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¿Hay alguna clase de proyecto político detrás de la declaración de pandemia y de las medidas adoptadas para combatirla? 

Por Hoenir Sarthou

El término “proyecto”, en cuanto supone la existencia de un plan racionalmente diseñado, puede dar lugar a dudas.  Pero resulta evidente que, con o sin deliberación, las medidas de prevención adoptadas están determinando un reordenamiento del mundo que puede definirse como político (en el sentido más amplio del término “político”). Veamos por qué.

Desde el punto de vista económico, la cuarentena opera como un gigantesco concentrador de riqueza. 

Por un lado, la centralidad de lo sanitario y el encierro domiciliario hacen que ciertas áreas de la economía  tengan un desarrollo y reciban unas ganancias sin precedentes. En un mundo desesperado por descubrir una vacuna, con los contactos presenciales restringidos y obligado a endeudarse, resulta inevitable que las expectativas y los recursos materiales, públicos y privados, se vuelquen torrencialmente hacia la industria farmacéutica, las empresas de telecomunicaciones y el sistema financiero, que son los grandes beneficiarios de la situación.   

Por otro lado, en términos más generales, la prolongada detención o reducción de muchas actividades productivas, laborales y comerciales hace que, salvo en ramos imprescindibles, como el suministro de comestibles, las empresas chicas se hundan, en tanto sobreviven y aumentan sus chances de acaparar el  mercado las que tienen suficiente aire en los pulmones como para resistir. 

La pauperización y el endeudamiento de grandes sectores de la sociedad,  y de los Estados, acompañados por una gran concentración de riqueza en pocas manos, en particular por el desarrollo abrumador de tres áreas específicas (industria farmacéutica, telecomunicaciones, finanzas) son el  mapa económico de la “nueva normalidad”. Con consecuencias que, como veremos, van mucho más allá de lo meramente económico.

En lo estrictamente político, el esquema global de poder ha experimentado también un gran cambio. El mundo se ha convertido –ahora sí- en una verdadera aldea global, una “Coronapolis” uniformemente condicionada y obsesionada por el coronavirus.

En ese marco y en tiempo record, los Estados han resignado gran parte del poder que todavía tenían, sometiéndose en apariencia a una tecnocracia sanitaria internacional que, a través de recomendaciones y protocolos, dicta en realidad las políticas públicas en prácticamente todos los planos de la vida social. Esa tecnocracia declaró la pandemia, aconsejó el encierro y el aislamiento de la población, determinó la paralización de la economía y trastornó como nunca antes la vida social y cultural de todo el planeta.

Los gobiernos que han intentado resistirse total o parcialmente a ese proceso -los casos de EEUU, Brasil, Inglaterra, México y Suecia son paradigmáticos- han sido literalmente bombardeados por campañas mediáticas de desprestigio acompañadas en varios casos por intentos de desacato institucional.  

Todo ello habría sido imposible sin el papel de los medios de comunicación, formales e informales.  Las grandes cadenas informativas y las redes sociales han sido la vía por la cual se universalizó el miedo al coronavirus, se presionó a los gobiernos (además de las presiones financieras), se popularizaron las cambiantes e inconsistentes versiones y recomendaciones de la OMS y se impuso la noción, absolutamente desautorizada por la realidad, de que la Humanidad enfrenta la mayor amenaza sanitaria de su historia. Cabe aclarar que la mortalidad causada por el coronavirus, incluso aceptando que las cifras difundidas por la OMS no incluyan falsos diagnósticos y muertes causadas por otras enfermedades, están alejadísimas de las que han causado otras epidemias en el pasado, sin que se clausurara el mundo por ello.

Un aspecto nada menor de este proceso es el recorte abrupto de libertades y garantías impuesto desde la declaración de la pandemia. El control social, autorizado por los Estados y aplicado conforme a los criterios de la OMS, recurriendo a menudo a tecnologías suministradas por las empresas de telecomunicación, han cambiado drásticamente el esquema de libertades de la población mundial, que, movida por el miedo, lo ha aceptado mayoritariamente, al menos hasta ahora. Una de las manifestaciones más significativas del nuevo control social es la censura que aplican, ahora desembozadamente, las empresas que administran las redes sociales. YouTube, Google, Instagram, Twitter, Facebook, etc. filtran y eliminan declaradamente los contenidos que pongan en duda la versión oficial de la OMS  sobre la pandemia o sobre los tratamientos para la COVID 19. Incluso han generado una orwelliana  “neo-habla” para referirse a la censura, por la que las opiniones o la información discordantes con la oficial son definidas como “desinformación” o “discursos de odio” y eliminadas sin pudor.

