ENSAYO

Por Alma Bolón
1 Son como ojos

Además de comunicar algo sobre el mundo o sobre uno mismo, las palabras permiten pensar porque permiten ver: son como ojos y uno ve, o no ve, de acuerdo con esos ojos que son las palabras. Aunque así formulada suene estrambόtica, esta perspectiva no es novedosa, los griegos ya la conocían y el término “logos” la revela o, si se prefiere, la instaura. Asimismo, a comienzos del siglo XX en sus clases en la universidad de Ginebra, Ferdinand de Saussure expuso el asunto con radical clarividencia: entre tanto no hay lengua, lo pensable es una nebulosa, es una masa amorfa: es la existencia de la lengua, como sistema de diferencias  (de cortes discriminadores) lo que permite el pensamiento. Jacques Rancière, desde hace decenios, insiste en el lazo entre sensibilidad e inteligibilidad, en lo que la palabra da a ver y a pensar, en el lazo entre estética y política: en los nuevos repartos de lo sensible que las artes realizan.

El extraordinario predominio que viene teniendo el pensamiento instrumentalizador  -ya sea en su versión pura: la lengua como instrumento de comunicación, ya sea en su versión psicosociologizante: la lengua como instrumento de dominación- podría explicar lo arrumbada que se encuentra esta perspectiva griega y saussuriana, hoy condenada a sonar como absolutamente inverosímil, como atentatoria contra nuestras intuiciones supuestamente más espontáneas.

Leeré tres escenas de dos textos famosos como ilustraciones de esta perspectiva. Por cierto, nada indica que haya sido la voluntad de sus sendos autores, Voltaire y Borges, darme por anticipado o retrospectivamente la razón; no obstante, propongo que las escenas que ellos inventan sean vistas a la luz de esta tradición que sostiene, precisamente, que vemos de acuerdo con las palabras que tenemos.

Entre los lugares comunes de la crítica borgesiana figura su entusiasmo por lo anglosajón y su consiguiente (pretendido) antifrancesismo. Esto último es fácilmente rebatible en su generalidad; en el caso particular de Voltaire está explícitamente desmentido por el propio Borges, quien no solo lo incluye en la colección “Biblioteca Personal”, sino que lo encomia con justeza.

2 Cunégonde espectadora emancipada 

Candide, relato filosófico, suele ser leído como una novela de aprendizaje: el joven Candide es expulsado del “paraíso terrenal” en el que vive, es echado y puesto a vivir en un mundo que, desde Westfalia hasta Buenos Aires, pasando por Bulgaria, Lisboa, Cádiz, Asunción, Surinam, Venecia y Constantinopla, se encuentra en entusiasta matanza, en “carnicería heroica”.  A lo largo de muchas crueles (y divertidas) peripecias, Candide cotejará lo que va experimentando con las enseñanzas recibidas antes de la expulsión, tratando de juzgar el acierto de las ideas de su maestro Pangloss. 

La irreductible ambigüedad que atraviesa el texto desde el título Candide ou l’Optimisme hasta la conclusión “Il faut cultiver notre jardin” no impidió que fuera vista como una novela de aprendizaje; es más, podríamos inclusive pensar que en esta resistente ambigüedad precisamente se encuentra su fuerza pedagógica.   

Lo cierto es que en el primer capítulo de Candide se cuenta la feliz existencia que llevaba el protagonista en el castillo del barón junto a su amada Cunégonde y junto a su maestro Pangloss, empeñado en mostrar que la universal concatenación de causas y de consecuencias propendía al establecimiento del mejor de los mundos posibles, dada la armonía preestablecida. 

También en ese inicio se cuenta que un día Cunégonde andaba paseándose, cuando en un bosquecillo lindero vio entre los arbustos al doctor Pangloss con una camarera del castillo, a la que el doctor “daba una lección de física experimental”. Y, como Cunégonde “tenía mucha disposición para las ciencias, observó sin decir palabra las experiencias reiteradas de las que era testigo; vio claramente la razón suficiente del doctor, los efectos y las causas, y se regresó muy agitada, muy pensativa, colmada del deseo de ser sabia, pensando que ella podría ser la razón suficiente del joven Candide, quien también podría ser la suya”.

