ENSAYO

Por Fernando Andacht

Quiero escribir sobre lo que creo que nos mueve a quienes escribimos en eXtramuros sobre asuntos muy diversos, pero con un derrotero semejante. A través de dos momentos, uno escrito y otro hablado, busco y planteo este casi-manifiesto sobre lo que es nuestra defensa vigorosa, constante de la realidad, un modo de oponernos con vigor a todo lo que la ofusca, la quiere ahogar y retirar del espacio público. No pretendo, por supuesto, ser el portavoz de todos los que producimos los signos extramuranos, pero percibo en nuestros textos ese común impulso a defender con alma y teclado la realidad pluma por pluma. 

– Sobre el avance imperioso y tenazmente negado de doña Muerte: bienvenidos a la NuevaAnormalidad

Desperté de ser niño.
Nunca despiertes.
Triste llevo la boca.
Ríete siempre.
Siempre en la cuna,
defendiendo la risa
pluma por pluma.                                                                      (“Nanas de la Cebolla”,                                                                                 Miguel Hernández,1939)

De pronto cayó la ficha, al decir brasileño. Me di cuenta de para qué y por qué escribimos, pero sobre todo entendí cuál es el objetivo no siempre explicitado aunque presente en cada signo vertido en esta revista, que existe e insiste desde la periferia de los medios más visibles y audibles. Quizás incida en mi deseo la inocultable proximidad del final del año, el momento que tradicionalmente motiva balances de lo ya hecho y resoluciones para el año venidero. 

Mientras hacía ejercicio, de la nada esforzada, surgió con insistencia, como si fueran dos pantallas divididas y simultáneas, la razón de ser de eXtramuros y “Nanas de la cebolla”, el bellísimo poema de Miguel Hernández. Si cabe hablar de un ‘alarde de modestia’, es lo que leemos en la carta del poeta encarcelado a su mujer sobre la creación poética que le envía: “te mando esas coplillas que le he hecho, ya que aquí no hay para mí otro quehacer que escribiros a vosotros y desesperarme.” (12 de setiembre, 1939). Sus versos tienen un espesor de lo real que nos golpea como una trompada. El precario e insuficiente alimento de su mujer le hacía temer que su recién nacido“niño se sentirá indignado de mamar y sacar zumo de cebolla en vez de leche.” Pensamos en eXtramuros que el alimento de realidad empobrecido, aguado por la constante dilución, por la desinformación oficial y oficiosa de los últimos años, nos hace sentir indignados de buscar la verdad y obtener sólo un relato monológico que la encubre, que traiciona lo real. Por eso y para remediarlo a su manera existe esta revista. 

Se trata de defender lo real, de hacer todo lo que esté a nuestra alcance, para que la realidad consiga expresarse. El pionero de la semiótica moderno C. S. Peirce (1839-1914) postuló la finalidad lógica de la relación entre los signos y aquello que representan como un proceso donde lo externo o real y la acción sígnica son inseparables, pues es “la Realidad la que de alguna forma consigue determinar el signo para su Representación” (CP 4.536, 1906). El acto de “determinar el signo para su representación” es precisamente lo que encuentro como tema central en el ensayo “Silenzio Stampa: los miles de muertos uruguayos de más que estamos ignorando” publicado en el número anterior de eXtramuros. Quiero usar mi breve reflexión sobre su planteo como preámbulo al comentario de un episodio en apariencia ínfimo pero revelador de algo que ocurre hace años en un ámbito donde supuestamente se debería hacer un sostenido esfuerzo metódico y riguroso para conocer la realidad, me refiero a las ciencias sociales. Sostengo que habría una posición dominante en este campo científico que lo convierte en un activo y poderoso agente responsable por debilitar y desnaturalizar la realidad, lo que existe e insiste hasta volverlo exangüe, fantasmático y subordinado al todopoderoso “discurso”. El caso que discute Mazzucchelli en ese reciente ensayo de eXtramuros es el inaudito contraste entre lo real pandémico según fuentes oficiales, como el Ministerio de Salud Pública, y el machacante relato que urden unánimes e inmutables Ciencia Oficialista, Medios Macizos de Comunicación y el Partido de la Vacuna. Esta agrupación política plural y briosa aúna todas las banderas y banderines ideológicos bajo un inmenso estandarte en el que brilla una gigantesca hipodérmica covidiana. 

