La censura no existe, mi amor, oh, oh, oh, oh, oh, oh.
La censura no existe, mi amor, oh, oh, ah, ah.
La censura no existe, mi amor, oh, oh.
La censura no existe mi amor.
La censura no existe, mi…
La censura no existe…
La censura no…
La censura…
La…
(Juan Carlos Baglietto, La censura no existe, 1982)
PORTADA
Por Gonzalo Curbelo Dematteis
La carta abierta publicada en Harper’s y firmada por más de 150 intelectuales y artistas de real importancia y vigencia constituyó un auténtico estruendo cultural, ya que se trataba no sólo de una condena explícita a la revuelta cultural de tintes censores que se ha dado en llamar entre sus detractores cancel culture (y entre sus cultores de-platforming), sino que además se hizo en medio del auge de esta tendencia, y desde un campo ideológico variado, pero más bien inclinado hacia la izquierda. Por lo tanto fue recibido con sorpresa y apenas contenida ira por los sectores de la izquierda identitaria que se sintieron señalados por la carta, y con sorna e impaciencia confirmada por la derecha y el centro.
La costumbre de escrachar, interrumpir o sabotear charlas y discursos, efectuar boicots y presiones sobre las autoridades para “cancelar” eventos y espectáculos de intelectuales y artistas considerados “problemáticos” -una suerte de eufemismo de “indeseables”- no es un fenómeno exactamente nuevo, y se pueden rastrear ejemplos provenientes del progresismo (anteriormente era un recurso solamente utilizado por grupos reaccionarios o religiosos) en la primera ola del activismo entonces llamado “políticamente correcto” en los años 90. Pero luego de la decadencia del mismo -motivada por la emergencia de problemas un tanto más tangibles e inmediatos como la Guerra al Terror o la Crisis Financiera del 2008-, volvió a surgir con renovadas fuerzas durante los años de Obama, cuando se acrecentaron algunos aspectos antropófagos, delineándose protocolos como el del standpoint -al que algunos acusan de haber desestimulado las protestas de Occupy Wall Street-, que privilegiaba los discursos considerados más oprimidos desde el punto de vista interseccional por encima de los otros, y el extendido no platform, que promovía e intentar impedir de todas maneras que los discursos “problemáticos” tuvieran una “plataforma” desde la que ser escuchados, considerándose como tal cualquier escenario o recinto legitimado culturalmente, como las aulas universitarias.
El no platform se fue extendiendo, impulsado por los grupos de activismo identitario, por el no precisamente excluído o marginal ámbito de las costosas universidades anglosajonas, y aunque estas reacciones fueron aprovechadas por voceros y provocadores de la derecha como Milo Yannopoulos, Ben Shapiro o Ann Coulter -que se victimizaron a partir de sus rechazos y cancelaciones de conferencias universitarias, provocadas por ocasionalmente violentos militantes de izquierda que entraron como por un aro en la estratagema obvia-, también comenzaron a ser cancelados en estos ámbitos artistas, profesores y pensadores que estaban lejísimos de posiciones explícitamente de derecha o reaccionarias, llegando incluso hasta la legendaria activista y teórica australiana Germaine Greer, tal vez la voz más conocida del feminismo radical de los años 70, objeto de varios rechazos en las universidades británicas a causa de sus opiniones disidentes de la ortodoxia feminista actual.
Pero la tendencia se fue intensificando y saliendo de control luego de la asunción del odiado Donald Trump, cuando cualquier visión divergente de los rápidamente establecidos principios de la resistencia anti-trumpiana (principios todos marcados más por la nueva interseccionalidad que por cualquier concepto de clase, economía o marxismo, a pesar de ser acusados desde derecha como “marxismo cultural) comenzó a ser fustigada y perseguida por una extraña alianza entre militantes y magnates corporativos, con los primeros sirviéndole a los segundos como depuradores voluntarios de Recursos Humanos, y blanqueadores de imagen de las multinacionales y empresas preocupadas y con ganas de ofrecer una imagen woke, y las empresas agradeciendo los servicios con apoyos publicitarios y donaciones directas.