Encendida por ese deseo, Cunégonde vuelve al castillo y encuentra a Candide; poseídos por similar ardor, se entregan, con tan mala suerte que son descubiertos por el padre de la muchacha, quien de un reverendo puntapié en el trasero expulsa a Candide de su paraíso. 

De acuerdo con la característica irónica que identifica la escritura de Voltaire, es jocosa la escena en la que Cunégonde despierta a su propio deseo contemplando los escarceos amorosos de Pangloss y de la camarera. Para el lector, resulta graciosa la situación en la que queda Cunégonde ante una escena para la que no tiene palabras con las que nombrarla, por lo que interpreta “mal”, es decir, recurre a palabras ya dichas, ya conocidas, ya estudiadas junto al maestro Pangloss, y que en ese caso se aplican gracias a sus posibles dobles o triples sentidos.

Dicho de otro modo, Cunégonde puede entregarse al inédito deseo, primero observando y luego con Candide, gracias a que un vocabulario y una sintaxis (una serie de nombres organizados en asertos) le proporcionan una vía de inteligibilidad: Cunégonde puede leer la escena porque tiene un léxico organizado, un discurso previo. Que su lectura sea “errada”, nada importa a esos efectos; lo que cuenta es que esa interpretación extraviada le permite abrirse al deseo y sus sentidos, perseverar  y, con eso, abrir el mundo de historias y de aventuras que le ocurrirán a Candide, a ella, y a Pangloss, claro. 

Contrariamente a una idea recibida que afirmaría que las cosas y los acontecimientos portan en sí mismos un sentido que les es propio y que se trata de exhumar de sus profundidades o de descifrar en el jeroglífico de su superficie, la escena erótica inicial de Candide lejos de autoexplicarse, lejos de imponer su obvia “universalidad” y su irreductible “naturalidad”, pide palabras aprendidas en cualquier otro lado, si es filosófico y metafísico tanto mejor, para cobrar sentido y propagarse.

  Por esto mismo, también en este terreno, nuestro presente inquieta. Quiero decir que si durante milenios la poesía (lo que hoy llamamos “literatura”: desde la jurisprudencia y los mitos mesopotámicos hasta Onetti o Armonía Somers, pasando por la Biblia, la tragedia, la comedia y la epopeya griega, la sátira romana, los trovadores y Louise Labé, y Rabelais o Cervantes o Goethe o Rousseau o Baudelaire o Flaubert o Proust o Apollinaire o Céline) proporcionó el léxico y la sintaxis con los que pensar y habilitar el deseo, hoy son otras las sintaxis y los vocabularios que se hacen oír con fuerza.

Si un punto culminante de esta milenaria discusión poética (literaria, letrada) fueron los años 60 del siglo XX con su cine, su música y sus artes gráficas, la derrota de esta perspectiva poética y discutidora parece haber dado lugar al monólogo a dos bocas del ventrílocuo. Porque ¿qué otra cosa que un monólogo es lo que se establece entre la reacción moralizante, clasificante y censuradora, que procede formulando reglas y reglamentos sobre el supuesto ser/deber ser de las cosas y la reacción a esta reacción, empeñada en “transgredir” la regla?

Así sucede como si, ante el silenciamiento de la milenaria discusión poética sobre el deseo, solo quedara el monólogo del deber ser de las cosas: monólogo del ventrílocuo en el que participan la barra de la corrección política y sus prescripciones y proscripciones eclesiástico-progresistas, y la barra lumpen, la que solo puede reaccionar a las prescripciones y las proscripciones ajenas, en permanente adaptación negativa al decir del ventrílocuo.

En ambos casos, se trata de morales hiperbólicas, ambas barras solo habilitan lugares para formular la regla o su mecánica transgresión. Dicho de otro modo: a la moral correcta sobre el deber ser de las cosas  (llámense “familia”, “matrimonio”, “pareja”, “diversidad”, “derechos”, “heterosexual”, “homosexual”, “bisexual”,  “no binario”, etc.) se opone la moral incorrecta, negación mecánica, automática y simple como un reflejo.  

¿Esto es inquietante? Sí, porque la milenaria tradición poética proporcionaba historias singulares que llegaban al espectador gracias a la universalidad invocada, creada, instaurada y compartida, porque esa singularización estética que realiza una obra de arte (poética, pictórica, gráfica, cinematográfica, musical, arquitectónica, etc.) justamente consiste en invocar la universalidad de cada uno al interrogar la regla: al abordarla proponiendo otra sintaxis, otro vocabulario. 

