ENSAYO

Si  tuviera que extraer  una consecuencia positiva luego de este último año tan duro, mencionaría el hecho de que la falta de justificación de las “medidas sanitarias” aplicadas a los niños reveló una  tendencia de nuestra sociedad a pasar por alto formas de abuso infantil no solamente en el ámbito intrafamiliar, sino en instituciones educativas y socioeducativas. Son prácticas abusivas y modalidades de maltrato ocultas bajo la apariencia de sacrificios exigidos y castigos perpetuados a los niños “por su propio bien” (Alice Miller). La finalidad no es tanto denunciarlas, aunque algo de denuncia es inevitable,  sino volverlas visibles para quienes tenemos la capacidad y el deseo de proteger a nuestros niños – nuestros en sentido amplio – un deseo que surge de los designios de la naturaleza, que nos mueve a defender la supervivencia de la especie y del entorno que nos rodea.

Por Mariela Michel

Dardos tóxicos contra el corazón del desarrollo infantil

No he conversado con ninguna persona durante este año que haya defendido o justificado las medidas sanitarias aplicadas a los niños. No  ha habido ni un científico entrevistado en los medios, ni un solo periodista o profesional de algún tipo que haya afirmado que los niños sean severamente afectados por la Covid19, ni que fuesen vectores significativos de la misma. Al principio, fue transmitida por la prensa la advertencia de que la población infantil podía constituirse en un foco difusor de la enfermedad. Esta oprobiosa sentencia llegó a ellos resumida en el nefasto mensaje  de que podían ser los causantes de la muerte de sus abuelos. Sin embargo, luego de que este misil patologizante fuera lanzado directo al corazón del desarrollo infantil, no se escuchó ninguna declaración pública de agrupaciones de psicólogos, educadores o psiquiatras que se levantase como escudo protector de ese enorme tesoro que nos regala la vida cada vez que nace un niño.  Y eso fue así, aún luego de que estas afirmaciones fueron rebatidas por los representantes de la comunidad científica con legitimidad en la prensa hegemónica, como el Dr. Batthyány y el Dr. Giachetto. El uso de tapabocas y el distanciamiento social en niños continuó recordándoles que eran agentes destructivos por el solo hecho de respirar, algo que los niños sanos y con energía suelen hacer con mucha frecuencia.

El informe recientemente publicado (abril 2021) por el Observatorio Socioeconómico y del comportamiento (OSEC) del GACH, que es coordinado por el Dr. Ricardo Bernardi, psiquiatra integrante de la Academia de Medicina, y por los doctores Alejandra López-Gomez y Nicolás Brunet del Instituto de Salud de Udelar tiene el objetivo manifiesto de incentivar la adhesión y acatamiento a las medidas no farmacológicas, pero no menciona una palabra al respecto de eximir a los niños de esa obligación. El informe fue impulsado también por el ex viceministro de Educación y Cultura del Frente Amplio, el sociólogo Fernando Filgueira, quien recientemente se integró al GACH. Todos ellos han realizado estudios con la finalidad de incrementar la percepción de riesgo e “incluso de miedo” (Filgueira), para evaluar la posibilidad de aumentar así el nivel de variables que favorezcan el grado de “acatamiento y adhesión” a dichas medidas por parte de la población. Ninguno de ellos ha levantado su voz para proteger a los niños del estado de alarma crónico que están incentivando en la sociedad. Toda persona con formación en educación, en psicología o en cualquier ciencia de la salud aprendió desde las etapas básicas de su carrera que una exposición prolongada al miedo y al estrés es perjudicial para el desarrollo bio-psico-social del ser humano.  La justificación de la aplicación a los niños de medidas como la distancia social, el uso de tapabocas en la escuela e incluso en la calle se derrumbó. ¿Por qué se continúa recomendando e imponiendo esas prácticas? 

Por ese motivo, argumentaré aquí que las medidas sanitarias impuestas a los niños son el gran talón de Aquiles de esta época de pandemia. Creo necesario que nos detengamos en ellas, no solamente para proteger a los niños, algo que ya haría que  valiese la pena cualquier esfuerzo en tal sentido, sino porque vuelve notoria la crueldad oculta en las medidas supuestamente sanitarias aplicadas a la población sana, e incluso, de acuerdo a la evidencia que ha sido presentada en varios artículos en eXtramuros, a las personas que enferman.