Luego de leer las cifras y abundantes gráficas con “los datos de mortalidad para el año anterior, 2021” liberados en 2022, encuentro un adjetivo que resume el trabajo de la prensa en todos los medios, los que se encargaron de informarnos un día sí y otro también que la “situación sanitaria” de 2020 era desesperante”. Pero eso ocurrió sólo hasta la llegada mesiánico-mágica de la vacunación contra la Covid-19. A partir de ese momento, cabe hablar de la incidencia de la “construcción social de la pandemia”, si entendemos esa noción como la instauración narrativa de una creencia que le da la espalda a lo que es, para imponer una visión de lo que deberíamos creer que ocurre en ese ámbito sanitario y político. Hay una pregunta recurrente en ese texto, a saber, ¿qué es lo que motiva el estruendoso silencio mediático sobre “el corriente año (que es) el más letal en la historia del país”? Tras soportar el abrumador ruido y la furia de dos larguísimos años de muerte anunciada y amplificada a diario, quién podría dudar que el motivo oficial sería el celoso y samaritano cuidado del ciudadano. Sólo ese  inobjetable y virtuoso fin podría justificar el planificado derrumbe minucioso y en apariencia suicida de la economía, de la educación, de la salud mental y de mucho más de los pilares que sostienen el mundo de la vida. Pero los datos aportados no permiten sostener esa construcción, porque “Ahora, un aumento proyectado de al menos 23% en la muerte de uruguayos en un solo año parece no ser motivo de alarma para nadie” (énfasis en el original). Sería difícil encontrar una más clara instancia de la Nueva Normalidad decretada el 17 de abril de 2020 por el gobierno. Me permito definir el alcance de esa publicitada frase sanitario-política aquí: No tomarás en cuenta en absoluto el empuje de lo real. Abrazarás sin resistencia y con resignada esperanza todo relato que descienda de las alturas científico-políticas globales que amables y desinteresados los medios macizos y los fabricantes de antídotos farmacéuticos experimentales impongan

Como una mancha de humedad que conseguimos erradicar de un rincón de una habitación, seguramente reaparezca en otro lugar, imparable, así funciona la realidad. Según una corriente importante del estudio de la sociedad, la llamada Construcción Social de la Realidad, este elemento no funcionaría como un saludable límite a la interpretación, según lo describió Peirce: “La idea de otro, de no, se convierte en el eje mismo del pensamiento.” (CP 1.325). El lógico se refiere a la categoría de la experiencia que llamó ‘Segundidad’, y que corresponde a todo lo que existe, y que es como es más allá del pensamiento de cualquier individuo: “En la idea de realidad, la Segundidad es predominante; pues lo real es aquello que insiste en forzar su camino hacia el reconocimiento como algo otro que la creación de la mente” (CP 1.325) Ya puedo ir al relato de un encuentro que carece por completo del dramatismo del ensayo sobre el exceso de muerte en Uruguay que tan ruidosamente callan los medios macizos de (in)comunicación. Pero lo allí ocurrido nos permite observar muy de cerca una tendencia ubicua y poderosa, así en la ciencia como en la vida cotidiana, que concibe la actividad de los signos como un fenómeno divorciado, por completo ajeno a lo real, y definitivamente superior a la realidad.

– El construccionismo como necio negacionismo de lo real

“A pesar de todo su poder para liberar, esas mismas palabras, ‘construcción social’, pueden funcionar como células cancerígenas.” (Hacking, 1999, p. 3)

“Tal como decimos que un cuerpo está en movimiento, y no que el movimiento está en un cuerpo, debemos decir que estamos en el pensamiento, y no que los pensamientos están en nosotros.” (Peirce, CP 5.289, n 4)

La segunda parte de esta reflexión sobre el motivo por el cual escribimos lo que escribimos en eXtramuros, para un lector más o menos conocido y tan virtual como real se refiere a algo menos tremendo que la visita excesiva de la muerte, desmesurada y ninguneada por la información oficial tras la vacunación que se nos dijo era tan salvífica como la llegada del Mesías. Pero antes de recrear ese episodio, voy a traer a mi ensayo una reflexión esclarecedora sobre el funcionamiento de la escuela teórica llamada ‘construcción social de la realidad’ (CSR de aquí en adelante).  Primero es necesario hacer una descripción somera del pensamiento semiótico peirceano que describí en otro lugar (Andacht, 2017) como el “realismo arcoíris de Peirce (para) expresar la fluida y mezclada composición de lo externo e interno.” Cabe explicar ahora por qué utilicé ese término visual y meteorológico para describir la incidencia de la realidad en la teoría de los signos triádicos del lógico Peirce: 

Pero se deduce de nuestra propia existencia (…) que todo lo que está presente ante nosotros es una manifestación fenoménica de nosotros mismos. Eso no le impide ser un fenómeno de algo exterior a nosotros, tal como un arcoíris es a la vez una manifestación tanto del sol como de la lluvia. (CP 5.283, 1868)

Propuse en aquel texto considerar el aporte analítico de la semiótica peirceana “como una alternativa semiótica al construccionismo social.” La concepción de una continuidad lógica entre el mundo exterior al que remiten los signos y estos corresponde al principio llamado ‘sinequismo’. Este se opone al dualismo, al pensamiento que anima la posición teórica que califica de “discurso” todo lo que pensamos y decimos sobre el mundo, y que no admite que haya algo más allá del discurso, y si lo hay no merece respeto científico alguno. Eso empuja lo real hacia una condición anémica extrema, pues la primacía del ‘discurso’ lo convierte en un pálido e inerte eco de éste. 