Acallado el discurso singular de las artes, sucede como si solo quedara la oscilación  entre la moral eclesiástico- progresista y la moral lumpen, simple reacción mecánica y pornográfica en su borramiento de cualquier singularidad, de cualquier historia.

Así sucede como si, ante el silenciamiento de la milenaria discusión poética sobre el deseo, solo quedara el monólogo del deber ser de las cosas: monólogo del ventrílocuo en el que participan la barra de la corrección política y sus prescripciones y proscripciones eclesiástico-progresistas, y la barra lumpen, la que solo puede reaccionar a las prescripciones y las proscripciones ajenas, en permanente adaptación negativa al decir del ventrílocuo.

3 El esclavo letrado, ojos para otros

Habiendo avanzado la historia casi dos tercios, estamos ahora en el capítulo XIX de Candide, y Candide y su criado Cacambo vienen atravesando hacia el norte América del Sur, desde Buenos Aires, en donde quedó cautiva la todavٕía bella Cunégonde. 

Al llegar a las puertas de Surinam, encuentran a un hombre negro tirado en el suelo, apenas vestido con un calzón de tela rústica y falto de la pierna izquierda y de la mano derecha. Candide, condolido, pregunta al hombre qué hace ahí y qué le ha pasado, a lo que éste explica que espera a su amo, autor de esas mutilaciones. Ante la sorpresa de Candide, el esclavo sigue explicando que esa es la usanza: se les entrega un calzón de lona dos veces por año; cuando trabajan en los ingenios, si el trapiche les agarra un dedo, se les corta la mano; si intentan fugarse, se les corta una pierna. Y añade el esclavo que “es a este precio que ustedes comen el azúcar en Europa”, y que fue la esperanza de bienestar lo que llevó a su madre a venderlo en las costas de Guinea, creyendo que con eso labraba para él un buen porvenir, a la vez que auxiliaba a la familia con los patacones fruto de la venta; y aunque ahora él ignora si con su venta hizo la fortuna de su familia, sí sabe que su vida es más desgraciada que la de los perros, los monos y los loros. El esclavo prosigue contando que los “fetiches holandeses”, entiéndase los curas de Surinam, le dicen domingo a domingo que somos todos hijos de Adam, cosa que a él mucho le extraña, porque aunque él no es “généalogiste” no le parece que esa sea manera de tratar a la parentela. Luego de oír al esclavo, clamando por Pangloss, quien no podía haber imaginado tal abominación, Candide concluye que debe renunciar al optimismo. 

Parece así que el conocimiento libresco y metafísico de Pangloss acerca de la armonía universal y del mejor mundo posible claudica ante la crudeza de la escena del esclavo mutilado. Sin embargo, las palabras del esclavo son mucho más que un lamento que redundantemente ilustraría lo que está a la vista, a saber, el penoso estado de su cuerpo, que es lo que llama la atención de Candide. El esclavo negro más que quejarse o victimizarse, proporciona a Candide una teoría, si por esto entendemos una manera de hacer que las cosas  se vuelvan visibles gracias a las palabras, inclusive cuando se trata de cosas tan invisibles como los términos del intercambio entre Europa y sus colonias, o la formación de los precios, o la generación del mal cuando quiere producirse el bien. 

Dicho de otro modo, el negro esclavo habla como un letrado, habla como un libro abierto, susceptible de pensar más allá de su aquí y ahora -de su mutilación, de su miseria, de su esclavitud-, al poder pensar los dos extremos, el propio y el del otro. Esta posibilidad de descentramiento libresco que tiene el esclavo -pensar más allá de su circunstancia exclusiva- también se pone de manifiesto en su uso de la ironía, en su capacidad para desarmar el discurso de los curas esclavistas, no ya denunciando su inmoral inhumanidad, sino asumiéndolo para continuarlo y mostrar su falla constitutiva, su incoherencia insalvable, su falta de lógica. El esclavo, libre en su pensamiento, es capaz de salir del discurso moral de los “fetiches” (holandeses o propios): no opone una contra moral, no denuncia la inmoralidad ajena, sino que la desarma mostrando su sinsentido, su carencia de lógica, lo que incluye su inherente injusticia.

