* Redes sociales adoptan políticas de censura: decenas de miles de videos bajados de YouTube y otras plataformas
* Los argumentos de Goldsmith y Keane Woods defendiendo la censura.”El discurso en internet nunca volverá a la normalidad”
* ¿Estamos (ahora sí) viendo el fin de la Ilustración?
PORTADA
Primero, lo acuso a usted de “afiliarse a una teoría conspirativa”; a continuación, empleo esa acusación para censurar lo que sea que tenga usted para decir. Esto no es más que la descripción de algo que está pasando hoy con la comunicación pública digital –es decir, con buena parte de la comunicación– en muchas de las otrora llamadas “sociedades abiertas”. Se niega así la discusión, reduciendo al otro a un conspiracionista, aun cuando no haya para ello fundamentos. A veces sí: hay personas que creen que la tierra es plana; hay grupos que discuten intensamente el destino de los reptilianos; hay quienes piensan que en el Pentágono hay extraterrestres que ocupan oficinas. Pero esos no son, por supuesto, los censurados.
No parece, sin embargo, que los líderes de las plataformas tecnológicas de la tierra sean parte de una “conspiración” totalitaria. El fenómeno es más probablemente un síntoma. El declive de la cultura del logos, de la letra y la deliberación política colectiva, está revelando en esta crisis nuestra notable incapacidad para pensar..
Hace tiempo que aceptamos regular nuestras vidas por la utilidad. Descartar el pensamiento independiente y el cultivo del sí mismo, y someternos al funcionamiento, a lo que sea que dicte el futuro de nuestras propias herramientas tecnológicas. Y ahora ellas, en su lógica ciega encarnada en discursos masivos, son las que mandan. Manada es cómo se ve un conjunto de individuos cuando se nos ha reducido a data, a número. Cuando se nos ha constreñido a vivir a base de rumor autoritativo y cifra desnuda, y a dejarnos arrear a fuerza de hashtag.
Por Aldo Mazzucchelli
1 – Lo acuso a usted de afiliarse a una “teoría conspirativa”
En ese lugar bastardo del discurso, que no es ni ciencia ni literatura, y que se conoce como “periodismo de actualidad” —el intento, por medios generalmente poco adecuados a los fines, de ordenar la mente colectiva—, es preciso simplificar bastante. Es así que la prensa de actualidad, y algunos de los repetidores de los mismos puntos de vista en las redes sociales, hoy, están usando con gran liberalidad la calificación de “teorías conspirativas” para referirse a una serie de fenómenos muy distintos entre sí.
El concepto de “teoría conspirativa” es simplista, y oculta más de lo que revela. La debilidad principal en el actual abuso de la noción de “conspiración” es doble: por un lado, elimina la posibilidad de que varias causas convergentes, aunque incluso diametralmente opuestas en sus propósitos, estén presentes a la vez en conexión con determinado evento —entre ellas, una verdadera conspiración. Pero, y sobre todo, la conspiración, exista o no, nunca puede tener éxito si muchas otras condiciones e intereses muy complejos no convergen para crear un contexto oportuno. La idea de que hay un plan global que se sigue a la perfección es bastante idiota como tal, considerando la complejidad de los eventos involucrados. Pero la idea de que un pequeño grupo de personas podría contribuir a sacar ventaja de esos eventos dirigiendo remotamente la acción de miles o millones, incluso sin que estos lo sepan, es la cosa más común que hay: pasa todos los días y es parte de una forma de actuar simplemente connatural a la humanidad misma.
La cautela que interponen a esto algunas personas inteligentes es observar que el mundo es muy complejo, que a los designios de una conspiración se oponen los designios de muchas otras, y que los grupos suelen incluir en su interior toda clase de desavenencias que harían imposible que obtuvieran sus objetivos. Creo que muchas de esas cautelas son atinadas, y cuentan con una parte de la razón.