En nítido contraste, la metáfora del arcoíris que propone Peirce para describir su realismo semiótico postula una composición compleja de la acción de los signos: toda experiencia está siempre influenciada por nuestra humana constitución (ej. la ubicación frontal de la visión binocular), pero ese hecho anatómico y fisiológico no hace que lo efectivamente experimentamos e interpretamos no provenga y efectivamente se relacione con el exterior. Esa subjetividad hace que toda mirada genere una visión acentuada, digamos, porque no es posible tener un grado cero del acento perceptual humano. No obstante, la condición  humana no equivale a la aniquilación de lo real externo, y a su consiguiente sustitución por nuestros signos. Peirce sólo explica en estos términos el falibilismo, es decir, la inevitable carga de error que acompaña toda interpretación del mundo, así en la ciencia como en la vida cotidiana. Propuse antes (Andacht, 2017) “imaginar una cinta de Möbius para la explicación del conocimiento de Peirce: no hay una nítida división del afuera y del adentro, sólo el proceso fluido de signos que generan más signos de sí mismos a ambos lados.” Ransdell (2005) propone la noción de la “percepción directa a la vez que mediada, en el sentido de ser representativa,” ya que no puede prescindir de la acción de los signos. Peirce critica el pensamiento dualista que, sostengo, está en la base de la radical segregación que postula la CSR entre los signos y la realidad que ellos representan. Para ello, el lógico explica que es errónea la imagen de la mente como si fuera un contenedor donde guardamos cosas: 

(El realista) no separará la existencia fuera de la mente y el ser en la mente como dos modos completamente dispares entre sí. Cuando una cosa está en tal relación con la mente individual que la mente la conoce, está en la mente; y su estar así en la mente no disminuirá en absoluto su existencia externa. Pues (el realista) no concibe la mente como un receptáculo, en el que si algo está adentro, deja de estar afuera. (CP 8.16)

Otro texto de Peirce donde explicita su visión sinequista, la que propone una continuidad lógica entre el signo y su objeto, es esta formulación de lo que produce la percepción del mundo externo como un elemento siempre cargado de interpretabilidad, de potencial generalidad, sin la cual no sería comprensible para nosotros: 

Esa conclusión a la cual me veo conducido, no importa cuánto luche contra ella, la expreso diciendo que el tintero es una cosa real. Por supuesto, por ser real y externa, no cesa en lo más mínimo de ser un producto puramente psíquico, un percepto generalizado, como todo de lo cual puedo tener alguna clase de conocimiento. (CP 8.144)

Uno de los asuntos que fueron objeto de un polémico intercambio en el episodio que comentaré a continuación tiene que ver con la inexistencia de un título universitario que se atribuyó un político uruguayo que ocupaba el cargo de vicepresidente de la república, en 2016.  En términos semióticos, esa situación involucra los signos indiciales, es decir, algo material concreto,  pues ese diploma, tanto como la institución académica que lo habría expedido, son instancias de la “ciega insistencia, por la cual la naturaleza empuja su camino dentro de un lugar en el mundo” (Peirce). No es en absoluto relevante que ese elemento sea algo artificial, como lo es un trozo de papel que deja constancia de que se cumplió con todas las exigencias para que se le reconozca oficial y legalmente a su portador cierto nivel de conocimiento en una institución educativa. También son signos indiciales los restos mortales de personas secuestradas y asesinadas por la dictadura que busca un antropólogo forense en Uruguay hace ya algunos años. En ambos ejemplos, se trata de algo externo, tangible. El discurso funciona como la necesaria e inevitable interpretación de esa materialidad que llega del exterior. Por supuesto, para algunos, lo primero bien puede ser entendido como algo nimio, trivial, cuya existencia no afectaría en nada el desempeño de ese político.  Para muchos, lo otro es esencial como parte del proceso de recuperar la memoria avasallada por un plan de ocultamiento sistemático de evidencia delatora de la violación de derechos humanos, una voluntad no muy diferente de la estrategia nazi que se designó “Noche y Niebla”, el ocultamiento de los campos de concentración, al final de la Segunda Guerra Mundial. 

En un libro que lleva el curioso título de ¿La construcción social de qué? (The Social Construction of What?), Hacking (1999) presenta con ecuanimidad virtudes y defectos de la triunfante teoría de las ciencias sociales y de la filosofía de la ciencia conocida como Construcción Social de la Realidad (CSR). El autor comienza por resumir su notoria influencia como marco teórico: “La frase (construcción social) se ha vuelto un código. Si Ud. la usa favorablemente, Ud. se considera a sí mismo más bien radical. Si ataca la frase, Ud. declara que es racional, razonable y respetable” (p. vii). Esto es una clara indicación de que habría una conflicto académico en el que existe una fuerte disputa en torno a la legitimidad o validez de la CSR. Algo muy a favor de la CSR, afirma Hacking, es que “esa idea ha sido maravillosamente liberadora. Nos recuerda, por ejemplo, que la maternidad y sus significados no son fijos  e inevitables, la consecuencia de parir y criar a un niño. Ellos son el producto de acontecimientos históricos, de fuerzas sociales, y de la ideología” (p.2). 