El ansia del escrache y la persecución fue subiendo en relación proporcional al repunte económico generado por Trump (o a pesar de Trump) y terminó estallando fuera de toda proporción durante las protestas raciales en plena pandemia, en las que en medio de brutales reducciones de puestos de trabajo y un pánico e instatisfacción generalizada, se hizo más fácil, y para algunos necesario, la búsqueda de cabezas de turco en las que descargar iras en nombre de una lucha que no abarcaba sólo al presente, sino que también promovía la revisión de todo el pasado de las personas, especialmente las públicas, y la condena pública -generalmente con la consecuencia luego de la expulsión laboral y/o social- a partir incluso de acciones cometidas décadas atrás, cuando eran totalmente aceptables o tenían distinta interpretación y significado explícito.
Es en este panorama de sumas pánicas y condenas casi diarias alimentadas por unos medios dependientes de la indignación, la sobrerreacción y el miedo, que llegó la carta de Harper’s y su preocupación y señalamiento de algo que solía descartarse como una fantasía paraonico-propagandista de la derecha o una mera sensación térmica, la tan mentada cultura de la cancelación, con la explicita intención de generar un debate que aún está en curso, pero del que podemos adelantar algunos de los efectos causados en algunos de los principales medios del epicentro de esta discusión.
La tolerancia, esa vieja tramposa
En 1961 Joseph Heller popularizó en su novela Catch 22 el concepto que le daba título (la “trampa 22” como suele traducírsele), que desde entonces es sinónimo de una proposición paradójica que, al desafiarla, le da la razón, haciéndola inexpugnable. En el libro de Heller, la “trampa” reglamentaria consistía en que los pilotos de aviones de guerra podían pedir ser exonerados de servicio alegando problemas psíquicos o locura, pero este mismo pedido implicaba el suficiente uso de razón como para que se le niegue la exoneración. La carta de Harper’s funcionó -tal vez involuntariamente- de la misma forma, ya que al proponerse como un llamado a la tolerancia y el intercambio de opiniones libres, afirmando que el clima de discusión intelectual estaba perdiendo estas cualidades, el salir a opinar en su contra de alguna forma, más allá de lo que se argumentara, terminaba confirmando su postulado esencial.
Uno de los resultados fue el “silencio ensordecedor” -para usar la ya insoportable expresión que acompaña cada mención a los medios o artistas que no han hecho menciones (favorables) a Black Lives Matter en los últimos meses- de medios emblemáticos del activismo interseccional y/o identitario, como las revistas de la web Salon o la otra cultural The AV Club. Pero la similar Slate, en cambio, decidió caerle con las dos piernas a través de una extensa nota de Tom Scocca, su editor de política, quién optó por comportarse como el conocido meme que muestra a dos hombres-araña señalándose y acusándose mutuamente, titulando su artículo como “La carta de Harper’s es lo que pasa cuando el discurso precede a la realidad”.
La nota de Scocca, conocido por ser autor de un libro que propone a Beijing como la capital modelo del futuro, se dedica básicamente a realizar algunos ataques ad hominem a algunos de los firmantes, y a especular con que toda la carta es simplemente un ataque contra la izquierda estadounidense, a la que se agregó a posteriori algunas referencias críticas al gobierno de Trump. También hace un largo, muy largo, análisis comparativo de lo sostenido por la carta y el contenido de algunos discursos de Trump y, por si no quedaba claro, ilustra la nota con una foto sonriente de Trump frente al Monte Rushmore.
La no menos progresista Vox, optó por el camino del ninguneo y el “¿carta, qué carta?” adoptado por Salon, pero el disenso tomó forma pública y de pelea personal cuando una de sus colaboradoras, la crítica trans Emily VanDerWerff, sintió como ofensa personal el que entre las firmas de esta carta que no contiene mención alguna a las personas trans -pero si el nombre de Rowling- estuviera la de uno de sus compañeros de Vox, Matt Yglesias, lo que llevó a VanDerWerff a publicar su propia carta pública afirmando que el que Yglesias estuviera en esa carta (en la que también está Rowling) le hacia casi imposible (pero no renunciaba) su trabajo en Vox.