Pero, de todos modos, creo menos en esas cautelas que en la comprobada existencia de MacDonalds, de Nissan, de Bayer-Monsanto, de The Coca Cola Company, o de H&M. Estas conocidas corporaciones, y cientos o miles de otras, son totalmente capaces de lograr que decenas de miles de personas, trabajando coordinadamente en base a un pago mensual modesto, produzcan efectos notablemente similares en localidades apartadas entre sí por todo el globo, a menudo sin la menor necesidad de coordinaciones horizontales. Simplemente siguen un plan central, sus integrantes se mueven a cambio de un pago, y están sometidos a una cuidadosa organización jerárquica que garantiza resultados homogéneos. El mismo mecanismo de organización jerárquica, compartimentada, de contratos profesionales, y sobre todo de objetivos generales y particulares no explicitados por igual a todos los niveles de la organización, funciona bien en todos los casos. Y el salto entre las corporaciones globales de tipo comercial o industrial, a otras de tipo administrativo o político, no es un salto conceptualmente demasiado importante. Los empleados de MacDonalds no tienen por qué saber nada de los siniestros ingredientes de las hamburguesas que venden, del mismo modo que un militante de una organización de base financiada por el señor “filántropo” de turno, a través de alguna de sus miles de filiales benéficas, no tiene por qué saber nada sobre hipotéticos objetivos mayores de ese filántropo cuando distribuye folletos de educación sexual en un asentamiento. La ideología es un fenómeno generativo: basta con formular con claridad sus principios, y las personas la seguirán y actuarán con independencia aparente, pero en realidad siguiendo los grandes lineamientos potencialmente encerrados en ella.
Entonces, ¿qué tanto horrorizarse con la crítica a las autoridades? ¿Puede equivocar trágicamente la OMS, o puede estar influída por fuerzas políticas poderosas, o por el dinero de la industria, o por un filántropo con ideas propias sobre la población mundial? Es posible que nada de esto esté pasando. Pero quien niegue por principio que esto podría pasar, tiene una idea muy peculiar de cómo funcionan las cosas en este mundo. Y sobre todo, confunde la ciencia con la política de la Ciencia.
El problema no es, pues, si existen las acciones coordinadas llevadas adelante en ciertos asuntos, las que obviamente existen. El problema es cuánto podemos atribuirlas como factor principal, o siquiera como factor relevante, en ciertos eventos de la historia. Y aquí es donde resulta claro que hay elementos mayores, contextuales, y no planificables por nadie, que deben propiciar determinados desarrollos. Ninguna “conspiración” para convertir los gobiernos nacionales en gobiernos mundiales podría haber tenido éxito en 1850. Y tampoco era sencillo prever que, en los veinte años que van del nuevo siglo, la instalación de una metafísica de la tecnología iba a hacer virtualmente desaparecer varios de los desarrollos fundamentales de la Ilustración que dieron al individuo la capacidad de construir una opinión propia, ahogándolos en un picado fino de gritos, imposiciones sin fundamento suficiente divulgadas en memes globales.
En este contexto, lo fácilmente cuantificable siempre es más elocuente y de impacto más inmediato que los argumentos de científicos independientes, mucho más sólidos, pero también más trabajosos, que intentan criticar el comportamiento de manada. Y por supuesto, hoy como ayer, los políticos y los que quieren avanzar sus agendas en medio de la crisis, conocen y usan bien todos los viejos mecanismos de la propaganda. Sólo que hoy hace falta adaptarlos a posibilidades nuevas.
2 – Tecnología y propaganda
Sea como sea lo anterior, lo cierto es que el primer resultado de la actual agitación anti-conspiranoia es la limitación del derecho a la opinión libre. Especialmente en los últimos años, debido a la complejidad y dispersión de la información, y gracias a un sistema de gran prensa extraordinariamente concentrado y al mismo tiempo en crisis de sobrevivencia, amenazado por la información aportada por ciudadanos de todo tipo en las redes sociales y por otros medios digitales, se ve la aparición de cierta homogeinización de agenda y discursos en los media. Estos han respondido a su crisis de supervivencia elaborando un nuevo discurso, que incluye ponerse a veces en pie de guerra contra las fuentes alternativas de información. Se alían en ello naturalmente con los poderosos, que son quienes pueden, financiándolos, asegurarles alguna forma de supervivencia. De más está decir que nada de esto contribuye al desarrollo de un sistema de pensamiento independiente en los grandes medios: estos se han vuelto el núcleo del pensamiento de manada. Y la manada nunca está lejos de la censura a la disidencia.

La reciente promoción de toda clase de servicios de fact-checking es promovida por parte de una visible alianza poder-prensa grande. Se trata de una construcción ideológica, apoyada en la idea de que habría entidades que tendrían una independencia e imparcialidad completas, lo que les permitiría erigirse en controladoras (y finalmente, censoras) de los demás. Tal pretensión no tiene fundamento alguno. Lo único que tenemos, y tendremos, son discursos alternativos en disputa, y está bien que así sea.