Esta corriente de pensamiento se originó en la sociología del conocimiento, en un abordaje que “Karl Mannheim (1925/1952, 140) denominó ‘el giro mental del desenmascaramiento’, y que no busca refutar las ideas sino socavarlas (undermine them) mediante la exposición de la función que ellas sirven” (Hacking 1999, p. 20). De esa tesitura, proviene su fuerza prometeica y liberadora de diversos yugos impuestos por la historia, en actos de sometimiento arbitrario y autoritario. No habría por ende un solo modo de ser X – si seguimos a Hacking (1999), reemplazamos esa variable por un muy amplio rango de roles o condiciones: madre, profesor, político, refugiado, mujer, hombre, entre otros. En cada una de estas formas de vida, veríamos asomar la siniestra figura de la tiránica ideología, cuya misión sería imponerle un corsé asfixiante al infinito posibilismo humano, en todo ámbito de la sociedad. Con Erving Goffman, podríamos responder que la naturaleza humana no es algo humano. La posición del sociólogo es muy diferente de la visión crítica y emancipadora típica del construccionismo social.  Para Goffman (1967), el hecho de aceptar nuestra inevitable construcción social como miembros de diversos colectivos no implica necesariamente someternos a un injusto y opresivo régimen: “La naturaleza humana universal no es una cosa muy humana.” (p. 45). El enfoque del  investigador de lo “infinitamente pequeño”, como describió a Goffman el sociólogo Pierre Bourdieu en un elogioso texto motivado por su muerte, en 1982, se basa en los rituales cuya obediencia permite que todos funcionemos en un “orden de la interacción”. 

Pero no todo conduce a la libertad en el sendero construccionista, observa Hacking (p. 2): “Las tesis de construcción social son liberadoras principalmente para aquellos que ya están en el camino de ser liberados – madres cuya conciencia ha sido elevada por ejemplo.” Se percibe ironía en ese comentario del investigador: no todo lo que reluce construido supone una áurea liberación. Luego él hace la pregunta fundamental: ¿Para qué sirve o qué sentido tiene la CSR? (p. 4) Lo que busca buena parte de lo publicado con ese enfoque, responde Hacking, es “elevar la conciencia” (raise consciousness), intentar que alguien adquiera conciencia sobre algo,  que se sensibilice sobre alguna injusticia u opresión social. Esas investigaciones, por ende, buscan cambiar, modificar el modo en que entendemos ciertas relaciones, por ejemplo entre las madres de alquiler y los padres que las contratan. Hacking hace una extensa lista de asuntos que serían vividos como inevitables o naturales (como el envejecer o ser mujer inmigrante en Europa), pero que no serían otra cosa que arbitrarias imposiciones naturalizadas. El modo operativo de la CSR funciona según esta fórmula, escribe el autor:

X podría no haber existido, o no sería necesario en absoluto que sea como es. X, o X tal como es en el presente, no está determinada por la naturaleza de las cosas; no es inevitable. (p. 6)

Esta posición tiende a radicalizarse, agrega Hacking (id.) cuando “insiste en que a) X es algo muy malo tal como es; b) estaríamos mucho mejor si X fuese eliminada, o al menos radicalmente cambiada”. 

– Érase una vez un mundo en el que no había más que ‘discurso’….

Y ahora, voy a alejarme de la balanceada discusión de la CSR del filósofo canadiense Ian Hacking (1999), para invitarlos a observar de cerca un episodio académico muy reciente que nunca llegará a ubicarse en las páginas de algún tratado de filosofía de la ciencia, pero que me tuvo como un entusiasmado observador-participante. El ámbito es universitario y local; la ocasión fue un evento organizado para presentar las investigaciones en comunicación e información de una institución universitaria y pública uruguaya. En una de las varias mesas que me tocó coordinar, hubo un par

de trabajos que abordaron la representación mediática de lo real, no sólo en Uruguay. Quienes organizamos ese Grupo de Trabajo – hubo un total de 15 a lo largo del evento – tuvimos la fortuna de contar con investigadores de Argentina, Brasil y España. Lo que ahora narro es un ejemplo revelador, a mi entender, del insatisfactorio funcionamiento de la teoría de la ‘construcción social’ (= CSR), si la juzgamos por su capacidad para ayudarnos a comprender lo real, el ámbito que nos involucra por el solo hecho de vivir en un lugar y tiempo dados. Dos fueron las ocasiones que suscitaron un vigoroso intercambio sobre realidad, verdad y su análisis desde esa corriente teórica de las ciencias sociales. No sé si la discusión tuvo los méritos suficientes para ser calificada como un debate intelectual, por la escasez de tiempo, entre otras cosas, pero sirvió para dejar en claro lo que está en juego a la hora de adoptar una postura firme o esclarecedora en el pantanoso terreno construccionista. 

