ENSAYO
“Eu entendo que tem que cuidar da saúde, mas deixa a gente trabalhar. Nos proíbem trabalhar e depois a gente viaja no o metrô e no trem, apertados, cheios”. Jane, 45 años, vendedora de velas en una iglesia del centro de São Paulo, refiriéndose a las restricciones que le hicieron trabajar durante meses apenas de ocho de la mañana al mediodía.
Por Mauro Baptista Vedia
Creer o no creer en la existencia del virus es un falso dilema, un problema mal planteado, un VAR del fútbol sudamericano; es algo que impide el debate y el intercambio de ideas. En Brasil, en Uruguay, en Argentina y en la China; donde sea. Yo, Mauro, creo en la existencia del virus, creo en su facilidad de contagio y en su peligrosidad cuando hay comorbilidades, en su peligrosidad para la población de más de setenta cuando no las hay. Me baso en infinidad de artículos leídos y en médicos con los cuales he hablado. A pesar de su baja letalidad, todo indica que el Covid 19 es muy contagioso, más que la gripe, y, parece que puede volver a contagiar a la misma persona después de unos meses. Al mismo tiempo, al ser un virus “nuevo”, poco estudiado, el Covid 19 causó, inicialmente, problemas de salud inesperados (en la sangre, en los pulmones). Yo, Mauro, sin embargo, no creo en la “ortodoxia covid”, como ha sido calificada por un grupo de ciudadanos que escriben aquí en eXtramuros (Andacth, Bolón, Mazzucchelli, Michel, Bayce, etc). “Ortodoxia covid” que es una cosa muy diferente del Covid 19. Por lo tanto, no creo en el pensamiento que postula cuarentenas, lockdowns, distanciamiento social, uso de máscaras, suspensión y prohibición de varias actividades (sobre todo las culturales, sociales y deportivas) para toda la población, incluidos niños, adolescentes y jóvenes. Línea de acción, más que un pensamiento, difundida 24 horas por día por los medios de comunicación, defendida por la Organización Mundial de la Salud, por la gran mayoría de los políticos, por los gigantes de nuevas tecnologías (Amazon, Facebook, Twitter, etc), por los grandes laboratorios y, resalto, por el sistema financiero. No creo en la “ortodoxia covid” porque delante de este cambio de era que la humanidad experimenta (ver “El gran reseteo”, artículo de Aldo Mazzucchelli), mi preocupación se dirige siempre a la inmensa mayoría de la población, a la cada vez más olvidada clase trabajadora. A aquella clase trabajadora, la “working class”, a la que un cineasta como Ken Loach que admiro, ha dedicado toda una filmografía (desde Cathy come home (1966), a Yo, Daniel Blake).
Pienso siempre en esa enorme mayoría de la población mundial que tiene que trabajar todos los días. Incluyo aquí, aclaro, a la tan vilipendiada y castigada clase media. Es esa enorme clase trabajadora, ese 95 de la población, la gran perjudicada por la “ortodoxia covid” y sus cuarentenas y prohibiciones. Y los dueños del gran capital los grandes beneficiados. Dueños del gran capital, no dueños de un “capitalcito”, de una empresa familiar; no los dueños de restaurantes, posadas tiendas o inmobiliarias. Hablo del 0,1% de la población. De grandes grupos y de grandes capitales, no de una diseñadora que vive en Carrasco, o de un médico que vive en Punta Gorda. No me refiero a la “burguesía nacional”, espécimen en extinción en Uruguay y Argentina, sino a la transnacional y a sus operadores locales. En Brasil, esa enorme mayoría de la población era llamada por políticos como el fallecido Leonel Brizola, como el “povo brasileiro”.
Cuando llegaron las cuarentenas, el gobierno brasileño estableció una ayuda de 120 dólares por mes del estado durante algunos meses. Ayuda que no sustituye jamás a un sueldo que era como mínimo el doble, cuando no el triple o más. Programas de ayudas de emergencias como los implementados por los gobiernos en todo el mundo han sido necesarios y bienvenidos, pero no se equiparan nunca económica, social y culturalmente a un empleo, a o una micro o mediana empresa.
El nacionalismo de izquierda de Brizola y su partido PDT siempre se dirigió a la mayor parte de la población brasileña organizada, sea sindicalizada o no, organizada o no. Su punto débil era el populismo de Brizola y su mirada para el pasado, con el “trabalhismo” de Getulio Vargas como referente utópico en otro Brasil, mucho más rural. Ya el Partido de los Trabajadores, fundado em 1980, llegó con un discurso de izquierda más moderno. El PT era en principio de un partido de ideas más socialistas y menos nacionalistas; era dirigido a la clase trabajadora organizada y traía un componente de novedad e innovación; miraba al futuro. El PT fue un partido referencia para toda la izquierda mundial. Sus puntos más débiles fueron su exagerada adhesión a la sociedad brasileña como ya existía y el optar por no hacer reformas de base, el exceso de pragmatismo y la consecuente transformación del liderazgo de Lula en un caudillismo aún más fuerte que el de Brizola. Como Roberto Mangabeira Unger ha analizado con lucidez, la principal limitación del PT siempre fue tener un discurso y un pensamiento apenas para la masa de trabajadores brasileños con empleos formales: sindicalizados o empleados del sector público. ¿Y la enorme masa de trabajadores informales de Brasil? Esa multitud oscila entre la adhesión al gobierno de turno, sea del PSDB de Fernando Henrique Cardoso, el PT o recientemente el gobierno de Bolsonaro, y una adhesión creciente y firme a los pastores evangélicos.
