Hágase la luz, decía Dios, y la luz se hacía. Hágase la pastafrola, agregaba (porque sin luz no se podía cocinar), y la pastafrola quedaba pronta. Y acá, en la geografía oriental inaugurada por vacas, Artigas decía: hágase el pueblo oriental, y arrancó el éxodo: el divorcio quedaba instituido, la Madre Patria era esterilizada. 

“Un lector es también el que lee mal, distorsiona, percibe confusamente”.

Ricardo Piglia, El último lector

Una interpretación “alocada” del papel que desempeñó Artigas en la constitución de la “identidad nacional” (sintagma que entrecomillo por la sordidez que, en mi opinión, encarna; por esa cosa de meternos a todos, a la fuerza, casi sin posibilidad de chistar, a jugar en un territorio autoritario o totalitario con relación a la producción de sentido), lectura sintomática, digamos, que busca sacar a la luz el deseo y el inconsciente del discurso social e histórico.  

ENSAYO

Por Santiago Cardozo

   y hasta las piedras saben, a donde va,

0.1. Escribe Jacques Rancière en Los nombres de la historia. Una poética del saber: “La ciencia histórica se ha constituido contra la historia recreativa y la novela histórica. Es por ello que los historiadores de la vieja escuela preconizaban la inspección rigurosa de las fuentes y la crítica de los documentos. Es por ello que los historiadores de la nueva escuela han aprendido las lecciones de la geografía, de la estadística y de la demografía. Así, los materiales de la construcción historiadora debían estar al abrigo de las fábulas de la opinión y de los manejos de los literatos. Pero los materiales no son nada sin la arquitectura. […] la historia sólo es capaz, en última instancia, de una sola arquitectura, siempre la misma: una serie de acontecimientos ha sucedido a tal o cual sujeto. Se pueden elegir otros temas: la realeza en lugar de los reyes, las clases sociales, el Mediterráneo o el Atlántico en vez de los generales y los capitanes. No por ello deja de afrontarse el salto al vacío contra el cual los rigores de ninguna disciplina auxiliar no aportan garantías: hay que nombrar a los sujetos, hay que atribuirles estados, afecciones, acontecimientos”. 

No hay forma, pues, de eludir la dimensión poética del discurso, cualquiera sea su género. Pero la historia, por lo regular, regurgita esta dimensión, por cuanto la entiende, o supo entenderla, como deslegitimadora de su decir, en la medida en que hace entrar la subjetividad del historiador y se aleja doble o triplemente del referente, cuya custodia no puede abandonar nunca. Pero huelga una aclaración: no se trata de una dimensión poética en términos de las figuras literarias a las que podemos echar mano para decir las cosas, tales como la metáfora, la metonimia, la sinécdoque, etc.; se trata, por el contrario, de una dimensión que produce un decir inherentemente opaco, equívoco, oblicuo… En este sentido, la metáfora es metáfora de sí misma, por lo que representa el vacío sobre el que se apoya toda palabra, la falta que, desde adentro, estructura a todo decir. Por ende, no podemos escapar, nos guste o no, a esta dimensión poética del decir.  

Estados, afecciones, acontecimientos, procesos, logros, causas, condiciones y condicionamientos, etc., constituyen el inventario de figuras o categorías lingüístico-discursivas que no atrapan, aunque lo pretendan, a los hechos que querrían, o mejor, desearían atrapar, sino que los crean como tales, proponiendo una forma posible de su inteligibilidad en el seno de un tejido hecho de significantes, o sea, de sentido. Esto es lo que se debería asumir: “[…] la historia es la que tiene más problemas de legitimación. De entrada, acarrea en ella todas las homonimias de su nombre. De modo que la historia siempre necesita demostrar, demostrarse una y otra vez que es realmente una ciencia y, en consecuencia, necesita negar todo lo que podría introducirse como procedimiento literario en la construcción del relato histórico. Esto constituye un primer nivel. La historia, por otra parte, vehicula un miedo a las palabras porque construye un discurso que argumenta, esencialmente, mediante la lengua natural. La historia debe dar pruebas de que es una ciencia utilizando los argumentos que son argumentos de la lengua natural. Además, se dedica a un objeto que es el ser hablante, con todos los problemas que ello conlleva: ¿qué es ese objeto? ¿Qué son esos acontecimientos que, en gran medida, son acontecimientos del habla? ¿No es la manera de ser del ser hablante la negación de lo que ‘debe’ ser el objeto de la ciencia? ¿Cómo evitar entonces quedar ‘refutado’ por el propio objeto? Puede decirse que el historiador tiene miedo de su objeto, que es el ser hablante, porque le parece que ese ser, ese objeto, se sustrae a la ciencia y lo arrastra del lado de la no-ciencia. Último aspecto del malestar del historiador: se las ha con el tiempo, con la muerte; su objeto lo remite a la muerte” (Jacques Rancière, El tiempo de la igualdad. Diálogos sobre política y estética). 