En esa sesión, hubo una presentación que se ocupó de analizar el escándalo periodístico que se gestó en la prensa local en torno a la (in)existencia del título de Licenciado en Genética Humana de Raúl Sendic, quien entonces ocupaba la vicepresidencia del Uruguay, en febrero de 2016. Tras esa exposición – un estudio detallado sobre el modo en que se concretó la primer etapa de ese episodio mediático y político, que culminó con la revelación y amplia difusión de la falsa atribución académica de ese político, llegó el momento de preguntas y comentarios. Lo que supuse era una intervención casi formal, para comentar el resultado del pormenorizado análisis presentado, en mi calidad de coordinador, resultó ser la chispa que detonó una fuerte y negativa reacción de un grupo de investigadores argentinos allí presentes. Reconstruyo a continuación lo esencial de ese intercambio de intensidad creciente.

Mi observación consistió en afirmar que el estudio del escándalo demostraba cómo para la expectativa local, esa titulación – que no era ni exigida ni vinculada en modo alguno al desempeño político de Sendic – constituía una falta grave a causa de nuestros valores mesocráticos. La educación universitaria, en este caso, no era sólo un dato más en la biografía de ese personaje, sino un mérito o logro muy apreciado por los numerosos descendientes del batllismo ambiental (Andacht, 1992). No me refiero a los actuales votantes, ni siquiera a los ex votantes del Partido Colorado, sino a todos o a la mayoría de los habitantes del universo imaginado y transformado en un prematuro y débil Estado de Bienestar (Real de Azúa, 1964) que fue Uruguay en la primer mitad del siglo 20. Me referí entonces al choque y a la inaceptable convivencia de algo duro como una piedra – la flagrante falsedad de la afirmación de poseer ese título – con algo más tenue pero de efectos sociales considerables como lo es el mito del uruguayo culto y educado (Perelli y Rial, 1986), que ocupa un elevado lugar jerárquico, en el imaginario social efectivo, al decir de C. Castoriadis (1975). 

Del grupo de investigadores argentinos presentes en esa sesión del congreso surgió entonces con fuerza una voz crítica de mis observaciones. Con tono de incredulidad, una investigadora  afirmó que no era correcto lo que yo había señalado. Aseguró ella que se trataba sólo de “un discurso”. Así comenzó un animado intercambio, en el que insistí hasta el fin en que mi interlocutora me explicara en qué consistía ese “discurso”, y sobre todo cómo se diferenciaba éste, o dado su fuerte énfasis, cómo se oponía el discurso a lo real. Pero no conseguí que ella lo explicara, salvo por la repetición cada vez más asombrada de que yo no compartiese algo para ella tan evidente. Quise colaborar con mi oponente, y para ello acudí a la semiótica, a los signos indiciales, concretamente. Y le pregunté por qué en Uruguay se gastaba dinero público en traer a un antropólogo forense de su país, para que emprendiese la búsqueda de restos de desaparecidos durante la dictadura uruguaya. Eso era a todas luces un intento de buscar y encontrar no un discurso, sino las sólidas huellas materiales, la evidencia que revelase más allá de toda duda, análisis de ADN mediante, la identidad de los restos mortales descubiertos en la especializada excavación. Esa fue mi manera de afirmar que no todo es discurso. 

Naturalmente, coincidí con ella en que el hecho de no encontrar en ese lugar los cuerpos buscados, en modo alguno significaba que los mismos no existían, que no formaban parte de las personas desaparecidas por las fuerzas dictatoriales de mi país. Sólo significaba que no estaban en ese terreno concreto, sino que podrían estar en otro aún desconocido. Hablé un poco más sobre la clase de signos que Peirce llama “indiciales”, por ser los únicos que mantienen una relación existencial con el objeto que representan. Un ejemplo obvio es el esqueleto encontrado y quien en vida fue la persona secuestrada y asesinada por ese régimen. Toda actividad médico forense se basa en la revelación que brindan tales indicios, así como lo hace el estudio clínico de los síntomas. Sólo conseguí un sibilino comentario: era claro que ella y yo leíamos la teoría del semiótico Peirce de modo diferente. Su aporte no constituye un argumento, ya que debería haber aportado otra definición de signo indicial, una diferente o incluso opuesta a la mía, para así extirpar de esa discusión la noción de Segundidad que cité arriba. Según Peirce, cuando esa categoría fenomenológica predomina en la experiencia, nos encontramos ante “aquello que insiste en forzar su camino hacia el reconocimiento como algo otro que la creación de la mente” (CP 1.325). 

