder que lo imponga: se gana con acciones concretas o no se tendrá. El grado militar posee la consistencia que el portador tiene y le agrega. Así, el coraje de Lorenzo Latorre lo atestiguan partes de guerra; el de Máximo Santos, un certificado notarial. Por convocar dos ejemplos muy dispares, valorables tan distintamente, y bien emparentados ambos con el autoritarismo.
Sin embargo, exhibición de desconocimiento, o de desprecio por la verdad, es postular como ecuación la autoridad y el autoritarismo, la jerarquía y lo injusto, lo desigual y lo malo. Quieren ignorarlo expresamente los cultores del emparejamiento irrestricto, pero con un diente roto y otro flojo, lastimadas las rodillas, el octavo artículo de la Constitución todavía establece la igualdad de todos los habitantes ante la ley (ante ella, más nada), y hace un reconocimiento explícito de la desigualdad, de la discriminación en función de talentos y virtudes. Salvo frente a la ley, un hombre que condujo miles de hombres no es un ciudadano cualquiera.
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-Que le corten a todos la cabeza – dijo el médico, alisando su cabello
El secretario presidencial escuchó la decisión de su amigo, enarcó las cejas, se levantó del expediente en el que empollaba una idea desde hacía ya tiempo y salió rumbo algún sitio, aliviado, a redactar un proyecto de resolución destitutoria. Cayó un ministro agonizante, el subsecretario y los tres generales que integraron el tribunal de honor. Habían, oportunamente, ponderado el comportamiento de un pertinaz torturador reconocido, a causa de cuyas mentiras y silencios resultó condenado y preso otro coronel por un crimen del que era inocente. Uno de los integrantes del tribunal ocupaba, desde hacía un ratito y también por decisión del doctor, el sillón todavía tibio de comandante en jefe; casi que no lo llegó a estrenar.
El asunto fue ventilado con detalle por la prensa y los hechos hasta ahora conocidos parecen indicar que la responsabilidad por ese contumaz silencio habitaba directamente en la Torre Ejecutiva: allí se supo del expediente el 19 de febrero de 2019 y la revelación periodística fue del 30 de marzo. ¿Cómo se explica tardanza semejante en denunciar el crimen confesado por el coronel torturador ante el tribunal? ¿Cómo se explica que, al homologar el fallo, la presidencia ni un vocablo dedique al asunto de que alguien se hace cargo personalmente de la muerte y desaparición de un preso político en 1973? La sospecha ciudadana tiene fundamento para suponer que si El Observador (Leonardo Haberkorn) no hubiera lanzado el tema en la plaza pública, era decisión gubernamental que permaneciera en privado, que pasara inadvertido, sepultado entre centenares de páginas que quién iba a leer. Nadie nos dijo nada: ni el tribunal de honor, ni el comandante en jefe del momento, ni el ministro, ni la secretaría de la presidencia. Y estupendamente bien se lo calló el señor presidente al homologar el fallo con reservas; se reservó el detalle. Pese a que la responsabilidad última (no menos importante que la inicial) recae en el primer mandatario, o en su círculo más íntimo, se prefirió sacrificar gente menos amiga que el amigo. Los dos civiles y los tres generales no son más que utilería de emergencia en esta puesta, como lo podrían haber sido cinco sillas. Lo de quien fuera el comandante en jefe al momento de la confesión del asesino es, por cierto, muy distinto. Así, al menos, lo entendió la fiscalía.
El agua estancada en que refresca Mujica sus ideas salpica una explicación grandiosa, pero insuficiente. Es su estilo: dice que lo eligieron porque no era masón y les pareció lo menos horrible de entre una lista de candidatos más horribles que él (entrevista indicada ya).
Hijo de un abogado y una maestra jubilada, en el fondo de una casa antigua en Carrasco -dos casas separadas por un amplio jardín, en realidad-, de niño jugaba con su lobo, pero había también un águila, un pingüino, un leopardo, una serpiente que habitaba una pecera (oportunamente devueltos al zoológico después de un tiempito varios de ellos). El octavo de nueve hermanos pasaba las vacaciones de julio con algunos de los suyos, en un campo, cuando escuchó en radiodifusora Treinta y Tres que su padre estaba muy grave en Montevideo. Conseguir un taxi (había uno o dos por ese entonces en la ciudad de Vergara), viajar, llegar a casa, comprobar que cuando cerraba la puerta del taxi, hacía horas, ya era huérfano. No tiene trece años aún; ha dicho: “Éramos tantos hermanos que había contención entre nosotros”. En su familia no hay militares de escuela, aunque un abuelo paterno sirvió como capitán de tropas gubernistas en 1904 (y ante un levantamiento en el 10) y un bisabuelo por lado de madre fue coronel de Saravia al otro lado de la línea de fuego.
En el 72 deja el Liceo Francés y se prepara para el examen de ingreso al Liceo Militar (la exigencia en matemáticas es muy alta), lo da, sale segundo, ingresa en febrero del 73, unos días antes del golpe de estado, “que fue en febrero” ha dicho (coincide en este punto, parece, con Fernández Huidobro y Amílcar Vasconcellos: el golpe fue en febrero). Dos años más tarde, y por los cuatro siguientes, la Escuela Militar. He ahí a un joven que se alista animado por la convicción entusiasta de quien toma partido en un terrible enfrentamiento. Allí, será sancionado muchas veces: por no tender bien la cama, por tener desordenado el ropero, por no extender correctamente las manos en la posición de firme, por desarreglo en el pelo, por falta de brillo en los zapatos. Está lejos todavía de ser comandante en jefe, hacer declaraciones impropias de su función -relativas a la reforma de la Caja Militar, setiembre 2018- y recibir un castigo que, por esperable, no dejó de sorprender en cuanto a su severidad, atendido el rango y cargo del sancionado: 30 días de arresto a rigor, antesala de un cese que llegaría en seis meses y que él propició con inconstitucionales y reiterados cuestionamientos al sistema de administración de justicia. Pero tiene 20 años ahora, es un alférez recibido recién y visita -todas las tardes, por orden del superior, una por una- las casas en que viven sus soldados. Escucha sus angustias con el almacenero que les cerró la cuenta, con la enfermedad de un hijo o de una madre, con la muerte reciente de un familiar querido, con la hija que quedó tan temprano embarazada, con la miseria, el frío, la falta de ilusión. Ya en la Dirección Nacional de Sanidad de las Fuerzas Armadas (2013-2015), recorre diariamente y cama por cama el hospital, conversa con los soldados enfermos, se asegura de que las sábanas hayan sido cambiadas. Disimulado con gorra y bufanda hasta la nariz, se presenta de madrugada en la emergencia y espera como los demás, a los que nadie atendía; una hora y media después de situación idéntica, se da a conocer. Tres o cuatro veces bastaron para que el rumor lo convirtiera en sombra ubicua.
De ser hombre que siempre estuvo en la primera línea de lucha por las causas que ha creído justas, se precia. Pone por testigos a los miles de compañeros, subordinados y superiores, con los que trabajó durante casi medio siglo. Entre banderas patrias, con una imagen del prócer a su espalda, en video que dura nueve minutos y segundos, se despidió del ejército y dio un discurso político, muy enérgico. Por supuesto, vestía uniforme de fajina. De hecho, ese 19 de marzo lanzó su candidatura a algo que no estaba muy claro por entonces (“el puesto que me toque integrar”). Un par de semanas y se lo supo aspirante a la presidencia de la república. Hizo su campaña política -y la sigue haciendo- como la tradición militar enseña, alimentándose del enemigo. ¿De civil? Próxima nota.