POIESIS / 46
Por Gerardo Ciancio
Es imposible no recordar la inconfundible voz de Eduardo Lizalde (México, 1929-2022) resonando en la enorme nave central de la Catedral de la Mina de Sal en la colombiana localidad de Zipaquirá en aquel año de 2008 en el marco del Festival Internacional de Poesía de Bogotá. Lo había leído parcialmente, sabía de su figura en el campo de la poesía mexicana contemporánea, pero al escucharlo, al estar frente a ese hombre cordial, de múltiples anécdotas, de una vasta cultura que aparecía naturalmente en la conversación sin afectarla, al asistir a esa verdadera performance que ofreció con la lectura de algunos de sus poemas más conocidos, su talla poética cobró otro sentido. Lizalde es una referencia clave en la poesía de nuestra lengua producida en la segunda mitad del siglo pasado. Desde sus teorizaciones y ejercicios “poeticistas” como aventura de juventud compartida con sus amigos, luego abandonada y explicada con gracia y sabiduría en el libro Autobiografía de un fracaso (El poeticismo) de 1981, pasando por la publicación de Cada cosa es Babel (hito quizás del cambio de paradigma de su proyecto poético signado por el epígrafe de Dylan Thomas «El poema es una contribución a la realidad» ), y hasta sus últimos libros publicados ya entrado el siglo XXI, su producción poética (podría extenderse esto a su obra narrativa, ensayística y de traducción) configura uno de los corpus más originales, variados y polifónicos de la contemporaneidad.
La experimentación con el lenguaje, la búsqueda incesante de nuevos modos retóricos de “presentar” el poema, las mixturas de lo “culto” y lo “popular” en sus composiciones, el humor, por momentos, la irreverencia, la exploración poética en las formas del erotismo y la sexualidad, el abordaje a los temas clásicos de la tradición del género (amor, muerte, soledad, tiempo), la construcción de imágenes violentas y bellas en el seno del poema, la conciencia de que el objeto poético es casi inapresable por su plurivocidad, su polisemia (“Pero ¿qué cosa dicen de las cosas los nombres?/¿Se conoce al gallo por la cresta /guerrera de su nombre, gallo?/¿Dice mi nombre, Eduardo, algo de mí?”), la función desacralizadora de la poesía, el trabajo intertextual en la confección del poema, son algunas de las constantes de su incesante trabajo poético, amén de la muy conocida metáfora del tigre que articula una vasta zona de su obra.

Décimas de Guillermo Tell III Guillermo Tell infalible pero lento es el manzano que, cuando llega el verano, maneja un arco invisible para que puedan las ramas acertar en sus manzanas, y esto bien el árbol hace porque ya sus ramas guía para afinar puntería cuando el fruto aún no nace. X Sangre se le hace la boca a Guillermo cuando piensa que su mortal flecha toca esa manzana que piensa: el propio fruto-cabeza del niño; pues la destreza con que el arquero se obliga, por sus flechas a dar fruta, hace natural que diga: mi vástago es otra fruta. XIV Al ser Guillermo la fuente de esta savia del impulso su flecha es brazo con pulso: su flor con forma de punta tendrá por fruto la frente del niño sobre el que apunta; sangre y no savia la impele, nunca dará una manzana: será una cabeza humana siempre el sitio a donde vuele. De Nueva memoria del tigre (Poesía 1949-2000) Pan de ayer Para los pobres ya el pan era tortuga que mucho tiempo tardaba en caminar del mostrador a la boca. Pero el pan subió de precio y con ello fue mayor su lentitud. Era el pan de los hambrientos: para llegar tortuga y liebre para irse. El pan era muy duro de pelar, lo vendían envuelto como el coco en la más recia epidermis: era el pan de ayer, pan frío, rancio hielo de harina al que no ablanda ni el infierno endulzado del café; y romper esa concha impenetrable que amurallaba el pan hacía lento el comerlo, como si el migajón se elaborara con carne de tortuga, que es preciso lentamente masticar por lo que tarda su escurrir en nuestra boca. En su difícil costra el pan vivía como la nuez, que calza su escondite, escapando del pobre en cuya boca vive el hambre, que es la roña del pan. El pobre, siempre roñoso de su hambre, siempre jugando a la roña, niño eterno, persigue al pan desde que sólo es trigo, como el hambriento lobo que hace guardia