Pero además, el fact-checking es una forma muy actualizada de expresar la impotencia ante la crítica. Se basa en la peregrina idea de que es posible separar con claridad hechos o datos, de sentencias e ideas. El fact-checking es, pues, en el mejor de los casos, una equivocación o utopía de la actual mentalidad de totalitarismo analítico, podríamos llamarle, que piensa que la información está compuesta de datos discretos que podrían “chequearse”. Sin embargo, la sumatoria de datos no es el equivalente del pensamiento, porque el pensamiento incluye el salto del juicio, que no es numerizable: es fácil construir una sentencia perfectamente equivocada, en la cual todos los datos verificables sean verdaderos. Es la conexión la que es disparatada, y la conexión, el salto, es aquello que -ya lo observó Aristóteles- no puede enseñarse. Uno debe aprender a pensar como aprende a caminar, resolviendo cada dificultad sobre la marcha.
A todo esto, pues, el modo de acción pública de los media, grandes espejos en que se refleja el modo íntimo de funcionamiento mental y espiritual de una comunidad, está tomado hace años ya por el procedimiento deleznable de la apelación a la autoridad, los argumentos ad hominem, y el silenciamiento, por aplaste, de la disidencia. Sobre muchos temas y personajes públicos, solo se admite una opinión -de condena o de aprobación. Salirse de este funcionamiento binario, es caer fuera del confort de la pertenencia.
Esto ocurre en las otrora “naciones libres de occidente”, donde la existencia de una pluralidad de medios y opiniones no es la cuestión. La cuestión es la imposibilidad de debatir: se está con la opinión mayoritaria, divulgada e impulsada en hashtags y memes, o se está fuera de la manada, extramuros. De nada sirve que sigan existiendo CNN, el Washington Post, la BBC, El País de Madrid o Le Monde, si todos van a decirnos lo mismo. Si estos medios, algunos de ellos antes bastiones en la defensa del modelo de individuo ilustrado, han eliminado ahora toda posibilidad de desafiar el mecanismo masivo del consenso obtenido por extorsión emocional y semejanza.
Lamentablemente para la política, este fenómeno comunicacional ha llevado a que buscar votos equivalga a someterse a esa lógica de comunicación, totalitaria en su esencia. ¿Qué es un hashtag? Es la imposición por repetición de un concepto que no se ha argumentado. Es el triunfo de la apariencia de verdad, y de la coacción de la autoridad. Es, por eso, el mecanismo básico de la manada. O se lo repite, o uno es un paria que está, no ya fuera de la conversación, sino fuera de la comunidad. La violencia de este tipo de mecanismos es violencia que se ha hecho al concepto ilustrado de individuo: un ciudadano capaz de pensar por sí mismo. Una utopía quizá, pero durante las dos centurias en que se tendió a ese modelo, apoyándose en la enseñanza universal de la letra escrita, se avanzó como nunca antes en una organización social basada en la libertad individual. Tal vez ese bello proyecto haya terminado. La respuesta de Zhou Enlai cuando le preguntaron qué pensaba de los efectos de la Ilustración y respondió “aun es muy pronto para juzgar”, no fue un chiste: fue la correcta observación de que doscientos cincuenta años pueden no ser regla en historia, sino excepción.
3. En modo manada. Las consecuencias de la sumisión de la mente individual.
Todo lo anterior, la reducción a número, la imposición de una metafísica tecnológica donde el ser queda sumido en el concepto totalitario de utilidad, y el consiguiente autoritarismo en nombre del progreso, obtienen su empuje gracias a la imposición del miedo. El miedo es ahora a un virus, es decir a una condición difusa pero numerizable, una amenaza tecnológica que tiene el reconocible aspecto de un mecanismo. El mecanismo del virus es análogo al de un hashtag de más de una manera. La etimología de hashtag incluye juntas la noción de poner a algo una etiquet (tag), y la de hash. Lo clarividente de la elección de esta segunda noción no puede exagerarse. Un hash es un picado fino, un picadillo; un recocido; un lío; una mezcla de cosas incongruentes; y el resultado de haber reducido un asunto a sus elementos constitutivos más pequeños. Así la comunicación global en tiempos en que a la Ilustración se la llevan puestas las “tecnologías de la información y la comunicación”: hemos numerizado la vida y la conciencia, la hemos reducido a elementos mínimos, incongruentes, de cuya relación mutua ya no sabemos nada. Hemos aprendido a aplicar una etiqueta a cada uno de esos elementos, y usarlos para acumular “likes“, poder aparente. Una retórica del miedo, y el arreo generalizado de la manada en base a conceptos no fundados pero que concitan adhesión por semejanza, es el mundo masivo al que nos hemos mudado. Este mundo encuentra su problematización y su frenada masiva, no en un debate de ideas, no en un “choque de civilizaciones” o en un triunfo de una política mejor frente a otra peor, sino en la imposición impersonal de un miedo, basado en una noción lo suficientemente simple y sintética como para poder ser transmitida en hashtags.