El “discurso” que mi interlocutora y colega argentina defendía con inalterada tenacidad, sin duda, es una “creación de la mente” – en el caso que mencioné, se refiere a aquello que diferentes ciudadanos uruguayos entienden u opinan sobre esa búsqueda de desaparecidos en el periodo 1973-1985. Pero eso no es lo único, ni tampoco lo más importante en el proceso de la acción de los signos. De igual relevancia a esas manifestaciones verbales es esa materialidad de dureza mineral con la que se topa la excavadora o la pala, cuando encuentra lo que está buscando, en los alrededores de un cuartel del ejército. Tampoco sería una “creación de la mente” el hallazgo del diploma de Licenciado en Genética Humana del entonces vicepresidente R. Sendic, algo que nunca ocurrió. Si no fuera por ese elemento que “insiste en forzar su camino” hacia quien investiga, caeríamos en el nihilismo epistemológico como el efecto de un paralizante relativismo: cualquier afirmación sobre la realidad daría igual. Sería lo mismo decir que hay o que no hay desaparecidos, que esos restos son o no son de quien en vida fuera un opositor de la dictadura. O asegurar que sí, que ese político que debió renunciar a su cargo tenía efectivamente el título que dijo poseer tendría el mismo valor cognitivo que decir lo contrario, que él carecía de dicho título de la Universidad de La Habana. Esa situación es insostenible no apenas del punto de vista teórico, sino para nuestra necesaria adaptación a la realidad. 

La segunda discusión ocurrió durante la misma sesión de ese Grupo de Trabajo y también fue reveladora de la posición que creo justo describir como construccionista social y como tal por completo opuesta al realismo semiótico. Para el modelo desarrollado por Peirce, el límite último para toda acción sígnica, para nuestra siempre falible e interminable interpretación de lo real, lo constituye algo que es como es más allá de lo que cualquier persona, o una multitud de personas puedan llegar a pensar y/o creer que es.  

En otra presentación, una investigadora brasileña expuso su investigación de una peculiar clase de consumo cultural; ella presentó “un análisis del activismo político como forma de consumo” con ejemplos de Brasil y de Argentina.  Entre las muchas diapositivas con material visual que ella exhibió para ilustrar su charla, hubo una en particular que suscitó la fuerte crítica de otro miembro del grupo argentino presente en esa sesión. La diapositiva en cuestión mostraba en su porción izquierda varias fotografías en colores de una marcha femenina del movimiento anti-aborto, en Argentina. Veíamos a mujeres con  carteles alusivos a su militancia, que llevaban sobre sus cabezas pañuelos celestes. Arriba a la derecha de la misma diapositiva, había una solitaria foto en blanco y negro, donde se veía al grupo de Madres de Plaza de Mayo. Todas ellas llevaban sobre su cabeza el pañuelo blanco con el que toda crónica de esa porción de la historia argentina del siglo 20 las representa. La viva objeción que  expresó el colega argentino fue que no se podía de ninguna manera comparar y menos aún plantear como equivalente la indumentaria de las mujeres del actual movimiento anti-abortista con el aspecto que tenían aquellas valientes mujeres, que desafiaron a la feroz dictadura argentina. Intervine nuevamente, y lo hice de nuevo apoyado en la teoría realista de los signos que fundó y elaboró C. S. Peirce durante casi medio siglo.  

Destaqué un hecho, algo que es parte de lo real nuevamente, y que como tal considero imposible ignorar. Tanto el pañuelo celeste que ostentaban las mujeres de ese movimiento del siglo 21 en Argentina, como la iniciativa de un grupo de madres cuyos hijos habían desaparecido se valía de un signo que forma parte del ritual de la Iglesia Católica. Basta con pensar en cómo toda mujer que ingresaba a una iglesia hasta hace no mucho tiempo, debía cubrir su cabeza con un pañuelo o con una prenda similar, como un signo de modestia y de respeto por ese espacio sagrado para esa religión. Constatar ese hecho no significa en absoluto, por supuesto, sostener que aquellas mujeres que circulaban en la Plaza de Mayo usaban el pañuelo blanco como un modo de adhesión a la fe católica. Pero el signo viene provisto de cierta innegable interpretabilidad histórica, más allá de cuál sea la voluntad de quien lo utiliza en determinado contexto. Desconozco los detalles de la historia de ese movimiento pacífico, pero una primer posible interpretación de ese hecho duro como la piedra – hablo del  sentido histórico y ritual del pañuelo colocado sobre la cabeza femenina – es que las madres que se habían convocado en ese lugar de la ciudad estaban allí en son de paz, en una actitud de reivindicación no violenta, sino testimonial de su real angustia como madres de hijos cuyo destino desconocían, aún si lo temieran. Y el hecho de lucir el pañuelo blanco sobre sus cabezas reforzaba el significado solemne y ritual de su obstinada y valerosa presencia pública: la confianza en que su militancia testimonial podría modificar el silencio criminal de los déspotas responsables del terrorismo de Estado.  

