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No hay nada en el mundo que justifique las medidas tomadas en relación a los niños y a los adolescentes. No hay ninguna evidencia científica de que sean afectados de modo significativo por esta enfermedad, ni tampoco de que sean transmisores de la misma.
Por Mariela Michel (*)
Una niña durante el período de cuarentena comentó a su psicóloga: “Eso (que te estoy contando) pasó antes, hace mucho tiempo, cuando yo iba a la escuela ¿te acordás?” Elijo este comentario para comenzar, porque ilustra algo que, con pocas modificaciones estilísticas, muchos de nosotros comentamos alguna vez desde aquel día insólito, cuando nos despertamos por la mañana varios años más tarde. Los niños habían crecido de golpe y los mayores de repente nos sentíamos frágiles niños cuidados por ellos. Nuestro sentido de la temporalidad se alteró drásticamente el 13 de marzo del 2020.
También fue radical el cambio en nuestra relación con el espacio. ¿Quién no escuchó a alguien decir: “fue como haber entrado en una película de ciencia ficción con tintes apocalípticos”? Tuvimos la sensación de atravesar la pantalla, tal como le ocurrió a uno de los personajes del film La Rosa Púrpura del Cairo de Woody Allen que mágicamente saltó de la pantalla, para iluminar la ensoñación de una joven inocente, y para vivir con ella una experiencia maravillosa. Nos pasó lo mismo, pero en sentido inverso. Y ahora nos es difícil encontrar la salida y volver al paraíso perdido de la normalidad. El concepto de “Nueva Normalidad” nos asegura que no habrá salida ni retorno posible a ese mundo hoy añorado. En algún momento, acudieron al rescate algunas voces optimistas: “es para bien”, afirmaban algunos amigos con la convicción de que esto nos enseñará a valorar a la naturaleza, a vivir en el presente, a modificar nuestros hábitos consumistas. “Habrá un rebrote” aseguraban, pero un rebrote de la fauna y de la flora planetaria. Y muchos recibimos esa noticia con alivio, incluso con alegría. Pero en mi caso personal, la idea de que estamos ante una experiencia de aprendizaje duró muy poco. Quizás porque como psicóloga, luego de haber trabajado con niños en muy distintos contextos, pude aprender de ellos muchas cosas. Algo que me enseñaron ellos a través del juego, de la risa – y también de su hondo sufrimiento – algo que no me suscita duda alguna, es que la letra con sangre, definitivamente no entra.
Y sangre no falta en esta nueva normalidad. Si no la vemos, la presentimos en cada una de las noticias amenazantes. El 13 de marzo nos despertamos a una experiencia que Freud no dudaría en llamar “siniestra”. Aunque Fernando y yo estábamos en nuestra casa, todo lo que era familiar, se desfamiliarizó vertiginosamente. El color de las paredes se volvió más intenso, los cuadros se agigantaron. Se volvió difícil ponerle límites a aquella pantalla que se descontroló y que terminamos encendiendo con devoción religiosa a la hora señalada. Recibimos cada noche como una eucaristía electrónica la visión reiterada de amplificadas agujas entrando en la piel, desmesurados hisopados en acción y macabras pilas de féretros despojados de ritual. ¡El mundo apocalíptico en un loop infinito! Si fuera posible imaginarnos algo más siniestro que la experiencia kafkiana de despertarse transformado en una cucaracha, una imagen evocada oportunamente por la psicoanalista S. Hernández (2020), sería la de vivir la amenaza permanente de transformarnos en cucarachas o en un cuerpo amorfo encerrado en un solitario respirador mecánico. El estrés como respuesta a una amenaza es un mecanismo de supervivencia. Pero nuestro sistema de alarma no está diseñado para responder a amenazas permanentes. Igual que los niños que sufren maltrato, la presencia cotidiana de lo ominoso en nuestro entorno familiar nos pone en riesgo, altera el funcionamiento de nuestro sistema de alarma, de nuestro cerebro y de nuestro sistema inmunológico.
Pero el miedo no tardó en desvanecerse. Por un lado, aquellos héroes de las siete y media (título sugerente de un libro de Luciano Álvarez), llegaban más heroicos que nunca, con extrema diligencia y tenacidad a las siete en punto. Pero la incertidumbre permanecía. Desde el 13 de marzo, estábamos sentados frente a la pantalla esperando ser informados. Sin embargo, las noticias eran parecidas a una mala nutrición: nos llenaban demasiado, pero nos dejaban con hambre. Su desmesura monotemática hacía pensar que algo no estaba siendo dicho con la claridad suficiente. Cuando el bombardeo de enfermedad y muerte es tan excesivo, nos lleva a desconfiar. La vida es mucho más vigorosa.