La crisis de la prensa de la que hablábamos hace casi dos meses no es el resultado de una conspiración, sino el reflejo de a donde hemos llegado, como comunidad, en los mecanismos de comunicación y “pensamiento” que son plausibles: una estructura jerárquica, una fe en “la ciencia” (que se ha confundido desde el principio con los representantes políticos de la ciencia haciendo sus diversos negocios), y una cerrazón a cualquier opinión discrepante bajo el argumento de que queda fuera de los muros de lo seguro, de la ciudad. Disentir es agredir al semejante.
El semejante, por su parte, ya no lo es por pertenecer a la condición humana (esta se ha pulverizado en razas e identidades), sino por haber aceptado organizar su cabeza en función de los mismos menúes que los demás, divulgados masivamente en la gran prensa y repetidos por la pequeña, construyendo así una agenda global que se parece a un mecanismo de múltiple opción. Ante cada tema “importante” (sea político, identitario, de entretenimiento, o moral) la masividad de una comunicación simplificadísima determina opciones, normalmente binarias, con suerte, de tres o cuatro opciones. Ser un ciudadano significa, no ya discutir toda la lógica de esas opciones, sino elegir una de ellas.
Y desde luego, a la educación se la viene financiado para forzarla a adaptarse también a este tipo de ciudadano con cabeza de menú a toda velocidad. La educación lenta, trabajosa, leída y presencial, es cosa del pasado para la mayoría.
La resistencia a esta mentalidad de manada ha venido de científicos independientes y de pensadores. Y la respuesta, de parte de la manada, es el hashtag y la censura. La sensación, desde el principio, es que nunca sabremos la verdad de nada de lo que ha pasado y pasa. La posverdad, de la que tanto habla este tipo de mentalidad global cuando quiere referirse a lo que diga cualquiera que cuestione el nuevo esquema impuesto, ha llegado a instalarse cuando la posibilidad misma de discutir con argumentos ha encontrado la censura desatada a nivel masivo. Esa censura parece ser la actualización, a niveles más complejos de operatividad -motores de búsqueda, robots que identifican memes y palabras clave para el borrado automático de la disidencia- de los viejos accionares de la propaganda.
Pues la propaganda y todo intento de control o direccionamiento de la convicción ajena debe adaptarse a las posibilidades que da la tecnología de cada época. Así como el virtual monopolio de la radio permitió la llegada de un discurso único a millones, hoy la dispersión digital plantea problemas distintos a los censores y a los productores de propaganda. “¿Existen dispositivos o métodos de comunicación que disminuyan nuestra libertad?”, cándidamente preguntaba un periodista a un premonitorio Aldous Huxley allá a comienzos de los años ’50. -“Por cierto”, respondía el escritor. Y aludiendo a la conocida explotación de la radio por parte del régimen hitleriano, observaba que con ello ese régimen “fue capaz de imponer su voluntad a una masa inmensa de gente. Quiero decir, los alemanes eran gente muy bien educada… No debemos permitir que nos tome por sorpresa nuestra propia tecnología más avanzada. Esto ha ocurrido una y otra vez en la historia, y de pronto la gente se ha encontrado en una situación que no vio venir, haciendo toda clase de cosas que en realidad no quería hacer”.
¿Puede ser concebible que aun hoy fuerzas políticas, grupos o corporaciones, sea nacionales o transnacionales, manejen la información para producir efectos masivos en determinada población? Hacer la pregunta es contestarla. El pasado está lleno hasta los bordes de ejemplos (en nota aparte recordamos unos pocos) en los que se azuzó a la población, empleando la propaganda, a que se embarcase en conductas catastróficas para la mayoría, siguiendo intereses que, en su momento, no dijeron sus verdaderos propósitos. Y a quienes se opusieron a esas tendencias se los acusó, se los censuró, y eventualmente se los liquidó físicamente. Era propaganda, usada para generar comportamiento de manada.
4 – Lo censuro a usted
Un artículo de Wikipedia intenta resumir lo que vendría a significar una “teoría conspirativa”: es “la explicación de un evento o situación que invoca una conspiración por parte de grupos poderosos y siniestros, a menudo motivadas políticamente, cuando hay otras explicaciones que son más probables”. La definición es bastante mala, puesto que agrega, a un núcleo problemático y de por sí completamente discutible, una distinción conceptual (“explicaciones más probables”) de la más bituminosa oscuridad.