ante el pequeño copo de algodón para morder su carne cuando el copo se convierta en cordero. El pueblo mira el pan como los niños ven esas manzanas que brillan en los huertos rodeadas del segundo pellejo del tabique de una barda. Si hay que arrancar al pomo su cuadrada epidermis de ladrillo los niños saben cómo, pues saben que su salto es un cuchillo: bastará con saltar el muro al fin para quitar la cáscara al jardín, y ya mondado el huerto, a las manzanas suben los colores: tal es su desconcierto de hallar sólo en su ser paños menores, pues sin la gruesa barda ya su piel es un débil corpiño de papel. Mas no se puede vivir de asaltar a los manzanos en la esquina y decirles: “las manzanas o la vida”. (La mala hora, México, Colección Los presentes, 1956) POEMA Todo poema es su propio borrador. El poema es sólo un gesto, un gesto que revela lo que no alcanza a expresar. Los poemas de perfectísima factura, los más grandes, son exclusivamente un manotazo afortunado. Todo poema es infinito. Todo poema es el génesis. Todo poema nuevo memoriza el futuro. Todo poema está empezando. De Nueva memoria del tigre (Poesía 1949-2000) Nombra el poeta con un silencio ante la cosa oscura, con un grito ante el objeto luminoso. Pero ¿qué cosa dicen de las cosas los nombres? ¿Se conoce al gallo por la cresta guerrera de su nombre, gallo? ¿Dice mi nombre, Eduardo, algo de mí? Cuando nací ya estaba creado el nombre, mi nombre, pero creció conmigo como un zarzal de letras, penetró en la sangre que llenaba apenas el fondo de la copa, tiburón en playas bajas. Fue prendiendo sus garfios en mi cuerpo, se enredó con mis vísceras, infló un segundo, verde corazón junto al mío. El nombre deja marca, trastorna el laberinto digital, cicatriza y se abre su herida terminada en o, como la piel del lago con la quilla de la palabra guijarro. Y nada, pese a todo, dice el nombre de mí. Tener nombre no es nada, cosa en el vuelo. Las relaciones de cosas, los idilios librados entre cosas, los privadísimos odios entre la dalia y la silla, los parentescos de sangre establecidos entre el felpudo verde y los poemas de Gonzalo de Berceo, la sospechosa bastardía del plumero en la jaula de los leones ¿tienen su nombre? Cosa desnuda, transparente a fuerza de proyectar sin nombre su materia. Cosa en escape como el vuelo extremado más veloz que el vuelo o caza sin alcance. He aquí la cosa para nombrar, poeta: nombre del pan que tiembla ante el cuchillo, del cuadro que en el terremoto altera el ojo y el pincel, del crimen y el asado de ternera. De Cada cosa es Babel (1966) en Nueva memoria del tigre (Poesía 1949-2000) El tigre Hay un tigre en la casa que desgarra por dentro al que lo mira. Y sólo tiene zarpas para el que lo espía, y sólo puede herir por dentro, y es enorme: más largo y más pesado que otros gatos gordos y carniceros pestíferos de su especie, y pierde la cabeza con facilidad, huele la sangre aun a través del vidrio, percibe el miedo desde la cocina y a pesar de las puertas más robustas. Suele crecer de noche: coloca su cabeza de tiranosaurio en una cama y el hocico le cuelga más allá de las colchas. Su lomo, entonces, se aprieta en el pasillo, de muro a muro, y sólo alcanzo el baño a rastras, contra el techo, como a través de un túnel de lodo y miel. No miro nunca la colmena solar, los renegridos panales del crimen de sus ojos, los crisoles de saliva emponzoñada de sus fauces. Ni siquiera lo huelo, para que no me mate. Pero sé claramente que hay un inmenso tigre encerrado en todo esto. De El tigre en casa [1970], Valparaíso Ediciones, Granada, 2014 A la manera de cierto Pound Si yo pudiera decir todo esto en un poema, si pudiera decirlo, si de verdad pudiera, si decirlo pudiera, si tuviera el poder de decirlo. ¡qué poema, Señor! ¿Quién te lo impide, muchachito? Anda: desnúdate, para qué más remilgos, qué clase de hipocritón gomoso quieres ser, lanza la rima y la moral al inodoro, anda, circula. ¡qué gran poema! ¡qué poemota sería! Si pudiera, siquiera, si pudiera poner la letra primera, lazar como a una vaca ese primer concepto, si pudiera empezarlo, si alcanzara, malditos, cuando menos, a tomar la pluma ¡qué poema! De Nueva memoria del tigre (Poesía 1949-2000) Bellísima Y si uno de esos ángeles me estrechara de