En forma no del todo tranquilizadora, VanDerWerff decía en su carta pública que algunos fragmentos de la misma no los iba a dar a conocer por ser cuestiones exclusivas para sus editores -los superiores de Yglesias- y la interna del medio. La crítica cultural Mary McNamara de Los Angeles Times, otra de las reacciones tempranas a la carta, es de las que optó por la teoría del “hombre de paja”, o la cancelación de paja en este caso, afirmando en una nota que era “lo bastante mayor para desdeñar la cancel culture, aunque no por las razones que la carta da. Mi desdén viene de la creencia que [la cancel culture] no existe”.
Pero un par de párrafos después, lo inexistente se vuelve tal vez existente al afirmar McNamara que si los supuestos destinatarios de la carta tienen algún poder, este no es institucional sino “colectivo”, y luego concluir que lo que no pasa (el despido de los cancelados), en el caso de que pase, entonces será culpa de los jefes asustadizos. Entre la maraña de falacias argumentativas, McNamara se las arregla también para indirectamente acusar a los firmantes de racistas, tratarlos con el ahora despectivo boomers (pero es un chiste, no se pueden ofender), y relacionar comparativamente a las protestas de los intelectuales con las de un hombre blanco supremacista, a pesar de la evidente (y sin dudas deliberada) diversidad de género, etnia y edades de los firmantes.
Por de pronto quién impulsó esta carta propia de boomers supremacistas arios fue Thomas Chatterton Williams, un crítico y escritor afroamericano de 39 años. Pero eso son detalles irrelevantes cuando, como McNamara, escribís una respuesta titulada “La cancel culture no es el problema. La carta de Harper’s lo es”.
The Atlantic, un medio que durante mucho tiempo se consideró como ejemplar en cuanto a independencia partidaria e intelectual (aunque con una clara tendencia progresista) y en el cual otrora se publicaron algunos de los artículos iniciáticos sobre la intolerancia y debilidad ante la frustración de los universitarios estadounidenses actuales (algunos de ellos escritos por el notorio sociólogo y psicólogo crítico de la cultura woke Jonathan Haidt, uno de los firmantes de la carta), hizo más evidente su notoria inclinación actual hacia las políticas identitarias con una nota de Hannah Giorgis titulada “Una visión profundamente provinciana de la libre expresión”, en la que se apelaba a la falsa oposición de preguntar por qué la carta consideraba que este era un problema en un momento de aparente recrudecimiento de la transfobia y el racismo, y volvía a recurrir al argumento del “hombre de paja”, asegurando que todos los firmantes eran personajes cuya mera fama y éxito probaban la falsedad de sus quejas, y que simplemente demostraban su intolerancia a las críticas.
Pero en esta refutación, la escéptica Giorgis no pareció recordar un episodio vivido justamente en The Atlantic hace apenas un par de años, cuando las protestas de lectores y de parte del staff de la revista produjeron el despido -apenas quince días después de su contratación- del columnista Kevin Williamson, incorporado justamente para tener al menos una visión conservadora en la revista. El caso Williamson, muy debatido en las redes y motivo de varias controversias públicas, tuvo un particular sesgo irónico, porque se produjo luego de que en el 2016 se realizara una notoria movida pública intelectual para que The Atlantic aumentara la diversidad de sus colaboradores, lo que dio como resultado el ingreso al staff de un par de decenas de periodistas pertenecientes a varias minorías, pero esa misma redacción fue la que se opuso al ingreso de un representante de esa minoría.
El New York Times, posiblemente el diario más influyente de EEUU y del mundo y que pareció perder completamente los estribos o parámetros de responsabilidad mínima durante la crisis del Covid19 y las protestas raciales producidas por el homicidio de George Floyd, es otro de los medios que quedó con las ruedas para arriba en relación a la carta y optó por el silencio. Es decir, publicó la carta en sus noticias sin un gran destaque y dándole un espacio equivalente a las voces de dos o tres opositores a la misma, pero a pesar de venir de unas semanas de durísimos editoriales relacionados con la cultura identitaria -el elemento basal de la cancel culture-, no pareció tener nada que decir al respecto en su página editorial, incluso si apenas unos días antes había publicado una nota casi ejemplar de incitación al boicot, en la que se destacaba el “insólito” hecho de que el dueño de una cafetería que apoyaba a Blacks Live Matter y a organizaciones de ayuda a los inmigrantes, fuera al mismo tiempo votante de Trump, individualizándolo y exponiéndolo a un escrache tácitamente aceptado.