Por eso, el miedo duró poco. Recuerdo un grafiti en el barrio Palermo, “Fuerza, que la vida puede más”. Ese empuje vital empezó a manifestarse a través de las redes sociales. Aquellas mal reputadas fuentes de información nos traían voces de periodistas independientes, de ciudadanos curiosos, de científicos con credenciales incuestionables. Incuestionables pero no incuestionadas. A medida que fui leyendo los currículos de muchos científicos, escuchando a médicos que fueron despedidos por salvar vidas al desobedecer los protocolos, me fui dando cuenta de que cuanto más incuestionable parecía su trayectoria profesional, mayor era el cuestionamiento de los que estaban dedicados con ahínco a verificar y a dudar de su legitimidad. En ese momento, entendimos lo que significa ser un héroe, lo duro que es el camino que los lleva a no poder callar. Fue recién en ese momento que les agradecimos, a ellos y a la vida. Allí junto a Violeta Parra, comprobamos que era cierto que la vida nos dio “dos luceros”, para poder perfectamente distinguir “lo negro del blanco/Y en el alto cielo su fondo estrellado”. Como por arte de razón, desapareció la incertidumbre: cuando alguien habla desde lo que cree que es la verdad nuestro corazón no falla. Tampoco calla. Cuando el corazón “agita su marco”, es necesario escucharlo también.
Y así fue que llegó mi primera vez. Un día, durante una búsqueda de información en internet, conocí en carne propia la experiencia de lo que hasta entonces me había sido relatado por otras personas. Pude comprender mejor a quienes contaban el difícil momento de auto-revelación, al descubrir que, ya sin más dudas, tenían una identidad que gran parte de la sociedad consideraba repudiable. En el momento en el que desapareció ante mis ojos un video en el que una inmunóloga relataba con enorme precisión y sapiencia su experiencia en la búsqueda de tratamiento y prevención para diversas enfermedades, todo cambió para mí. Literalmente se me erizó la piel. Y allí surgieron las dos preguntas inevitables: ¿qué está pasando? Y en seguida, surgió la segunda, la peor de todas: ¿seré una adherente a las teorías de la conspiración?
No tengo aún respuesta para esa pregunta. Por ahora me respondo: no lo sé. Pero hay algo para lo que sí tengo respuesta: no hay nada en el mundo que justifique las medidas tomadas en relación a los niños y a los adolescentes. No hay ninguna evidencia científica de que sean afectados de modo significativo por esta enfermedad, ni tampoco de que sean transmisores de la misma. Por ese motivo, toda limitación impuesta a ellos constituye una violación al artículo 9 del Código de la Niñez y de la Adolescencia. Esto ya fue advertido por la UNESCO tempranamente, el 8 de abril de este año.
El daño a nivel psicológico que podemos estar causando en los niños en la conformación de su psiquismo sólo podrá dimensionarse a largo plazo, y el daño a nivel físico no parece desdeñable por el nivel de estrés que estamos generando en ellos. En los comienzos del psicoanálisis, Fairbairn (1952) planteó que un niño fácilmente puede creernos cuando le decimos que es malo, porque un niño prefiere considerarse un diablo en un mundo de ángeles que lo inverso. Cuando los adultos les decimos que con el movimiento de sus cuerpos energéticos y vitales ellos podrían ser portadores de un mal, que sin darse cuenta ellos podrían causar la muerte de las personas que más quieren – que son, por supuesto, sus abuelos – les estamos diciendo algo que los va a impactar prolongada y negativamente. He escuchado a muchos niños y, por eso, no puedo imaginar algo peor que ese mensaje. Una vez que les hemos transmitido esa idea, no hay marcha atrás, a pesar de que ahora pueden ver a sus abuelos y concurrir a la escuela, la palabra ya fue dicha… pero no pueden irse en paz.
Hay quienes seguramente objetarán a mi objeción: “ahora los niños pueden abrazar a sus abuelos”. Es cierto, eso es porque ya no se teme que los contagien. Entonces, ¿cuál sería la razón para no devolverles sus plenos derechos: a respirar aire puro, a jugar con libertad, al contacto entre ellos, a bailar y saltar con despreocupación? La niñez no se las podremos devolver; el desarrollo del niño no tiene nueva normalidad posible. El nuestro tampoco. La vida por supuesto puede más; lo sabe nuestro cuerpo si dejamos a un lado el televisor, y escuchamos lo que nos dice a gritos. La vida nos empuja desde el nacimiento, que es iniciado por una hormona segregada por el bebé. Como dijo J. L. Moreno, el fundador del Psicodrama, desde que nacemos sabemos que el principio vital y creativo está en cada uno de nosotros, y es lo que nos empuja a buscar el aire, el sol, los abrazos, el movimiento y la alegría. ¡Eso es lo que nos fortalece y nos vacuna, si nos privan de todo eso, lo que nos queda no se puede llamar vida!
(*) Doctora en Psicología del Desarrollo. Psicodrama Clínico con niños y adolescentes.
Referencias
Fairbain, R. (1952). Psychoanalytic studies of the personality. Routledge.
Hernández, S. (2020). La peste, el otro, el psicoanalista y todos nos-otros. https://www.apuruguay.org/sites/default/files/s-hernandez-27-05-la-peste-el-otro.pdf
UNICEF Proteger a los niños más vulnerables de los efectos de la enfermedad por coronavirus (COVID-19) https://www.unicef.org/es/historias/proteger-los-ninos-mas-vulnerables-de-efectos-coronavirus-covid-19