Creí que había hecho una intervención difícil de negar, a saber, sólo había explicitado el valor ritual y eclesiástico de ese elemento vestimentario y femenino, más allá de la intención de quienes decidieron usarlo en aquel momento. Era ese elemento y nada más, ese signo externo y material el que compartían las formas de activismo político argentino, las mujeres que se manifestaban contra el aborto en este tiempo, y las Madres de Plaza de mayo con su reivindicación ante el gobierno autoritario, en el siglo pasado. Intervino de nuevo la investigadora que había negado con vigor el estatuto real de aquello que generó el escándalo mediático en torno al entonces vicepresidente R. Sendic, y que, según ella, era nada más que un “discurso”. 

Esta vez su palabra fue menos teórica y más empírica, pero no por eso más realista: “¡Le tendrías que haber preguntado a Hebe de Bonafini!”, me dijo con actitud burlona. Su postura era la típica de alguien que acababa de hacer un movimiento similar al que concluye triunfante una partida de ajedrez. A su jaque mate dialógico, le respondí sin dudarlo un instante así: Nunca le preguntaría a ella, aún si estuviera viva (la activista argentina, cofundadora de las Madres de Plaza de Mayo, había muerto pocos días antes). Agregué que las ciencias sociales justifican su razón de ser precisamente por no tener que consultar al actor social involucrado en el estudio que llevan a cabo, como si esa consulta fuera el modo definitivo e inobjetable de verificar la corrección de un análisis, por ejemplo, del activismo político de las Madres de Plaza de Mayo. Eso no significa que su testimonio no tenga un valor excepcional, si se tratase de cierto tipo de estudio, por ejemplo, de corte etnográfico. Pero si de los signos que ellas efectivamente usaron se trata, nunca pensaría en  la necesidad de corroborar la validez de un análisis de esa forma de militancia mediante la consulta a las protagonistas de ese episodio de protesta pacífica contra la feroz dictadura. 

Lo que existe insiste: contra el impulso a creer sólo en lo que le agrada a la razón

¿Para qué traer ese episodio tan menor, que, como ya dije, no ingresará a las páginas de ningún manual de ciencia social, y mucho menos a las de un texto que proponga un abordaje teórico de la comunicación? A pesar de su liviandad como material para un serio debate sobre las virtudes analíticas del construccionismo social en contraste con el realismo semiótico de Peirce, esta anécdota nos permite observar en detalle la posición que considero hoy hegemónica en buena parte de lo que hacen las ciencias sociales en este continente. Lo digo luego de haber asistido a un multitudinario congreso de investigadores latinoamericanos en 2022. Casi no percibo diferencia entre los estudios construccionistas y las denuncias hechas desde la sociedad (ej. por las ONGs)  de diversas formas de opresión a la mujer, de la incidencia de prejuicios contra las minorías sexuales, en fin, de la larga y creciente lista de identidades fijas y victimizadas que conformarían el núcleo de lo que se considera relevante estudiar en la sociedad hoy. Por supuesto, no argumento aquí que esas dos intervenciones son suficientes para evaluar la validez científica de la escuela teórica a la que Hacking (1999) le dedicó su libro. Elegí este ejemplo real y reciente, porque percibo en él, quizás en forma extrema, una característica recurrente en el campo de las ciencias sociales. En otro lugar (Andacht 2005), escribí sobre este fenómeno y lo llamé “el síndrome de Prometeo”: la voluntad política y no científica de reconocidos investigadores del campo de la comunicación que utilizaban el construccionismo social en sus publicaciones con el fin de emancipar al consumidor de los medios. En eso se asemejarían al acto del titán mitológico que heroicamente robó el fuego para beneficio de la humanidad. Ese gesto ideológico comprometía seriamente, a mi juicio, la validez de su abordaje metodológico: en lugar de explicar con rigor el funcionamiento mediático, se dedicaban a exponer y a denunciar su construcción del mundo de la vida, y lo dañina que ésta era para toda la sociedad. 

Como epílogo, un poco melancólico pero auténtico, de la breve discusión que traje a este ensayo, y a fuer de honestidad intelectual, debo decir que ya fuera del intercambio, pero de forma claramente audible, la investigadora argentina afirmó que en el caso del ex vicepresidente Raúl Sendic, ella hubiera mentido. Supongo que ella se refería al consejo que como especialista en comunicación, y cómo negarlo, como militante política, ella le hubiera dado a ese político. Esa coda de la discusión académica pone de manifiesto el peligroso vaivén entre una forma de pensamiento que cabe designar como idealista – sólo habría ideas (“discurso”) y nada más que ideas – y una postura claramente reñida con la ética, para la cual todo vale, todo estaría justificado, si se trata de preservar el poder político de la ideología a la que se adhiere. En este deslizamiento, ocurre un ominoso salto del relativismo o nihilismo epistémico – ignorar lo que la prensa nos presentó como dura evidencia de una mentira de un encumbrado político uruguayo – a una actitud cínica de completo desprecio por la verdad. En la ponencia presentada allí sobre ese escándalo, se mencionó la conversación telefónica en la que Sendic le dijo a la periodista que lo entrevistó y grabó, que él no tenía el título que, en muchas ocasiones anteriores a ese incidente, e incluso de modo contradictorio después de esa conversación, él continuó afirmando que sí poseía. 