0.2. “[…] la historia no podía llevar a cabo una revolución que fuera verdaderamente propia sino jugando con la ambivalencia de su nombre, rechazando, en la práctica de la lengua, la oposición de la ciencia y la literatura” (Rancière, Los nombres de la historia).

En la lengua, la oposición ciencia/literatura se disuelve en beneficio de la propia lengua. Y en esta, sistema de diferencias y oposiciones, la historia se superpone con la literatura, es decir, con la historia en tanto que ficción, en tanto que narración cuya economía está definida por las reglas de la creación poética. Esta es, pues, la poiesis de la historia, la anatomía de la que la ciencia histórica no puede despojarse, puesto que su despojamiento conllevaría la disolución de sí misma como ciencia histórica. La ambivalencia del nombre es más que un asunto de ambigüedad, de equívoco: concierne a la naturaleza misma del discurso que se pone en funcionamiento, a la hechura de la historia edificada. Claro está que la historia rechaza esta concepción de las cosas, porque se resiste al tratamiento que implica, tratamiento que afecta, ante todo, a la relación entre el sujeto hablante y la lengua que habla y lo habla. Este rechazo es, tal vez, algo así como una dispepsia o, tal vez, gastroparesia de lo real, de eso que no permite que las palabras y las cosas coincidan.  

1. Parirás con dolor, ciertamente con mucho dolor (se trata de un “parto anal”). El divorcio de la Madre Patria supuso que Artigas diera a luz por el culo. El pueblo oriental resultante, su pueblo, llegó a la existencia cagado de los pies a la cabeza: la mierda que lo cubre carga también con ese dolor del parto que, para el caso, le abre paso a la entidad política ‘pueblo’ mediante el desgarro del ano (he aquí las hemorroides de la historia, la relación de co-extensividad entre la carne naciente y la sangre-mierda que la cubre y circula por sus venas). 

2. Crueldad de la historia, sin duda; esencia olorosa de la orientalidad: nuestra identidad, si existe algo que podamos llamar así, es la materia fecal de las contingencias históricas que dibujan el mapa político de lo que somos. Instaurados como sujetos político-jurídicos por el efecto del “–ismo” más importante de nuestro historia (de nuestro devenir uruguayos a partir de los orientales originarios, que no desaparecen en el ser-estatal que nos nombra, pues somos orientales-uruguayos, sin advertir que “uruguayos” es una negación de “orientales”), cada persona de este pedazo de tierra ha sido interpelada ideológicamente por esa palabrita o palabreja o palabrota que nos proporciona el suelo que pisamos: “artiguismo”, esa bosta de caballo (la bosta que los caballos van dejando a su paso en los desfiles militares) que no podemos eludir en medio del camino o que decora con su verde oliva el asfalto de las avenidas transitadas para el ejercicio de la memoria histórica (pienso en el tradicional desfile de la Batalla de Las Piedras, su gramática, el ritual escolar sucedido por la procesión castrense). 

3. Parodia e ironía de la historia: el departamento norteño de Artigas es, si se quiere, el más olvidado de

los departamentos de la república, acaso por estar en el espacio fronterizo con Brasil, tierra de la que provinieron los que desalojaron a Artigas de su tierra por la fuerza; departamento del límite (también, del límite que supone el hambre) y, me siento tentado a decir, residual. El exilio y el consecuente olvido del héroe patrio es correlativo al olvido de ese departamento que, cada vez que reclama ser recordado, incluido en la cuenta de la división territorial y administrativa del Uruguay, debe ser nombrado con el nombre del héroe olvidado por la historia nacional: “Artigas”. Confluyen entonces dos marginales y marginados, que no tienen, sin embargo, punto de contacto entre ellos más que el significante que los nombra. Seres de frontera, en el caso del héroe patrio (hombre orillero, para decirlo a la Schinca) presenciamos la consumación de lo que la historia dejó en suspenso: el destierro socrático, que aquel filósofo griego pudo evitar tomándose un vaso de cicuta. El veneno valió la pena para aquel panzón canosamente barbado, mientras al recio y estoico Artigas le tocó finiquitar lo que se había pospuesto por siglos. Ya internado en tierras paraguayas, el oriental menos uruguayo de todos vivió hasta que la muerte lo alcanzó, no sin antes dejarse retratar en errática pintura que pasó a la posteridad como la imagen más fiel del caudillo federal. Y tuvo que ser un extranjero quien pincelara para siempre la fragilidad exterior de ese viejito que no parece el general apostado bajo la puerta de la Ciudadela. Luego, del viejito calandraca saldría el comercial Día del Abuelo, que celebra la cercanía de la muerte el mismo día en que nació en Montevideo aquel abuelo que, por la fuerza del mercado, introdujo una llamativa ambigüedad en la que, como Narciso, nos reflejamos y nos comprendemos como orientales-uruguayos.   

