ENSAYO

Por Óscar Larroca

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Desde el punto de vista histórico, entre los usos simbólicos y utilitarios que se le daban a la escultura estaba la realización de monumentos funerarios, que en general compartían las características de la escultura decorativa de los santuarios y edificios públicos. La práctica de la construcción de monumentos en tributo a los muertos ya existía en la época arcaica, puesto que los kurós (estatuas que representan a varones jóvenes; periodo Arcaico del arte griego, 650 al 500 a. C.) ya cumplían esta función. En la actualidad hay monumentos (alegóricos o realistas), que se ejecutan durante la vida misma del agasajado (como la escultura en bronce dedicada al futbolista aurinegro Pablo Bengoechea) aunque la gran mayoría se construyen luego de fallecido el personaje. En estos casos, si se decide emplazar la obra en el espacio público, se tramita un permiso ante las autoridades municipales. Hasta mediados del siglo pasado, para levantar el monumento sobre un panteón en un cementerio, se requería de los oficios de un escultor (una costumbre que cayó en desuso por motivos prácticos, económicos y territoriales). 

La municipalidad, el gobierno, las instituciones religiosas y las representaciones diplomáticas son las que gestionan los permisos para el emplazamiento de las esculturas o alegorías en tributo a una gesta, a una trayectoria de vida, a un credo o a un dirigente de masas. Las esculturas en homenaje a José Artigas, Fructuoso Rivera, Aparicio Saravia o Wilson Ferreira Aldunate, fueron ubicadas en plazas o explanadas céntricas, mientras que la escultura en recuerdo del Holocausto o de los detenidos desaparecidos durante la última dictadura, fueron ubicadas en espacios más abiertos, como la rambla de Montevideo. Ocasionalmente se instalan en una ruta nacional o un palier de algún edificio. Dado que hay una relación biunívoca entre volumen y espacio circundante, las esculturas a Iemanjá, Ledesma, Confucio, Vaz Ferreira y Einstein (estos dos últimos sentados en el banco de la Plaza de los Treinta y Tres), son obras de mediano a pequeño formato que quizá podrían estar ubicadas en un recinto más cerrado, como explicaba hace unos años el artista Octavio Podestá.  

Casi todos los habitantes de un territorio se han cruzado con alguna escultura emplazada en alguna avenida, plaza, o frente de algún edificio (espacio mixto público-privado). También hay esculturas dentro de hoteles, instituciones privadas y oficinas públicas. José Belloni, José Luis Zorrilla, Eduardo Yepes, Bernabé Michelena, Octavio Podestá, son algunos de los escultores más conocidos que han dejado su obra en el paisaje capitalino y en algunas ciudades del interior del país. En el primer tercio del siglo pasado existían muchos talleres para la ejecución de obras en bronce y piedra, y también puede recordarse el taller de moldes y esculturas en yeso de Luis Ricobaldi, seguramente el último maestro yesero.

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Una de las primeras medidas que perpetra un dictador cuando usurpa el poder es la censura, la persecución y el aniquilamiento sistemático del enemigo, mientras que una de las primeras medidas que llevan adelante algunos violentos que se amparan en la protesta legítima es la de devastar monumentos. Ahora bien, debido al reciente derribo de esculturas (que estaban emplazadas en la vía pública) como consecuencia de las protestas de las últimas semanas, algunos observadores advierten que quienes nos preocupamos por ese atropello iracundo (ante la destrucción gratuita de estatuas en homenaje a Cervantes y a Colón, entre otros) “también deberíamos preocuparnos por la destrucción a las estatuas de Lenin o Stalin en los países de la ex Unión Soviética, sucedida luego de la caída del muro de Berlín”. No es desacertado ese pedido de ecuanimidad: aunque se trate de una escultura en homenaje a Mao, a Rivera, a Pol Pot, a Stalin, a Franco, a Pacheco Areco, a Washington Tabárez o al payaso Pelusita, lo que debe primar es la valoración estética de la obra; aún si la mencionada escultura fue apostada sin el respaldo espiritual o ideológico de la comunidad. 

Es comprensible si varios habitantes de una ciudad están disconformes con el protagonista o la causa y se sienten con el derecho y la necesidad de derribarlos simbólicamente, aunque es inadmisible es que se proceda a una acción destructiva en nombre del total de una comunidad.  En casos debidamente justificados es necesario que se remueva del espacio público la obra cuestionada, puesto que no se puede forzar al transeúnte a convivir con una silueta que rinde memoria, por ejemplo, a un genocida como Stalin. Pero reitero; es necesario que se la preserve (en un recinto cerrado) si cumple una serie de requisitos como obra de arte. Así como es imprescindible separar al hombre pedestre de su legado como hombre artista, del mismo modo es necesario separar al criminal homenajeado de una representación llevada adelante por un escultor. Nótese que estoy hablando de esculturas que buscan el parecido físico con el sujeto al cual se toma de referencia (la re-creación de las proporciones antropomórficas del personaje, generalmente llevadas a un busto o a una figura de cuerpo entero), no de aquellas esculturas sujetas a una alegoría u otro tipo de interpretación

fundada en la metáfora. (Cabe agregar que para estas situaciones debería correr el mismo desvelo.) 