El concepto de “teoría conspirativa” no solo es malo en sí, por vago, sino que está tan exageradamente aplicado a todo, que ya se ha vuelto inservible para discriminar lo interesante de lo disparatado. Porque es algo distinto decir que la tierra es plana, que afirmar que el Dr. Anthony Fauci, o el Dr. Tedros Adhanom, sean personajes corruptos. Esto último podrá ser una falsedad, o algo no suficientemente probado, pero definitivamente no es lo mismo que invocar antecedentes egipcios a los constituyentes de 1830.
La diferencia es de esencial importancia, no ya para el periodismo, sino para la libertad de expresión. Uno puede y debe ser llamado a responsabilidad civil si afirma una falsedad una vez que esta se haya demostrado tal, pero la posibilidad de arriesgar afirmaciones en público es pilar fundamental de la existencia de individuos libres. Hoy, YouTube no está censurando a los terraplanistas, ni a los cazadores de reptilianos, sino a los que contradicen una especie de criterios únicos de verdad, suerte de discursos sin contradicción posible, que en las principales naciones del mundo atlántico están instalándose de modo demasiado rápido. YouTube justifica esto en criterios varios, pero en los hechos uno puede ver que califica de “contenidos peligrosos” o “discursos de odio”, sin mayor justificación, mucho de lo que a esa especie de acuerdo ideológico tácito no le gusta. Tan viciosa y sistemática es esa censura que el sitio altCensored, que se dedica a rescatar los videos afectados y a reponerlos online, cuenta ya con 41,020 videos censurados o limitados por YouTube. Y esa es solo una de las plataformas. También Twitter, Facebook, Vimeo y otras plataformas han definido y aplicado políticas severas de censura sobre un amplio espectro de contenidos que discrepan o plantean alternativas a la línea de acción que diríamos oficial relativa a la pandemia. Pero hasta ahora, más allá de escuetas justificaciones sin mayor sustancia, ninguna de ellas había llegado, por lo que sabemos, a citar una fundamentación teórica en toda la línea sobre la necesidad, y la eventual bondad, de instalar la censura explícita como política pública en las sociedades “abiertas” del mundo atlántico.
Esa teoría llegó, de afuera de las plataformas, y con particular intensidad, bajo la forma de un artículo publicado el 28 de abril en la revista Atlantic, titulado, con elocuente pesimismo, “Internet Speech Will Never Go Back to Normal” (“El discurso en internet nunca volverá a la normalidad”).
Uno de sus autores, Jack Goldsmith, no es ningún joven conspiracionista que escriba en blogs ignotos, sino el Henry L. Shattuck Professor en la Facultad de Leyes de Harvard, Senior Fellow de la Hoover Institution, y co-fundador de Lawfare. Goldsmith es una figura establecida. Su realismo, maquiavélico podríamos llamarle, estaba bien reflejado en un fundamentado artículo de 2017 sobre el Deep State del que nos ocupamos en otra parte. Es además un experto mundial en los aspectos políticos y jurídicos de la tecnología. Quien acompaña a Goldsmith en esta ocasión es una figura emergente, llamado Andrew Keane Woods, profesor de Derecho en la Universidad de Arizona, especialista en ciberseguridad y en regulación de la tecnología, graduado cum laude en Brown primero, en Harvard luego, y becario Gates Scholar en Cambridge (una de las becas dada por la Bill & Melinda Gates Foundation), entre otros destaques de su trayectoria.
Ese artículo puede servir como referencia articuladora de lo que algunos sectores de las elites atlánticas están considerando hoy como posibilidad no solo inevitable, sino benéfica: implantar la censura, y liquidar de una vez el principio ilustrado de basar nuestro contrato social en la más amplia libertad de expresión del pensamiento.
La nota se titula “El discurso en internet nunca volverá a ser lo que era”, y la afirmación inicial es durísima. Saludando que las principales plataformas de redes sociales hayan logrado al fin salir de un estado “defensivo” en que se hallaban antes de la pandemia, los autores dicen: “Hoy, las plataformas colaboran orgullosamente entre sí, y siguen la guía del gobierno, para censurar la información dañina”. Reportan que la American Civil Liberties Union, o Electronic Frontier Foundation (grupo sobre derechos a nivel digital) han advertido que “estas prácticas solo se pueden tolerar durante este tiempo de excepción, pero que luego habrá que asegurarse de que todo vuelva a ser como antes”. Pero esa esperanza nunca se hará realidad, anticipan los autores. Las medidas que estamos viendo, supuestamente “extraordinarias”, ya no lo son. Las prácticas que las plataformas tecnológicas norteamericanas han asumido durante la pandemia “no representan ninguna ruptura con respecto a lo anterior, sino su aceleración”.