Tampoco motivó a “la vieja dama gris”, como se apoda al diario neoyorquino, a sentar posición ante la renuncia del escritor argentino Martín Caparrós, acusando éste abiertamente a sus editores de censura. Pero el NYT sí acusó el golpe de la renuncia el pasado 14 de una de sus editoras de opinión, Bari Weiss, que explicó sus razones con una violenta carta pública en la que exponía un ambiente en el que el temor y el fomento de la cancelación eran indistinguibles del peor acoso laboral.
Puesto en la mira de la discusión, el NYT publicó una columna de Ross Douthat en la que se preguntaba sobre la existencia o no de esta cancel culture, para concluir tímidamente que sí existía y que era algo más bien malo y que no se debería hacer.
También de forma renuente y tardía publicó una nota de Michael Powell informando sobre el caso del conocido lingüista Steven Pinker, cuyo caso fue sin dudas uno de los detonantes de la carta de Harper’s, luego de que un importante número de sus colegas publicara otra carta exigiendo que se le retirara un título honorario de la Linguistic Society of America (hacer despedir a alguien de la estatura y fama de Pinker es, como boicotear a JK Rowling, algo aún por fuera de las posibilidades de los promotores de estas medidas). La nota del NYT menciona al pasar la carta de Harper’s y si bien no toma posición explícita, expone las inverosímiles causas de este pedido de repulsa (un par de twitters discutiendo la narrativa de Black Lives Matter, y -literalmente- el uso de dos palabras en uno de sus libros), y deja hablar a uno de los exasperados firmantes de la carta en cuestión John McWhorter, profesor de Literatura y Lingüística de la Universidad de Columbia, quien concluía: “Estamos en este momento que es como un mic drop colectivo, y el civismo y el sentido común se han ido por la ventana. Alcanza con gritar ‘racismo’ o ‘sexismo’ y ya está”. Publicar esto es, para el tono frecuente en el 2020 en el New York Times, casi como un mea culpa.
Totalitarios a la espera
El escritor y periodista Jerry Singal, uno de los firmantes de la carta, señalaba en una columna para Reason que las reacciones contrarias al texto -que comenzaron tímidas y fueron adquiriendo velocidad en el correr de la semana- justificaban su existencia. Por ejemplo anotaba que una de las ofendidas instantáneas por la carta de Harper’s, la periodista y activista de los derechos trans Parker Molloy, había mandado una catarata de tweets quejándose que ninguno de los firmantes había sido censurado y que eran, además de “malas personas” y otros epítetos, “totalitarios a la espera”. Singal se limitaba a recordar que la apreciación de que ninguno había sido censurado era un tanto inexacta en una carta firmada por Salman Rushdie y Gerry Kasparov, pero que además Molloy había exigido -afortunadamente sin éxito- el despido del propio Singal de la New York Magazine por no estar de acuerdo con algunos de sus puntos de vista.
También destacaba que algunos de los más furibundos críticos de la carta, como el historiador Matt Gabriele, opinaban sobre la absoluta libertad de expresión de todo el mundo desde sus puestos de tenure univeritario, puestos permanentes que los hacen invulnerables a la posibilidad de despido. Singal que tituló su columna “La reacción a la carta de Harper’s sobre la cancel culture prueba por qué era necesaria” señalaba algo obvio, y es la incapacidad de los promotores de esta censura no oficial de percibirla como algo dañino o siquiera existente, así como la imposibilidad de ver su rol en la misma. Algo que repiten los críticos de la carta, casi en unísono, es la ausencia de ejemplos de “cancelación” en la misma, que se limita a efectuar una acusación brumosa y general, lo que según estos críticos demostraría que el argumento de que la cancel culture promovida por la izquierda identitaria es una falsedad ideada o magnificada por la derecha. Sin embargo el mero examen mínimo de los nombres firmantes encontraría entre las primeras firmas a una figura emblemática de los efectos de las presiones a alguien como el escritor holandés Ian Buruma, despedido como editor de la prestigiosa The New York Review, ni siquiera por haber hecho o dicho algo, sino por haber publicado una columna de un autor que había sido acusado y sobreseído de un supuesto delito de género. Pero Buruma fue considerado culpable por asociación con alguien que había sido declarado inocente.
