PORTADA

Por Gonzalo Curbelo Dematteis

Es interesante repasar, con una ligera perspectiva -aún no mucha y sin que haya terminado la crisis y su impacto-, el proceso que vivimos este año interesante, y lo que creemos que nos va a dejar en la memoria. Algo que seguro voy a recordar fue el día del cacerolazo en reclamo de que implementara una cuarentena forzosa y estricta. Yo venía desde hacía días viendo como diversas variables del toque de queda y la persecución estatal se decretaban sucesivamente en todos los países, y estaba realmente preocupado de que también sucediera aquí, a pesar de la voluntad expresa del gobierno de no hacerlo. Me preocupaba, paradójicamente, por mi propia salud: desde que tuve un quebranto de la misma hace unos años, se hizo fundamental en mi vida el incorporar unos largos paseos de diez kilómetros diarios a primera hora de la mañana, acompañado por mi perro Santino, un dogo hiperactivo. Estos paseos se volvieron el regulador perfecto de mi ánimo, mi tiempo de reflexión y meditación diarias, el método que encontré para controlar mi sobrepeso y, en resumidas cuentas, una de las cosas centrales en mi vida. Pero ahora voces estridentes decían que el aire mismo estaba envenenado, que atravesar un radio mayor al de una manzana era convertirse en un heraldo de la muerte, y que el simple deambular sin una necesidad básica era un acto antisocial e irresponsable. La noche del caceroleo me atrapó justo dando mi paseo nocturno, y al menos en mi barrio fue atronador, imposible de ignorar. Algo realmente fuerte; al menos yo no escuchaba uno así desde los de la dictadura, y algo que sumado al pedido de las gremiales, a Tabaré Vázquez reclamando el encierro domiciliario con toda su autoridad de galeno, y a a los tweets -plagados de mentiras, ahora se sabe- de un ex presidente del SMU asegurando que los hospitales ya estaban colapsando, eran, me pareció, bastante sonido y furia como para forzar la mano y que se decretara la cuarentena obligatoria.

Volví a mi casa deprimido y pensando en cómo adaptarme a lo que se venía. Ya estaba trabajando desde casa y para mantener mi salud tendría que hacerme alguna rutina domiciliaria de ejercicios, tomar sol en el balcón para no perder vitamina D… algo podía inventar. Más difícil sería adaptar al perro a que hiciera sus necesidades en el pequeño patio de casa, y que aprendiera a controlar su ansiedad de correr y moverse. La iba a pasar mal, pero todos la íbamos a pasar mal. Esa noche se sentía el aire sucio de nervios y enfermedades, como si hasta el zumbido de la iluminación de las calles vacías vibrara desafinado. Me costó mucho dormirme.

Al otro día me levanté a primera hora, el perro empezó a saltarme alrededor entusiasmado porque era la hora de salir. Lo miré y me dio muchísima tristeza. Más o menos por diez segundos, porque entonces me dije “a la mierda con todo, esto es una locura”. No había ningún toque de queda, no había policías o militares en la calle, no había nada excepto miedo, silencio y reproche, ¿qué tenía eso de nuevo?

Le puse la correa al dogo y bajamos hasta la playa Ramírez, estaba amaneciendo y no había absolutamente nadie, ni un auto, ni un transeúnte, nadie. Y nunca vi esa rambla más hermosa que ese día, ni el aire más fresco. Caminé hasta el Faro de Punta Carretas y seguí hacia Pocitos, cruzándome solamente con un tipo que hacía jogging. Nos saludamos con un gesto de camaradería irresponsable. Di vueltas un par de horas por la ciudad vacía, escuchando blues viejos y fantasmales de Skip James y Willie McTell, y volví a mi casa con el mejor estado de ánimo que había sentido desde que todo el vértigo había empezado. En los días siguientes no sólo no dejé de salir a caminar, sino que ni siquiera volví a pensar en dejar de hacerlo, porque estaba claro que había estado pensando mal. Y casi me desilusionó un poco cuando paulatinamente los autos y los otros caminantes volvieron a transitar, repoblar las calles y hacer sus propios ruidos. Le había agarrado el gusto a esa ciudad desierta pero llena de viento y blues de auriculares en la que se podía caminar por mitad de las calles sin preocuparse mucho ni ponerle la correa al dogo. El resto es algo pensable, debatible y susceptible a la perspectiva temporal y la nueva información, y sobre lo que podemos cambiar de punto de vista varias veces en el futuro. De la belleza inhumana del Montevideo vacío y aterrado, no creo que cambie de opinión.