“Eu trabalhava em Sao Paulo com eventos de ginástica. Fecharam as academias (de ginástica). E vim morar aqui no litoral, na praia, e abri um food truck de crepes. E agora o governador Doria quer fechar tudo as 20:00, em plena temporada? O que eu faço? E os vendedores ambulantes da praia, que foram proibidos de trabalhar, de vender cerveja, bebida, comida, em pleno verão? Quando chegar o inverno, essas pessoas vão morrer de fome.” María, 39 años, mientras prepara un “crep” atrás del otro, con 35 grados de temperatura, en el balneario de Barra do Sahy, litoral norte del estado de São Paulo.
Clase trabajadora. Capital. Medios de producción. Es surreal que uno tenga que enfatizar el uso de conceptos básicos de la izquierda clásica para pensar la crisis actual, pero me causa estupor como se han descartado estas categorías básicas y útiles y han sido sustituidas por categorías etéreas y genéricas como “vida”, “salud”, “economía” y “ciencia”.
Rafael Bayce dijo ya en marzo/abril que esto era una batalla de tiburones grandes (bancos, gigantes de las nuevas tecnologías, medios de comunicación) comiendo tiburones pequeños (sector hotelero, compañías de aviación, restaurants, arte y cultura).
“Depois de trabalhar como garçon, eu abri este lugar há trinta e cinco anos. Hoje, o meu faturamento é um sexto do que era antes do Covid 19. Nesta rua, metade dos restaurantes já fecharam.” Issao, brasileño descendiente de japoneses de más de setenta años, dueño de un restaurant de comida japonesa en el barrio de Liberdade, centro de São Paulo, después de explicarme en detalles lo que era el condimento “wasabi”, aquel verde picante, original de Japón.
En Brasil, en América Latina y en la mayor parte del mundo, la enorme mayoría de la población vive al día. Es gente que gana tan poco que no le da para ahorrar absolutamente nada; que cuando gana algo más, son tantas las carencias que ese dinero va al consumo: compran un par de zapatos y tiran los antiguos, usados y rotos, o salen una noche a comer una pizza y una cerveza a un lugar del barrio con su pareja, porque hace semanas o meses que no lo hacen.
Gente que todos los días sale temprano de su casa para hacer changas, para vender comida en la calle, para arreglar un jardín, para trabajar en una tienda. También gente que tiene trabajos fijos por sueldos bajos y miserables: un sueldo mínimo (180 dólares); o por dos o tres, con suerte. Unos están mejor, otros peor. Unos se dicen pobres; otros se ilusionan y se dicen clase media pero su vida es extremamente difícil; otros sonríen con culpa si uno les dice que son clase media alta, más allá de que puedan trabajar 60 horas por semana y estén siempre estresados con la cuota del auto, del apartamento, las mensualidades del colegio, el plan de salud y las crecientes demandas de la sociedad de consumo.
El punto que deseo afirmar aquí es que la inmensa mayoría de la población brasileña vive de su trabajo. En general, los afortunados están en el mercado formal; los más desafortunados, en el informal, en un cotidiano laboral de precariedad total, la llamada “uberización” de trabajo, algo cercano a la esclavitud. La gran mayoría de la población brasileña no puede dejar de trabajar y optar por el distanciamiento social o el “home office”, a no ser cuando sea una orden, con la amenaza creciente de despido. La clase trabajadora, la palabra ya lo indica, no puede optar por el distanciamiento social con “elegance”, porque, insisto, no es dueña de los medios de producción, no posee grandes capitales con los cuales pueda invertir o especular; si así lo fuere no sería clase trabajadora. Y la mayoría de esta clase no está en el Estado, tampoco tienen empleos o jubilaciones públicas de altos rendimientos que le aseguren una buena renta pase lo que pase, por citar a un sector que, a corto plazo, tampoco parece ser afectado en la actual crisis. Enfatizo a corto plazo, porque como vivimos en un estado de emergencia, si esta “ortodoxia covid” se prolonga, todas las leyes y los contratos sociales pueden ser rotos por los Estados con una facilidad asombrosa.
“Olha, nas universidades privadas, o trabalho acabou. Todo mundo foi para a rua. Eu fui demitido depois de anos de dar aula em faculdades privadas. O bom é que minha esposa é funcionária pública e que temos um seguro que paga quatro mensalidades do colégio italiano da minha filha”. Ricardo, ingeniero, profesor universitario de matemática, mientras suda en la sauna y piensa en un empleo público a través de un concurso.