4. Dice el filósofo italiano Giorgio Agamben en Medios sin fin: “Toda interpretación del significado político del término pueblo debe comenzar por el hecho singular de que, en las lenguas europeas modernas, este siempre indica también a los pobres, los desheredados, los excluidos. Un mismo término nombra, pues, tanto al sujeto político constitutivo en cuanto clase que –de hecho, si no de derecho– está excluida de la política”. En efecto, el pueblo es dos pueblos al mismo tiempo: el conglomerado de gente común y corriente, la carne de cañón que vive como puede, que tiene negado el acceso a la educación, y la entidad política que resulta de una transformación performática, la que se produce cuando la masa popular se declara pueblo. Se trata, en suma, de un acto de reflexividad promulgado por el discurso y constatado por sus efectos en la realidad. Un pueblo, pues, zōé, que deviene hacia su cese, satisfaciendo como puede las necesidades biológicas que aquejan a sus miembros, y un pueblo bíos que se sitúa por encima de la zōé para instituir la política. Y, enseguida, remata Agamben: “[…] ‘pueblo’ es un concepto polar, que indica un doble movimiento y una compleja relación entre dos extremos. No obstante, esto significa también que la constitución de la especie humana en un cuerpo político se da mediante una escisión fundamental y que, en el concepto ‘pueblo’, podemos reconocer sin dificultades las parejas categoriales que, como hemos visto, definen la estructura política original: vida desnuda (pueblo) y existencia política (Pueblo), exclusión e inclusión, zoé y bíos. El pueblo siempre lleva ya consigo la fractura biopolítica fundamental”. 

5. Entonces, leo en La actualidad del pasado. Usos de la historia en la política de partidos del Uruguay (1942-1972), interesante libro de José Rilla: “Entre la escuela y los partidos políticos –ya vimos que ambos fueron percibidos como instituciones contradictorias– se define la pertenencia nacional, se dibuja un contorno de adscripción colectiva que tiene una historia y que obviamente pertenece a ella. Si la política supone conflicto y discordia, esta sociedad, como muchas, armó los conflictos en torno a los partidos y encontró en Artigas una zona de concordia y acuerdo, trabajosamente construida a lo largo de varias décadas. Ello a pesar de la carga de violencia, contradicción y radicalismo que comportó la gesta artiguista”. Encabeza estas palabras el subtítulo “Zona de concordia”, referido a la figura de Artigas y a su capacidad centrípeta de cohesionar, por encima de las rencillas partidarias, la “naturaleza” política y moral, digamos, supongo, de la nación. ¿Artigas como una “zona de concordia”? Tal vez esta zona de concordia no sea otra cosa que la hipocresía en su estado político-partidario más puro, como materia prima (la materia fecal de la que estamos manchados; el vestido, en este caso visible y oloroso, de la gracia divina que nos cubriría del pecado) de la orientalidad, ya que no de la “uruguayidad” y, menos aun, de la “uruguayez”. Tal vez la homonimia entre el historiador y el prócer yorugua nubló el juicio implicado en el subtítulo o tal vez la escritura historiográfica no entiende mucho de equívocos, por lo cual no puede extraer interpretaciones de ellos para iluminar “lo que somos” y, sobre todo, lo que deseamos ser. ¿“Zona de concordia”? Muy discutible. 

6. Estamos, en el fondo, ante del problema del deseo y del inconsciente históricos que coagulan –esta es la hipótesis– en el sustantivo abstracto “orientalidad”, cuyo sufijo, digamos, esconde la mierda que nos baña de arriba abajo y que nos constituye como Pueblo, recordándonos permanentemente nuestra condición de pueblo. Un devenir identitario y, sobre todo, una idiocia del mismo tipo, que se materializa en el sustantivo en cuestión y en los montos de goce que provoca, en los apegos afectivos y morales que suscita. Se dice y se repite hasta el cansancio que todo grupo de personas necesita una figura en torno de la cual construirse, precisamente, como un grupo cohesionado, eventualmente como un pueblo. En este sentido, Paul Ricœur habla de la función cohesionadora de la ideología, cuya puesta en funcionamiento (la retórica de la ideología) da lugar a un relato que se hace cargo de y proyecta los deseos de la cohesión grupal en la forma y el contenido de ese relato.

Está bien: digamos que sí, que los efectos de lazo del discurso narrativo son indispensables para la conformación del Pueblo (vuelvo a la mayúscula diacrítica). Pero, nuevamente, es preciso llamar la atención sobre la forma en que el otro pueblo, el que lleva “p” minúscula, daña o fractura la plenitud del Pueblo (el políticamente posta), por lo cual esa narración cohesionadora (la fuerza ideológica de la retórica, para aquellos que la defenestran o defenestraron o para aquellos que la consideran un arma simbólica de la dominación burguesa) no está escrita sino con la tinta excrementicia y la sangre hemorroidal del conducto excretor más importante de la historia oriental-uruguaya, del desgarro anal que nos dio a luz. Entonces, ahí estaba (solo pensar que podía no haber estado es una herejía, una especie de sacrilegio), listo para hacerse cargo de lo que parió, de lo que estuvo amasando en sus intestinos; ahí estaba, en el medio de la historia patria: el padre nuestro Artigas.