Muchos nos hemos preguntado ¿por qué si existen tantos artículos científicos y declaraciones públicas de científicos y médicos que afirman con gran  convicción la desproporción e incluso el carácter iatrogénico de  las medidas denominadas “sanitarias”, las mayoría de las personas en todas partes del mundo las aceptan, y hasta reclaman  una mayor severidad en la aplicación de las mismas?

Encuentros cercanos con tapabocas ambivalentes

En otro texto en la revista, relaté mi experiencia de conversaciones callejeras con personas desconocidas que suelo mantener con la finalidad de conocer la visión de la mayor cantidad de personas sobre la aplicación de estas medidas. He hablado con personas que mostraron mucha convicción y severidad, y que no toleran siquiera mantener un diálogo mínimo sobre este asunto. Pero lo que más me ha llamado la atención fueron las conversaciones con personas que no manifiestan esa convicción, y sin embargo “acatan” las medidas, y siguen al pie de la letra las recomendaciones del GACH. Sin ir más lejos, ayer conversé con una señora desconocida en la calle que me mostró que esta actitud que describo aquí sigue siendo representativo del comportamiento ciudadano. El breve encuentro  fue motivado por un intercambio gestual en el momento preciso en que la señora se bajó el tapaboca unos instantes. Apenas nos acercamos, porque yo caminaba en dirección opuesta a ella,  mostró un notorio arrepentimiento por haberlo bajado de ese modo . Mi respuesta también fue con gestos, para intentar brindarle apoyo al retiro del tapabocas. La señora detuvo su marcha y me preguntó si quería decirle que se lo subiera hasta los lentes. “No, le respondí, al contrario, estamos al aire libre”. Ella reafirmó su posición así: “algunos doctores dicen que esto no sirve para nada, para mí tienen razón….. pero qué le vamos a hacer, hay que seguir igual”.


Necesito ahora explicar por qué recurro a un ejemplo de intercambios verbales y gestuales mantenidos con adultos en un texto dedicado al sistemático abuso perpetrado contra los niños bajo el amparo de gran parte de nuestra sociedad desde hace ya varios años. Mi argumento es que el hecho de que el abuso institucionalizado a los niños es parte de las instituciones educativas desde hace ya varios años, permite entender  la razón por la cual los niños hoy encuentran pocos defensores de sus derechos en quienes fueron niños hace no tanto tiempo.

 
Es difícil que los adultos podamos percibir el abuso infantil, si durante nuestra infancia fuimos víctimas de estas prácticas. Un niño educado con métodos didácticos que incluyen medidas de castigo y retribución,  de penitencias y premios, de amenazas,  e incluso de humillación, en la edad adulta tenderá a responder de dos maneras diferentes. En los casos en los que percibe el daño que esto causó, es decir, si puede mirar retrospectivamente y reconocer el sufrimiento infantil, tenderá a rebelarse contra él y a evitar que otros niños pasen por situaciones similares. Pero si este proceso retrospectivo no es llevado a cabo, puede surgir lo que en psicoanálisis se conoce como “compulsión a la repetición” (S. Freud), es decir, el aumento de la probabilidad de reproducir como adultos aquello que nos causó sufrimiento en la infancia. Otra forma de explicarlo es que las situaciones de abuso infantil en todos los casos incluyen el abandono del niño. Las carencias afectivas en la infancia nos impulsan a seguir buscando la satisfacción, y por eso nuestro crecimiento emocional se ve dificultado. La única forma de cortar con el círculo vicioso que nos lleva a reproducir la violencia que recibimos en la infancia es reconocerla (A. Miller).

No es difícil observar durante este año un proceso de desinfantilización de la infancia al fomentar que los niños cuiden a los adultos, dejen de jugar para ocuparse de la salud de la población, y acepten una restricción de la movilidad que les exige el sacrificio de renunciar a todos sus otros deseos para poder sentirse buenos y queribles, como todo niño desea. Por otra parte, se produce a través del efecto de los medios de comunicación un proceso de infantilización de la población adulta (F. Andacht). A partir de la restricción de la movilidad, los comunicadores mediáticos se encuentran con un “público literalmente cautivo” dispuesto a recibir mensajes que favorecen los sentimientos regresivos: “quédate en casa”, “lávate las manos”, “cuídate” porque hay muchos peligros afuera (en el bosque). En el inicio, estos mensajes eran reforzados por imágenes de monstruos hirsutos coloridos como dibujos infantiles, e incluso se los  animó. De ese modo, se despierta en todos nosotros el deseo de sentirnos cuidados, de modo semejante a lo que ocurría cuando enfermábamos de niños. La evocación de esos momentos de disfrute de estar protegidos por figuras poderosas que “saben mucho”, como los integrantes del GACH, quienes en este juego de roles adoptan el lugar de “los grandes”, que están allí para salvarnos.