Entonces, no se trata tanto de “la realidad” (el hombre negro tullido al borde del camino a Surinam) venciendo la metafísica panglossiana como de la confrontación de dos teorías, de dos maneras de volver visible lo invisible, de dos maestros -Pangloss y el esclavo negro- que disputan en la cabeza de Candide. Así, para Candide, un esclavo negro mutilado es el par magisterial de Pangloss, filósofo alemán que por su parte terminará también bastante mutilado, luego de innumerables tormentos. 

Averroes sin letras, sin ojos

En “La busca de Averroes”, Jorge Luis Borges recrea una tarde de trabajo en la que el médico y filósofo cordobés tropieza con una ardua dificultad en su comentario de Aristόteles,  a saber, la comprensión de las palabras “tragedia” y “comedia”. Como recuerda Borges, Averroes ignoraba el griego y el siríaco, por lo que trabajaba con la traducción de una traducción, y agrega: “Pocas cosas más bellas y más patéticas registrará la historia que esa consagración de un médico árabe a los pensamientos de un hombre de quien lo separaban catorce siglos”. Procurando entender esas palabras ajenas, Averroes consulta las obras de los sabios que lo antecedieron, ya que para él no son dos palabras, sino meros sonidos sin significado. De esa “estudiosa distracción lo distrajo”, escribe Borges, una suerte de melodía. Y prosigue: “Miró por el balcón enrejado; abajo, en el estrecho patio de tierra, jugaban unos chicos semidesnudos. Uno, de pie en los hombros de otro, hacía notoriamente de almuédano; bien cerrados los ojos, salmodiaba No hay otro dios que el Dios. El que lo sostenía, inmóvil, hacía de alminar; otro, abyecto en el polvo y arrodillado, de congregación de los fieles. El juego duró poco; todos querían ser el almuédano, nadie la congregación o la torre”. Averroes contempla la escena de los juegos infantiles y vuelve a su preocupación aristotélica, más tarde, pasará la velada en conversación con amigos; uno de ellos contará que en la lejana Sin Kalán, es decir en China, fue conducido a una casa en la que quienes ahí vivían “padecían prisiones y nadie veía la cárcel” y “morían y después estaban de pie”. Ante la suposición de otro de los amigos reunidos -que se trataba de actos de locos-, el viajero precisa que no se trataba de locos, sino que según le habían dicho “estaban figurando una historia”. Cuando temprano en la mañana Averroes vuelva a su casa, una especie de inspiración le dará la certeza de haber encontrado los significados de “comedia” y de “tragedia”, y afirmará que ambas abundan en las páginas del Corán.

Contrariamente a las escenas de Candide, en este caso, el personaje tiene ante los ojos la explicación de lo que está buscando: los niños juegan, y ese jugar de los niños también es, tal como lo dicen los idiomas francés e inglés, un actuar. Sin embargo, Averroes no puede identificar en el juego de los niños los significados “representación” o “actuación”, ínsitos en “comedia” y “tragedia”, porque no tiene las palabras que le permitan ver lo que está viendo. En la lengua árabe de Averroes estos términos no existen, y lo que Averroes tiene del griego es, mientras dura su busca, simple sonido sin significado. Sin la palabra que permita el reconocimiento, la identificación, la denominación, el “drama” (“comedia” o “tragedia”) escapa, inclusive teniéndolo ante los propios ojos. Una situación semejante se presentará en la casa del amigo que Averroes visita, cuando el viajero cuente y describa una situación que los lectores de lenguas provistas de las palabras “teatro”, “representación”, “actuación”, “ficción”, “actores”,  inmediatamente reconocemos en la descripción del viajero, pero que permanece incomprensible -cosa de locos- para quienes no tengan esas palabras que permiten ver lo que está viéndose.   

Moraleja posible: para ver no basta con tener la cosa ante los ojos, hay que tener las palabras que permiten ver, es decir inteligir eso que sin éstas permanece opaco, invisible, impenetrable.

La obviedad machacona de las moralejas posibles no debería ocultar un hecho principal, a saber, la bondad de los discursos que proponen vías de visibilidad que escapando de la moralinidad y de su negación mecánica, dan más para ver y para pensar.