Pero también podrían googlear los nombres de la exitosa escritora infantil Gilian Philip, despedida por su editorial por haber subido a su twitter un hashtag de apoyo a JK Rowling. O la caricaturista Stella Perrett, despedida del Morning Star por las protestas producidas por haber dibujado un chiste sobre un cocodrilo que decía estar transicionando a salamandra para meterse en un estanque de peces. O el bioquímico ganador del Nóbel, Tim Hunt, despedido sin haber tenido siquiera derecho a defenderse del University College London a causa de un chiste infantil, inocuo y anacrónico sobre las mujeres científicas. O incluso la drag queen Vanity Von Glow, a quién se le cancelaron infinidad de shows luego de que se supiera que había participado de un acto a favor de la libre expresión.
Y esos son sólo casos de personajes más o menos públicos que tienen mayores posibilidades de defenderse, ya que la mayoría de los cancelados (despedidos) a causa de un tweet, un comentario de facebook, un chiste o simplemente por proximidad, como el futbolista del Galaxy de Los Angeles, el serbio Aleksander Katai, quién fue echado de su equipo a causa de unos tweets negativos sobre Black Lives Matter que escribió su esposa sin conocimiento de él, y de los que renegó en forma terminante al conocer su existencia. O el camionero Emmanuel Cafferty despedido tras haber hecho un gesto con la mano -la clásica señal de “Ok” que algunos círculos minoritarios han calificado ahora como sinónimo de “White Power” sin que el resto del mundo -ni Cafferty- se enteraran. O la diseñadora Sue Schaffer, despedida por usar blackface (pintarse la cara de negro) en forma irónica, para probar lo racista que era el hacerlo y sin saber que no se puede ser irónico -o inocente- con lo que ha alcanzado el status de blasfemia, aún sea el oxímoron de una blasfemia secular. O David Shor, un consultor despedido por haber citado en un tweet un estudio académico revisado por pares -no precisamente una fake news– que afirma que las protestas de la izquierda de su momento fueron el elemento decisivo para que los votantes estadounidenses eligieran a Richard Nixon como presidente (imaginemos cual podría ser el contenido “ofensivo” de ese tweet).
Podemos seguir dando ejemplos durante mucho rato, todas confirmaciones de algo que los canceladores parecen haber olvidado y que hasta los niños de escuela, al menos los de otro tiempo, saben bien: que no importa las razones que se aleguen, denunciar y exponer ante los superiores es de buchón. En 1942, el cineasta español Luis Buñuel -exiliado de su patria por el franquismo- se encontraba trabajando en el MoMa de Nueva York, cuando su antiguo mejor amigo y colaborador artístico, pero de muy diferentes ideas y con quién estaban pacíficamente distanciados, Salvador Dalí, publicó su autobiografía La vida secreta de Salvador Dalí en la que mencionaba que el motivo de su poca relación en aquel entonces con Buñuel era que el aragonés era comunista y ateo. Esta mención produjo una serie de protestas de grupos morales religiosos exigiendo el despido del “anticristo” Buñuel de su puesto en el MoMa, y forzándolo finalmente a renunciar. Esa nunca fue la intención de Dalí, tan ignorante e irresponsable que ni siquiera se le ocurrió el que el anárquico Buñuel ni era ni había sido comunista, y que su peculiar ateísmo era “gracias a dios”, igual produjo el despido y la posterior radicación de Buñuel en México, y la historia suele ponerse de ejemplo desde la izquierda tanto de la intolerancia estadounidense de aquel momento, como de la estupidez general de Dalí. El anecdotario actual del libro de imágenes de la canallada y la indolencia actual, de esta era del fin de muchas libertades, todavía se está escribiendo, pero la carta de Harper’s, aún vaga, tibia o desajustada, está funcionando como reactivo de esas fotografías que serán lamentadas y condenadas en un futuro. En el mejor de los casos.