Es así que en esta “Nueva Normalidad” se priva a los niños de vivir su infancia, mientras que los adultos tendemos a sentirnos frágiles niños dispuestos a ser cuidados y protegidos. La hipótesis es que el abuso infantil que pasa desapercibido cuando es perpetrado contra los niños nos impide percibir el abuso cometido contra la población adulta infantilizada. Trataré de argumentar entonces que el abuso institucional contra los niños ha aumentado en el período de “la Nueva Normalidad” y fue extendido  a la población adulta e infantilizada por quienes se  apropian de la ciencia  y se auto-atribuyen un rol omnisapiente y todopoderoso.

Algunos antecedentes del abuso infantil

Hace casi 50 años, el pediatra y psicoanalista argentino Arnaldo Rascovsky  (1907-1995) observó en las más diversas culturas la repetición de prácticas y rituales que culminan en el filicidio que define como la  “mutilación, denigración y matanza de nuestros hijos”, la que se manifiesta en la exigencia del sacrificio filial, el maltrato infantil y en las guerras, en las que los más sacrificados históricamente han sido  los ejércitos de infantería.  La conclusión es una indicación que cada vez aparece como más imperioso que atendamos,  para poder reconocer y volver consciente esa “pulsión tanática”, y así  evitar que las culturas continúe transmitiendo un mandato ancestral filicida.

 
Un antecedente de maltrato infantil previo a la pandemia que sirve como evidencia de que los impulsos filicidas siguen presentes en nuestra cultura lo podemos observar en una investigación recientemente realizada por el MNP (Mecanismo Nacional de Prevención de la Tortura) entre setiembre de 2019 y diciembre de 2020 con el apoyo de UNICEF Uruguay. De esa investigación, surge con claridad que, en  nuestra sociedad, aún cuando el objetivo manifiesto de las instituciones sea el de fomentar el surgimiento del “hombre nuevo”, se han revelado vulneraciones importantes a los derechos de  niños, niñas y adolescentes que residen en los centros de salud mental en convenio con INAU. En ese sentido, se han reportado casos de “descuido emocional, trato humillante y amenazante y malos tratos físicos”, y estoy citando apenas el primer punto del informe.


En mi experiencia personal como psicóloga, pude comprobar personalmente este tipo de abuso  en ámbitos socioeducativos como clubes de niños que tienen convenio con INAU, y también de modo indirecto en centros educativos escolares. En un futuro texto, relataré algunos ejemplos desgarradores de mi experiencia en un club de niños. También he tenido conocimiento de medidas disciplinarias abusivas en algunas escuelas. En general, muchos métodos disciplinarios pueden ser considerados contraproducentes por el hecho de atentar contra el desarrollo saludable de los niños. Algunas personas discutirán el uso de la palabra ‘abuso’ en el entorno escolar, en los casos en los que no hubo maltrato físico. Es cierto, ya no vemos niños arrodillados sobre maíz, pero seguimos viendo niños parados  en rincones con la cabeza gacha. Según el psicólogo canadiense Gordon Neufeld, tanto los castigos como las recompensas, aún en los casos en que sean mecanismos efectivos para controlar el comportamiento – de modo no duradero –  tienen consecuencias negativas  para el desarrollo, en primer lugar, porque ponen en riesgo el vínculo de apego. El vínculo de apego es el responsable de que, por un diseño de la naturaleza, el niño quiera ser bueno – portarse bien – para el adulto con el cual mantiene el vínculo de apego.  Si se protege el vínculo, naturalmente y no por arte magia todo sucede: el comportamiento, el aprendizaje, el desarrollo saludable, la alegría y la resiliencia frente a situaciones adversas.


Una de las primeras conclusiones que podemos extraer de la observación de las “medidas sanitarias” es que parecen todas diseñadas para dañar los vínculos. Esto no necesita explicación, está explícito en la propia denominación de las medidas que todas de algún modo u otro se instalan dentro del muy abarcador mandato de “distanciamiento social”. No hay vínculo que nos se vea afectado por el distanciamiento, aún si se lo quiere disimular a través de  la expresión “distanciamiento físico”. La idea de “contagio asintomático” destruye de raíz cualquier esperanza de establecer vínculos de confianza. Según esta lógica, aún de modo involuntario cualquier persona podría ser causante de un daño a otra persona. Esa idea se la puede considerar si temor a exagerar como terrorista, desde el punto de vista psicológico.