La segunda o tercera afirmación no es, por obvia que parezca a quienes siguen el asunto de cerca, menos fuerte: “la vigilancia digital y el control de los discursos en Estados Unidos ya muestran muchas semejanzas con lo que uno ve aplicado en los estados autoritarios, tales como China”. Si bien en EEUU la implementación de la vigilancia es mayormente privada, mientras que en China es pública, la tendencia a aumentar el control en base a tecnología es básicamente igual en ambos gigantes, se reconoce.
Luego de esta entrada, la tesis principal del artículo es sobrecogedora. La transcribo a continuación: “En el gran debate de las dos últimas décadas entre libertad y control de la red, China estuvo en general en lo correcto, y los Estados Unidos, en general, equivocados. Una significativa supervisión y control del discurso (significant monitoring and speech control) son componentes inevitables de una internet vital y madura, y los gobiernos deben jugar un rol importante en estas prácticas, para asegurar que la internet sea compatible con las normas y valores de la sociedad” (governments must play a large role in these practices to ensure that the internet is compatible with a society’s norms and values)”. Cualquier dictadura de las que todos hemos conocido, por ejemplo en Latinoamérica, no lo habría dicho distinto.
Lo de intentar mantener la libre expresión en el mundo digital fue un error, argumentan los autores. En efecto, los supuestos sobre los que la internet abierta fue promovida eran, básicamente, que esa apertura iba a promover la democracia y la libertad de expresión desde dentro de los regímenes autoritarios, debilitándolos y haciéndolos caer a la larga. Las revoluciones democráticas impulsadas desde la red serían la consecuencia inevitable. Pero las “primaveras árabes” mostraron que esta ilusión era equivocada. La gente exigió más libertad, pero a la hora de implementar las reformas, éstas fueron cooptadas, absorbidas y liquidadas por pequeños sectores autoritarios, que eran los que estaban organizados políticamente en realidad. Pasada su “primavera”, no hay nada más democrático en el Egipto de hoy que en el de hace quince años, desde luego.
En China, el Partido Comunista comprendió enseguida cuál era la jugada, y trabajó sobre ella. “Comenzó a construir sistemas de vigilancia y control cada vez más poderosos, para enfrentar la amenaza”, observan correctamente Woods y Goldsmith. Estos sistemas desarrollados por China resultaron eficaces, y hoy la esperanza de hacer cambiar la sociedad china con la “internet libre” se parece a una ilusión adolescente.
Citando algunos hechos (Snowden, o el hoax llamado Russiagate) como eventos que prendieron las alarmas en Estados Unidos, la argumentación de Goldsmith y su coautor pasa a su segundo momento. En él, se recuerda cómo “hace diez años”, y debido a la “inmunidad legal de que disfrutaban estas plataformas gracias a la Sección 230 de la Ley de Decencia de las Comunicaciones (Communications Decency Act)”, aun no había habido alarma alguna, porque “no habían surgido los efectos socialmente disolventes (socially disruptive effects)” de la “desinformación” y los “discursos convertidos en armas de violencia” (“weaponized speech and misinformation”).
Luego de ello, ante una presión cada vez mayor del gobierno, las plataformas debieron adaptarse y crear sistemas de seguimiento y censura, que están en efecto desde hace años, y que se fueron automatizando y aprovechando cada vez más la inteligencia artificial. Hoy, las tres plataformas están en “colaboración estratégica” con el gobierno federal, lo que incluye que comparten información. “Las tres plataformas, además, cooperan entre sí, y con organizaciones internacionales, y a veces con el aparato de justicia, para desplegar otras prácticas de censura.”
La tercera fase de la argumentación de Goldsmith y Woods, luego de haber establecido que la “sociedad libre” no es, de hecho, demasiado diferente del gobierno chino actual en materia de cuánto vigila y censura, es que la conocida capacidad tecnológica de juntar información y ponerla a disposición del poder (lo que ocurre copiosamente al día de hoy, y cuyos múltiples mecanismos la nota detalla también) es algo potencialmente bueno. Tomando el ejemplo de la “pandemia”, permitiría, nos dicen los autores, “hacer un bien público enorme. Como Google y Apple vuelven la mayoría de los teléfonos del mundo herramientas para el rastreo de contactos, tienen la capacidad de lograr algo que ningún gobierno podría lograr por sí solo: casi una perfecta ubicación de la mayoría de la población mundial”.