pronto sobre su corazón, yo sucumbiría ahogado por su existencia más poderosa. Rilke, de nuevo Óigame usted, bellísima, no soporto su amor. Míreme, observe de qué modo su amor daña y destruye. Si fuera usted un poco menos bella, si tuviera un defecto en algún sitio, un dedo mutilado y evidente, alguna cosa ríspida en la voz, una pequeña cicatriz junto a esos labios de fruta en movimiento, una peca en el alma, una mala pincelada imperceptible en la sonrisa… yo podría tolerarla. Pero su cruel belleza es implacable, bellísima; no hay una fronda de reposo para su hiriente luz de estrella en permanente fuga y desespera comprender que aún la mutilación la haría más bella, como a ciertas estatuas. De Nueva memoria del tigre (Poesía 1949-2000) El tigre real, el amo, el solo, el sol de los carnívoros, espera, está herido y hambriento, tiene sed de carne, hambre de agua. Acecha fijo, suspenso en su materia, como detenido por el lápiz que lo está dibujando, trastornada su pinta majestuosa por la extrema quietud. Es una roca amarilla: se fragua el aire mismo de su aliento y el fulgor cortante de sus ojos cuaja y cesa al punto de la hulla. Veteado por las sombras, doblemente rayado, doblemente asesino, sueña en su presa improbable, la paladea de lejos, la inventa como el artista que concibe un crimen de pulpas deliciosas. Escucha, huele, palpa y adivina los menores espasmos, los supuestos crujidos, los vientos más delgados. Al fin, la víctima se acerca, estruendosa y sinfónica. El tigre se incorpora, otea, apercibe sus veloces navajas y colmillos, desamarra la encordadura recia de sus músculos. Pero la bestia, lo que se avecina es demasiado grande -el tigre de los tigres-. Es la muerte y el gran tigre es la presa. El bello, finalmente, el poderoso, por el mayor fue vencido. No sólo el gran tigre muere, esta argamasa de brillo y sangre, este relámpago de homicida perfección: muere con él su raza, la historia de los tigres. (Dice Sankhala el sabio, adorador de tigres, rey del zoológico en Delhi, que sólo cuatro mil tigres restan en los bosques y las tundras de la antigua Hircania, de Persia o de la India, de Java o de Sumatra.) Los batidores sitian a la bestia mayor, la cercan, guían, acosan -gritos, golpes, música, tambores-, y él, último ejemplar, todos el último, y joya irrepetible, juego, gloria, de la altivez, el crimen, la hermosura, lanza el final rugido y el aire se enrarece como cuando se desploma una caverna. La tigra sólo alumbra, cada dos años, una alegre camada de tres o cuatro crías. A veces la destruye casi a todas: comparte con el tigre las carnes entrañables de esos vástagos rubios, solares y graciosos que pronto serían rudos comensales, voraces compañeros en la inconstante mesa selvática. La tigra sabe – su lógica está hecha de sangre, no de olfato-, que todo se ha perdido para su dinastía. Un cachorro, muy pocos sobreviven al filicidio aséptico, ritual, casi quirúrgico y casi gastronómico para ser testigos, dejar rastro, estar ahí cuando se cumpla la condena. De Caza mayor (1979) en De Nueva memoria del tigre (Poesía 1949-2000) Más Cama Sutra Nos damos un concierto de felicidad, hay veces, sobre pasmosas superficies. Tú practicas el dórico, la columna románica, y yo paso al severo, al neoclásico puro, al supino perfecto, a la cubana, al estípite, al barroco abusivo, al mudéjar tardío de los alegres nazaritas, al churriguera profundo. Redactamos en vivo y labramos en carne nuestro privado Ananga Ranga. Un viento suave de sándalo amoroso inquieta este paisaje de dos médanos, y las deidades graciosas del Oriente, siempre menos pacatas y egoístas que las del Oeste, sonríen tras de la puerta o bajo las molduras del artesonado. De Tabernarios y eróticos (1989) en Nueva memoria del tigre (Poesía 1949-2000)

Bibliografía
La mala hora , Los Presentes, 1956
Cada cosa es Babel , UNAM, 1966
El tigre en la casa , Universidad de Guanajuato, 1970
La zorra enferma , Joaquín Mortiz, 1974
Caza mayor , UNAM, Cuadernos de Poesía, 1979
Memoria del tigre , Katún, 1983
¡Tigre, tigre! , FCE, Biblioteca Joven, 1985
Tabernarios y eróticos , Vuelta, 1988
Otros tigres , Heliópolis, 1995
A la caza del tigre: antología personal, Madrid, Visor, 2007
Nueva memoria del Tigre. Poesía 1949-2000 , FCE, 2009.