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En lo que concierne a la destrucción sistemática como consecuencia de proclamas o manifiestos ideológicos, el artista Manuel Espínola Gómez aseguraba: “El episodio del atentado contra La Piedad, de Miguel Ángel, en el Vaticano, no presenta dificultades de categorización. Resulta ser aquí mucho más grave el atentado contra un bien cultural que pertenece o pertenecía a todas las generaciones pasadas, parcialmente presentes y futuras de la humanidad.” En el año 1972, veintiséis artistas conceptualistas reclamaron a los organizadores de la Bienal de Venecia de ese año que se otorgara “el gran premio de escultura” a László Toth, encarcelado en Roma por haber intentado aniquilar la escultura La piedad (1498-1500) de Miguel Ángel. Lo que esos solicitantes no entendieron fue que esa acción destructiva —que pugnaba por desmantelar ingenuamente el mito del genio—se enmarcaba en una actitud fascista al querer eliminar el testimonio escultórico de un artista ajeno a la cultura de ese censor contemporáneo. Siguiendo el razonamiento de Espínola, si Toth quería destruir el pasado, éste tenía que hacerlo mediante la elaboración de una obra propia (una réplica de esa escultura, por ejemplo) generando una dialéctica genuina, no a través de un acto absolutista y depredador.

En los últimos tiempos ha resurgido un tipo de escultura figurativa más afín a los maniquíes de cera de Madame Tussaud, que a la escultura tradicional hecha en piedra, mármol o bronce. Todos aquellos que han paseado por la avenida Corrientes, en Buenos Aires, habrán notado las estampas de Olmedo y Portales o Tato Bores. Nito Mestre y Charly García, los personajes de historietas Mafalda, Isidoro cañones, el loco Chávez o Clemente, son otros de los homenajeados erguidos en las aceras de distintos barrios porteños. Jorge Luis Borges, Carlos Gardel y Alfonsina Storni están apostados en el célebre Café Tortoni. Son esculturas en fibra de vidrio, policromadas y pegadas a la vereda con hierro y cemento. Este tipo de esculturas ha desembarcado en nuestro país de la mano de un artista uruguayo que ya suma varias celebridades en su acervo: hizo la escultura de Carlos Gardel que está en el Parque Central, y otra de Gardel que se encuentra en la avenida 18 de Julio y Yi. Una de sus últimas obras es una escultura en homenaje a Luis Suárez levantada en el centro de la ciudad de Salto. Respecto a la técnica, la primera etapa es moldear las partes de la escultura en arcilla, luego se la cubre con fibra de vidrio, se corta el molde, saca la arcilla y queda un hueco que rellena con resina y fibra de vidrio (un material varias veces más económico que el bronce). 

En lo que concierne a la calidad de la obra, se podría decir que no hay ningún punto de similitud con la hechura de una escultura de Belloni o Yepes. El tipo de representación (ambigua: ni anamórfica ni realista), la textura plástica y “aceitosa” del material, así como el uso del color, se emparentan más con los muñecos del Tren Fantasma que con el concepto último de trascendencia que debería tener toda celebridad en el marco de la memoria colectiva. En una obra de Belloni prevalece la captura de una atmósfera y de una acción que no se agota en la mera anécdota ni en la representación naturalista inmediata. Solamente alcanza con percibir (“sentir de forma visual”) el peso de una escultura como El Entrevero (José Belloni, 1964) o El labrador (Antonio Pena, 1932) para advertir la fragilidad de las obras anteriormente mencionadas.

Algunos observadores han explicado que el estilo y el tipo de material utilizado (fibra de vidrio) “están más cerca del calor popular que del bronce elitista” (sic). En un mundo en que la trascendencia es un concepto demasiado moderno y caduco para los tiempos líquidos y desgrasados que desfilan, este es otro argumento “entendible”. Por lo tanto, va de suyo que existan ciudadanos más devotos de Patoruzito o de Isidoro Cañones que de un “ignoto” Confucio o de un apenas recordado Cristóbal Colón. El héroe de ficción recoge todas las virtudes morales que identifican a una parte de la cultura popular, mientras que el prócer siempre estará sujeto a los empujones historicistas y revisionistas. Así, ante un levantamiento popular, lo más seguro es que se derribe la representación de un prócer cualquiera antes que la de un personaje de historieta, dado que el primero no colma las exigencias de una rectitud integral y absoluta.   

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Tal vez es por esta razón que a los líderes, héroes y modelos se les reclame una moral acorde con su compromiso político o su legado artístico. Pero vuelvo sobre lo anterior: es imprescindible separar al hombre pedestre de su legado como hombre artista, como del mismo modo es necesario separar al criminal homenajeado de una representación llevada adelante por un escultor. Podrían salvarse no pocas esculturas de Cristóbal Colón y no pocas obras artísticas de muchos artistas, cuestionados por su moral en el ámbito de su vida privada.