El realismo maquiavélico en el talante de Goldsmith y Woods es patente: no importa lo que uno piense al respecto, en el futuro estos sistemas de “aspiradora de datos privados” seguirán funcionando, y lo harán cada vez con mayor eficacia. Por tanto, sigue la argumentación, ahora solo falta que sean los Estados los que desplacen a los privados en la dirección de estas capacidades en el mundo occidental —convirtiéndolo en una versión, quizá más blanda e imperfecta, de lo que China ya hace.
La conclusión es una apuesta a que, en el futuro, la política y la opinión pública (y la propaganda, claro) logren que este asesinato de la libertad de palabra se convierta en algo aceptado “libremente” (usando su libertad de decisión probablemente por última vez, acotamos) por la ciudadanía.
***
El lector puede verse tentado a caer en el argumento de que todo esto no pone en juego las bases de las sociedades abiertas, puesto que la comunicación y el derecho a la opinión va mucho más allá de las plataformas citadas. Basta que construya mi sitio web independiente, o que se construyan plataformas que resistan la acción gubernamental, para que esta censura sea fácilmente evadible.
Nada puede ser más ingenuo que esa opinión. La internet es una red que, en último término, es física: está hecha de cables submarinos, satélites, receptores satelitales, silos informáticos, cables, antenas. Y cada uno de esos dispositivos está en último término controlado por las corporaciones privadas, y más atrás de ellas, por los gobiernos que conceden los permisos de operación. Y aun sin necesidad de operar sobre esa complicada infraestructura física, basta un filtro de software impuesto por el gobierno a las corporaciones que manejan la infraestructura física, o el impedimento para que determinada página o usuario puedan operar abiertamente, para impedir que esa opinión se divulgue eficazmente. El citado Goldsmith ha publicado, en colaboración con el profesor de la Facultad de Leyes de Columbia, Tim Wu, un volumen también de referencia sobre este tema, titulado con elocuencia Who Controls the Internet: Illusions of a Borderless World. (Quien controla Internet: ilusiones de un mundo sin fronteras).
Por supuesto, siempre están los hackers para buscar la evasión de esos controles. Pero esto lleva el derecho a la opinión a un terreno de criminalidad y costos que resultan, entre ambos, prohibitivos para la gran mayoría de la población. Es así que la censura de la opinión pública a nivel digital puede llegar, en un tiempo tan corto como se lo proponga, a ser casi completamente eficaz.
En agosto de 2017 Trump anunció que elevaría el “US Cyber Command” -el comando de guerra cibernética, al mismo nivel de jerarquía que otros comandos de guerra convencional del país, operando de modo independiente a la National Security Agency (NSA). Esto se concretó en 2018. El propósito es “responder de modo más agresivo a amenazas online, sea que vienen desde Rusia, China, o cualquier otra parte”. En Rusia, por su parte, el parlamento pasó durante 2019 una ley llamada de “Internet Soberana”, que crea un hub centralizado desde el cual los oficiales del gobierno puedan controlar el flujo de información a la nación. La ley propone también que se haga posible que una intranet rusa siga operando en el caso de que el país fuese cortado de la internet global. En diciembre de 2019 Rusia comenzó a hacer pruebas efectivas del funcionamiento de los dispositivos habilitados por esta ley.
6 – ¿El fin de la Ilustración (esta vez sí)?
Lo que parece más significativo no es que estas cuestiones vayan a cumplirse al pie de la letra como las comentan los citados autores, sino que ellas ya puedan formularse sin pudor a los niveles más serios del establishment. Goldsmith y Woods describen lo que ocurre, y al admitirlo como cuestión de hecho, van contra el fundamento mismo de la libertad de opinión. Se llevan puestas, completamente a sabiendas por supuesto, la Primera y la Cuarta Enmiendas de la constitución de los Estados Unidos (libertad de expresión, y derecho a la privacidad, respectivamente). No formalmente, debido a que las plataformas digitales son empresas privadas que establecen un contrato con sus usuarios, el cual incluye ciertas “normas comunitarias”, que nadie lee, pero que el usuario acepta tácitamente, y el cual también incluye aceptar que nuestros datos sean recolectados. Pero sí en espíritu, porque por las plataformas digitales y por las redes sociales pasa un porcentaje abrumador de la opinión pública contemporánea. Descartan en un párrafo lo que Kant nos explicó para siempre en esa breve pieza, originalmente periodística, llamada “Qué es la Ilustración”. Con la excusa de salvar a Occidente, apuran la desaparición de lo que hizo distinta a la cultura occidental moderna.