No percibo una gran distancia o diferencia significativa entre ignorar desde los Medios Macizos de (In)comunicación el exceso anómalo de muertes consignado en Silenzio Stampa…, un hecho que clama por una explicación de las autoridades sanitarias, científicas y políticas, por un lado, y la tesitura académica que determina según su conveniencia ideológica qué es lo real en base al discurso preferido. Para poder hacerlo impunemente, es necesario que no exista una realidad con y contra la cual contrastar nuestros signos. Si eso fuera cierto, la travesía de la semiosis o acción sígnica no tendría límite alguno, y por ese motivo perdería toda utilidad para la supervivencia humana. Al método que utilizó la investigadora argentina Peirce lo denomina “a priori”. Él afirma que éste no es muy diferente al que él llamó “método de autoridad”, pues hace de “la investigación algo semejante al desarrollo del gusto; pero el gusto, desafortunadamente, es siempre más o menos un asunto de la moda” (CP 5. 383). Justamente, por ese motivo difiere de modo fundamental del método científico. Quien practica el método a priori, como lo hizo mi colega argentina, adoptará aquellas conclusiones que le parezcan “agradables a la razón” (CP 5.383), es decir, que encuentre convenientes según su ideología. Al hacerlo ella no adoptó el “método según el cual nuestras creencia (son) determinadas por algo no humano, sino por alguna permanencia externa – por algo sobre lo cual nuestro pensamiento no tiene efecto alguno” (CP 5. 384). Sólo ese modo de conocer la realidad merece el nombre de  método científico, según Peirce. 

¿Hay o no hay un exceso de muertes luego de que comenzó la campaña de vacunación en Uruguay? Si lo hay, como todos los datos disponibles lo indican tenazmente, debería surgir una explicación científica, porque ese hecho sanitario no es un mero o simple “discurso”, como proponía sin inmutarse la investigadora argentina en el congreso. Su actitud me recuerda un relato mítico sobre cómo el mundo plano estaba sostenido sobre la caparazón de una mágica tortuga. La pregunta obvia era saber qué había debajo de ese quelonio. La respuesta era: “¡Son todas tortugas hasta el final!” 

En torno a las urgentes dudas que nos suscita la política sanitaria y sus nunca debatidos pilares a casi tres años de que aquella fuera implementada, no alcanza ni satisface en absoluto la respuesta de que se trata del discurso de los cuidados del gobierno/de la OMS/ del GACH/del relato abrumador y terrorífico de los medios masivos. No son todos discursos; los signos no flotan leves en un limbo sin amarras existenciales. Si así fuera, no habría nada en el mundo que sirviese para saber qué signos nos ponen en camino, largo y falible pero esencial, hacia la verdad, y cuáles son falaces, engañosos, un ejercicio disimulado del tenebroso mandato fascista silenzio stampa. Los discursos que construimos para entender el mundo y entendernos en él son inevitables y necesarios, claro, pero sin la “permanencia externa”, sin ese elemento “no humano” en el proceso interpretativo mediado por los signos, las creaciones de la mente serían una barrera insalvable entre nosotros y la realidad. Por eso, en eXtramuros no nos queda otro camino que seguir escribiendo para defender la realidad pluma por pluma. 


Referencias

Andacht, F. (2017). Una travesía metafórica hacia el realismo semiótico de C. S. Peirce. En: Neyla Pardo Abril (ed.) Materialidades, discursividades y culturas. Los retos de la semiótica Latinoamericana. (pp. 74-89). Bogotá: Instituto Caro y Cuervo

Andacht, F. (2005). A síndrome de prometeu: um obstáculo no desenvolvimento do campo da comunicação.  Intexto, 2 (13): 1-15

Andacht, F. (1992). Signos reales del Uruguay imaginario. Montevideo: Trilce

Castoriadis, C. (1975).  L’institution imaginaire de la société. Paris: Seuil Goffman, E. Interaction Ritual Chicago: Aldine Hacking, I. (1999). The social construction of what? Cambridge, MA.: Harvard University Press

Peirce, C. S. (1931-1958). The Collected papers of Charles Sanders Peirce. C. Hartshorne; P. Weiss, and A. Burks (Eds.) Cambridge, MA: Harvard University Press. Las citas a esta obra se hacen del modo convencional: x.xxx remite al Volumen y Párrafo de esa edición de la obra peirceana. 

Perelli, C. y Rial, J. (1986). De mitos y memorias políticas. La represión, el miedo y después…  Montevideo: Ediciones de la Banda Oriental.

Ransdell (2005). The Epistemic Function of Iconicity in Perception. Version 2.0. Arisbe. The Peirce Gateway. https://arisbe.sitehost.iu.edu/menu/library/aboutcsp/ransdell/ EPISTEMIC.htm

Real de Azúa, C. (1964). El impulso y su freno: tres décadas de Batllismo y las raíces de la crisis uruguaya. Montevideo: Ediciones de la Banda Oriental.