Si no se valoran los vínculos, si no se protegen, los niños no pueden desarrollar sus capacidades, no pueden desarrollar lo que el fundador del Psicodrama J. L. Moreno llamó “la espontaneidad”, una capacidad con la que nacemos, que nos permite dar respuestas adecuadas frente a situaciones nuevas, como por ejemplo, la experiencia del nacimiento, que, según Moreno, es la prueba irrebatible de que es una capacidad innata que lleva a todo ser humano a realizar su destino como “protagonista de su propia vida”. Nacimos inmersos en vínculos antes de ser individuos; nadamos en esa red de relaciones como peces en el agua.  Un ejemplo del principio moreniano de que “el si mismo emerge de los roles” y no lo contrario lo encontramos en una historieta de Quino. Una vez la madre de la incansable escudriñadora Mafalda agotada de sus preguntas respondió: “es así porque lo digo yo, que soy tu madre”. A esto Mafalda, nunca dispuesta a ceder la última palabra le respondió con una frase muy sabia y muy moreniana: “y yo soy tu hija, y nos graduamos el mismo día”. Así, desde ese día inaugural, somos en relación y también nadamos en ese espacio común de signos interpersonales, porque estamos “ya inmersos en la trama semiótico” (V. Colapietro)


Por eso, una vez que los vínculos se establecen, se despierta en los niños su motivación innata de aprender (Piaget), de sentir empatía, de protagonizar cada momento de su crecimiento. Los psicólogos que trabajamos con niños sabemos que son ellos los que saben lo que desean, lo que les hace bien y lo que los fortifica. Una vez una niña, contó un cuento que muestra claramente la posibilidad siempre presente de dar un salto auto-reparador, de pasar de un abandono materno, a transformarse en la doctora de su propio proceso terapéutico. Del cuento de esta niña sin nombre, sólo voy a dar datos que permiten reconocerla cómo una niña cualquiera, en cualquier consultorio. Apenas contaré el principio de su cuento, con las debidas disculpas por dejar al lector en suspenso: “Había una vez una beba que estaba con su madre al borde de una piscina, la madre se distrajo conversando con una amiga, la beba cayó en la piscina y se ahogó”. De este momento inicial, cuando fue dramatizada su historia, el relato cambió de modo considerable, porque apareció de pronto una doctora encarnada por la propia niña, que rápidamente la llevó a realizarle un “psicloclama para ver lo que tenía dentro de la cabeza”. Con este informe que me dio esta muy joven doctora, mientras yo la escuchaba atentamente en el rol de la madre de la niña, recibí sus indicaciones formuladas con gran sabiduría así: “esta niña, señora, está ahogada porque tiene la cabeza llena de preguntas sin respuestas……..sé que es difícil, pero Ud. señora tiene que hablar con ella, señora”. De ese modo, letra por letra, y pregunta por pregunta, la niña en el rol de doctora procedió a describir todo lo que ella necesitaba para sanarse. 

Cada día intento honrar esta actitud valiente y sabia de la niña, de todos los niños en general, que me enseñaron que la sabiduría, que lo que necesitamos para sanarnos está en cada uno de nosotros. Porque hemos nacido para realizar nuestro destino de creadores cotidianos de nuestro camino colectivo. En nombre de esta doctora infantil, que fue una de mis grandes maestras, quiero pedirle a todos aquellos que se atribuyen el conocimiento único sobre cómo cuidarnos, sean ellos científicos reconocidos o grandes autoridades, que lo primero que deben saber antes de orientar o dar consejos a otros deben es aprender a escuchar. 


Referencias

Colapietro. V. (1989). Peirce’s approach to the self. A Semiotic Perspective on Human Subjectivity. New York: State Univ of New York Press. 

Miller, A. (2006). Por tu propio bien: Raices de la violencia en la educación del niño. Barcelona: Tusquets

Moreno, J. L. (1978) El Psicodrama. Buenos Aires: Hormé. 

Rascovsky, A. (2008). El filicidio. La agresión contra el hijo. Buenos Aires: Fundasap ediciones.