La posición de Goldsmith es nacionalista en un sentido fuerte: aquí no se está hablando de supervisión “globalista” de nada, sino de fortalecer a Estados Unidos, al control por parte de su gobierno de datos y discursos, en la guerra no del todo declarada con China. En ese choque, el enfoque Goldsmith vería a Estados Unidos como la civilización en decadencia, mientras que China querría representar el rol de “lo que viene”, del futuro. Ante tal contradicción, muchos creyentes en la ideología del progreso constante, por todo el mundo, son abierta o secretamente pro-chinos: perciben que la “flecha de la historia”, que tal progresismo cree inexorable, apunta a Oriente. No interesa que la sociedad que ellos mismos vislumbran -con seguridad muy diferente de la realidad china- sea distópica, puesto que esa ideología piensa que, de todos modos y mágicamente, el futuro siempre será mejor. Pese a la elocuencia con la cual el mundo ha visto cómo a épocas de mayor esplendor les sucedieron épocas horribles, no parece haber ninguna cantidad de historia básica que le pueda demostrar a esa masiva ilusión del progreso constante y benéfico su equivocación —aunque quien escribe sería la última persona en negar que hay necesidad histórica, y que lo que no nos gusta puede que tenga que ganar de todos modos. Solo que de ahí no surge que uno deba plegarse a ello alegremente. Pienso que negar cierto futuro distópico que hoy se presenta como obvio, y apoyar tendencias que nos parecen éticamente mejores, es la posición correcta, aunque no vaya a ser la posición ganadora en el corto plazo. En abono de esto último, es un hecho que cada vez menos gente parece conmoverse con la censura, y muchos abiertamente la piden y la aplauden.
Está en la mesa de nuevo cierto argumento final de Kant sobre la libertad, por el cual simplemente hay decisiones —como la de poner a toda la humanidad bajo censura porque un gobierno, o un abogado de Harvard, cree saber cuál es “la verdad” sobre un asunto, o “las normas y valores” de una sociedad— no son, y nunca van a ser, aceptables. La razón por la que no lo son es que la libertad de expresión no es negociable en nombre de ninguna norma moral. La función de la libertad de expresión es esencial a cualquier sociedad humana: hacer que se expongan a la luz pública todas las opiniones, y especialmente las que parecen más aberrantes, a fin de que sea el debate libre y abierto el que vaya descartando las peores y fortaleciendo las mejores. La censura es una forma de enfermedad y de debilidad social que impide que ese proceso, que es saludable, se cumpla.
Kant ha escrito ya en 1784: “Una generación no puede obligarse y juramentarse a colocar a la siguiente en una situación tal que sea imposible ampliar sus conocimientos (presuntamente circunstanciales), depurarlos del error y, en general, avanzar en el estado de su ilustración. Constituiría esto un crimen contra la naturaleza humana, cuyo destino primordial radica precisamente en este progreso. Por esta razón, la posteridad tiene derecho a repudiar esa clase de acuerdos como celebrados de manera abusiva y criminal”.
De acuerdo con esta observación, y en medio de la aceleración de eventos que tenemos a la vista, si no se produce un vuelco inesperado en los eventos, la Ilustración parece ir llegando, ahora de veras, a su fin.
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Siempre ha habido una dialéctica entre el sujeto y el Estado, o el ciudadano y el poder. Esa dialéctica parece inevitable, contrariamente a lo que piensan variantes infantiles del anarquismo que siempre han soñado con suprimirla. Lo que no es infantil es comprender que es preciso mantener esa dialéctica andando, y no permitir que uno de los polos acapare el poder sin control del otro. El poder siempre quiere acumular más poder. Es preciso fortalecer el polo de los controles al poder, y especialmente el de la resistencia individual, y esto puede lograrse sólo informando y educando cada vez con más profundidad a los individuos. No en vano se ha venido denunciando desde hace muchos años el modo en que la nueva ideología pedagógica divulgada e impuesta (a fuerza de dinero, ONGs y préstamos) a escala global ha ido empobreciendo la educación pública, especialmente eliminando una formación sólida en la lectura y escritura de narrativas complejas.
Una vez más, esta crisis muestra la misma disyuntiva, y el poder que la propaganda tiene cuando estos momentos de bifurcación histórica del planeta y sus habitantes quedan abiertos. Esas aperturas de claridad duran, por lo general, un tiempo relativamente breve. Lo que tiene utilidad para el poder son los datos de los individuos, porque para el poder los individuos son una cifra a manejar. Lo que tiene interés para el individuo es conocer la historia del poder, porque el poder es una narrativa.