En esa clase trabajadora brasileña, algunos hasta pueden ganar algo más que un mínimo; algunos ganan 4 o 5 mínimos o hasta más, pero ayudan a unos padres viejos o enfermos y sin renta, o mantienen a un hermano o hermana con problemas, o tienen alguna enfermedad crónica, o básicamente, aunque les vaya bastante bien, tienen dos o tres hijos y, dado la debacle de la educación primaria y secundaria pública, los quieren mandar a algún colegio privado con la esperanza de que sus hijos no formen parte en el futuro de la enorme y creciente masa de desempleados, de gente desechable y sin futuro de la sociedad.
Desde que volví a Brasil hace un par de semanas he hablado con varias personas de la clase trabajadora. Con laburantes, muchos autónomos, trabajadores informales. Ya no es más la “clase obrera” a la cual Ken Loach y Mike Leigh le han dedicado tantas películas. No es más, insisto, la clase obrera sindicalizada que dio origen a la fundación del Partido de los Trabajadores (PT). Esa gente laburante, que sale todos los días a buscar el peso, se siente olvidada por los partidos políticos, porque se da cuenta, en su cotidiano, que todos adoptan la “ortodoxia covid 19”; todos los lanzan implacablemente en un camino de pobreza, desempleo y miseria. Esos trabajadores quieren cuidar de la salud, nadie quiere enfermarse, pero todos quieren poder trabajar.
“Eu fazia shows em bares, festas. Tirava uns 250 reais por noite (50 dólares). Agora estou no Uber. Mas tenho que trabalhar 14 horas por dia para fazer isso”. Vanderson, músico, atraviesa la avenida paulista en un auto alquilado y me deja cerca de la esquina con la clásica calle Augusta.
Muchas personas del pueblo brasileño suelen ser retratadas por el periodismo actual como irresponsables por salir a trabajar, a la calle o a divertirse. Destaco la siguiente declaración recogida en un diario de Sao Paulo, hace dos semanas, de un hombre de mediana edad, que fue a la playa en un fin de semana, desobedeciendo la prohibición del gobernador João Doria, que en pleno verano, decretó el cierre de las playas de gran parte del Estado de Sao Paulo durante los fines de semana.
“Eu trabalho toda a semana e viajo todo dia apertado como lata de sardinha no transporte público. Quer dizer que eu posso morrer trabalhando, mas quando chega o fim de semana não posso vir a praia? Não faz sentido.”
Esa observación me llamó la atención sobre un punto completamente ignorado por el periodismo. Frente a una emergencia sanitaria y delante del gran esfuerzo económico que representan las ayudas del estado y la compra masiva de vacunas, nadie, absolutamente nadie de la prensa, de los políticos o de los intelectuales, ha exigido que las autoridades (nacionales, regionales o locales), realicen un fuerte y urgente plan de obras públicas para expandir el transporte público y transformarlo en un servicio de calidad y así lograr que millones de brasileños no viajen hacinados en subtes, ómnibus y trenes, transmitiendo y contagiando el virus.
“Estou desde março sem trabalhar, sem ganhar nada. Sorte que tinha guardado algo. Acho que vou emigrar a Portugal. Lá pelo menos tenho saúde e escola gratuita para meus filhos”. Marcos, actor, dueño de un extenso currículo de películas, telenovelas y teatro.
Esta semana el gobernador João Doria dio un paso atrás que sorprendió a muchos, al retirar algunas medidas recientes que restringían aún más la circulación, en particular la suspensión de muchas actividades durante todo el fin de semana. Le pregunto la explicación a Reginaldo, profesor de gimnasia y salvavidas, habitante de la región de Itaquera, una área distante y humilde la zona leste, donde se encuentra el estadio del Corinthians. Calculo que desde donde vive a su trabajo en el área central de la ciudad, Reginaldo debe demorar mínimo dos horas entre ida y vuelta. Traduzco, esta vez, el pensamiento de este brasileño, que interrumpe su lectura de un libro de la religión espírita, para responder mi pregunta.
“Sabes lo que pasó? Que ya el primer fin de semana, nadie cerró sus tiendas ni dejó de trabajar. Los comerciantes de mi región se negaron, porque la alternativa era fundirse. Y no había fiscalización de las autoridades. Acá se mezcló salud con política. Antes de las elecciones, hubo tres meses de actividad con restricciones, más o menos normales, porque le venía bien por fines electorales. ¿Termina la elección y este tipo quiere cerrar todo? ¿Y todavía se va a ver el partido del Palmeiras con el Santos al estadio? O sea, que él no se queda en su casa como ordena hacer. Igual que en Navidad y fin de año, cuando cerró todo y se fue a Miami. Entonces, la gente se hartó. En marzo, en abril, allá en mi región, todo el mundo hizo caso y se quedó en su casa, en cuarentena. Pero ahora ya no. No se aguanta más.”