Hay un efecto general muy serio y complejo de estos hechos: el fundamento democrático al que apelan la mayor parte de los gobiernos para legitimar su poder se ha visto desplazado por otros criterios legitimadores. El pretendido valor vital de las medidas de prevención, la urgencia en aplicarlas, y un supuesto “saber científico” indiscutible por los legos, son las nuevas fuentes de legitimidad del poder en la “nueva normalidad”.

Para ver el panorama más completo, es imprescindible considerar las relaciones que existen entre las tres áreas económicas privilegiadas por la pandemia y los factores de poder que se han consolidado en la etapa pandémica.

Las relaciones económicas entre la industria farmacéutica y la OMS son evidentes e indiscutibles, porque resultan de los mismos documentos oficiales de la Organización. Sus principales financiadores privados son empresas farmacéuticas, que hacen sus aportes en una forma que les confiere enorme poder. Pueden aportar para el desarrollo específico de ciertos programas, lo que les permite decidir la orientación que tomará la OMS, por la vía de aportar dinero para los proyectos que interesan al aportante. Si a ello le sumamos las cifras siderales de dineros públicos que los Estados están destinando a la industria farmacéutica para que investigue en busca de una vacuna, el círculo de dinero-poder-dinero se cierra admirablemente.

Ya hemos visto el papel que juegan las empresas de telecomunicación. No sólo tienen el creciente poder de decidir cuál es la versión de la realidad que reciben y pueden comunicar los usuarios de las redes sociales, sino que son los grandes proveedores de los sofisticados medios de control social que los Estados están aplicando, lo que implica enormes transferencias de dinero a esas empresas y un grado de información y de poder que nadie había tenido hasta ahora.

Respecto al sistema financiero global, ¿qué decir que no sea obvio? Los Estados y las personas deben endeudarse para soportar la cuarentena y pagar las políticas sanitarias, así como las de restricción y control, lo que inevitablemente concluirá con un mundo tremendamente endeudado y más dependiente que nunca del poder financiero.

Una lectura muy común de esta clase de fenómenos es buscar el origen de la madeja pensando exclusivamente en quién se beneficia materialmente de la situación. Me temo que, en este caso, ese método es insuficiente. A cierta escala, cuando las sumas son astronómicas y el poder es global, el dinero es poder y el poder es más dinero,  incluso me animo a decir que, a esos niveles, no es posible conservar y acrecentar el dinero sin detentar y ejercer poder.

Es obvio, por ejemplo, que la nueva normalidad va acompasada con el ascenso de China en el escenario mundial, lo que parece implicar un papel cada vez más protagónico de ese país en la economía global y la expansión universal de sus políticas de control social y de reducción de libertades. Sugerentemente, la poderosa industria farmacéutica china se ha asociado a la industria farmacéutica occidental que financia a la OMS. 

Así las cosas, sigue en pie la pregunta inicial: ¿hay un proyecto político deliberado detrás de la declaración de pandemia?

No tengo respuesta segura. Depende de cosas aun indemostrables, como si el virus fue creado o sólo aprovechado para instalar el actual estado de cosas, y si efectivamente, como parece, se pretende convertir a la “nueva normalidad” en una forma de vida permanente y universal.

Un mundo asustado, restringido en sus libertades, controlado por grandes corporaciones que dictan e imponen las políticas públicas, y limitado en materia de información a lo que se difunde a través de la prensa y de las redes sociales, es en sí mismo un proyecto político, deliberado o no, muy conveniente para quienes controlan las políticas y la información, aunque atroz para el resto de la humanidad.

Falta decir algo fundamental. Como todo proyecto político, si pierde su máscara sanitaria y tecnocrática, generará inevitablemente resistencia. De hecho, ya la está generando, en forma de insistentes versiones científicas opuestas a la oficial, manifestaciones públicas, comisiones ciudadanas de investigación y una resistencia individual, vital y espontánea, de muchas personas a someterse a restricciones que las privan de lo esencial para una vida sana y feliz.

Algo es claro. El coronavirus no es ya sólo un asunto sanitario o científico. Comienza a verse a la “nueva normalidad” como un fenómeno político. Y me atrevo a vaticinar que se resolverá, en una u otra dirección, en forma política, no sanitaria.