ENSAYO

Por Alexander Castleton

Hace ya algún tiempo que hay quienes argumentan que la dicotomía izquierda/derecha no es una distinción útil para entender la realidad política y que es necesario buscar nuevas categorías para orientarnos. El hecho de que a la vieja dicotomía le canta el cisne es evidente, por ejemplo, en lo que sucedió en Canadá con el llamado “convoy por la libertad” de camioneros, que llegó y se instaló en la capital, Ottawa, frente al parlamento y alrededores. El convoy se originó como protesta a los mandatos de vacunas al cruzar la frontera con los Estados Unidos, pero luego las reivindicaciones se hicieron más generales y difusas. Esta marcha resonó dentro y fuera de fronteras, y prontamente se hizo una recaudación de fondos a través de plataformas online que alcanzó millones de dólares.

Luego de haber vivido casi una década en Ottawa, puedo decir por experiencia que es una ciudad extremadamente segura, ordenada, tranquila y amigable. Pero también es una ciudad muy aburrida, como suelen ser las capitales federales de muchos países (Canadá es en sí un país reconocidamente soso y Ottawa es conocida como the town that fun forgot, es decir, el pueblo que la diversión olvidó). Esto se debe en parte a la dispersión de la población hacia los suburbios, que hace que los centros se vacíen después de las 5 de la tarde cuando los burócratas vuelven a sus residencias. Otra característica de Ottawa es que es una ciudad muy dominada por el wokism, en otras palabras, la corrección política como ideología (descrito por Mazzucchelli como “el fascismo íntimo” 1), que es el nuevo credo que se enseña en las universidades y da un profundo sentido de pertenencia a quienes aprenden sus simples dogmas. No existe quien se autoidentifique como woke, sino que es un tipo socialidentificable, como es el “hípster” o el “plancha” —nadie se identifica como tal, sino que otros lo determinan de acuerdo con valores, formas de vestir, presentarse, actuar, etc. que demuestran. 

El término woke proviene de ser un “iluminado”; es quien abrió los ojos y ve la estructura de la realidad tal cual es. Para estos ungidos, la realidad está dividida metafísicamente entre grupos opresores y oprimidos, todo es una construcción social, y por tanto la realidad es una lucha lingüística. La verdad no existe y lo único que hay es la voluntad de poder. Esta forma de entender el mundo tiene sus orígenes en la disolución del dualismo sujeto/objeto moderno, que luego fue prolongada con el concepto de interseccionalidad, acuñado por la académica Kimberley Crenshaw a fines de la década de los 80, que refiere a que las injusticias sociales operan en simultáneamente en varios niveles, como ser de clase, género, racial, discapacidades, etc. Por eso, las injusticias operan sistemáticamente dentro de una organización social que está irrecuperablemente podrida.

Al haber ido a hacer estudios de posgrado en ciencias sociales en Ottawa en el 2012, fue un shock bastante grande la homogeneidad de pensamiento en este sentido. Pero esta homogeneidad no es patrimonio exclusivo de las universidades canadienses, ya que en muchos ambientes académicos uruguayos sucede lo mismo, aunque quizá las ideas woke no han adquirido la suficiente fuerza (creo que las modas tardan aproximadamente 15 años en llegar a Uruguay, aunque ese proceso se está acelerando). La diferencia es que en Canadá se acompañan de una pronunciada despersonalización y soledad. Esto es decir que, en el nivel de las relaciones personales, debido a la muy estricta separación entre lo privado y lo público, así como a la tradición individualista anglosajona, los individuos actúan de forma más rígida, desarrollando estrictamente el rol social que les compete en cada momento y temiendo profundamente cualquier tipo de espontaneidad (el canadiense sale como rata por tirante cuando algo se escapa del libreto). A su vez, hace tiempo existe una preocupante crisis de soledad entre los jóvenes norteamericanos que la pandemia solo exacerbó. En Uruguay, creo yo, el grado de personalización es mucho más profunda y las relaciones sociales que se establecen suelen ser menos mecánicas, automáticas, y predecibles, y la gente no suele estar tan sola. 

El primer ministro canadiense, Justin Trudeau, pertenece al Partido Liberal. Si utilizamos la perimida dicotomía, los liberales serían la centroizquierda del espectro político. Sin embargo, en Norteamérica hoy en día el ser liberal no tiene mucho que ver con el sentido tradicional e inglés del liberalismo, sino con aquella visión woke. A los que tienen esta forma de concebir el mundo y de operar políticamente, se les denomina derogatoriamente snowflakes (copos de nieve) por el hecho de que toman ofensa con todo lo que conciban como opresor, que puede básicamente ser cualquier cosa. La censura es el mecanismo político básica al que recurren. El ser snowflake es propio de las generaciones norteamericanas más jóvenes, siendo el resultado de la cultura familiar basada en el cuidado extremo del niño, la disminución y prevención de cualquier riesgo, el énfasis en la autoestima, la idea de que “todos somos únicos, especiales y ganadores”, catalizado por las tecnologías de la comunicación. Esto produce que la realidad, altamente mediatizada por tecnologías digitales, sea una prolongación de mi mismo que debe ser higienizada y ajustarse a mi voluntad respetando mi originalidad, en vez de ser lo que objetivamente marca los límites de lo posible.

El primer ministro Justin Trudeau, siendo el arquetípico snowflake, se fue de Ottawa argumentando riesgos de seguridad contra una sedición que (increíblemente) clasificó como misógina y racista. Es cierto que los camioneros causaron perjuicios a los habitantes del centro de la ciudad al verse la movilidad disminuida y por el ruido ocasionado, pero contrariamente a la visión del primer ministro, la demostración se caracterizó por ser pacífica, compuesta por hombres y mujeres, y multi-racial (una muestra del tenor de la convocatoria fue que se organizaron ollas populares para la población indigente de la capital, que cabe comparar con otras manifestaciones de grupos por la “justicia social”, como Black Lives Matter). 

Trudeau terminó invocando el Emergency Act, una especie de medidas prontas de seguridad, para deshacer el convoy y así la llamada “ocupación” de la capital. Además, aquellos que contribuyeron al convoy pueden sufrir represalias como pérdida de empleo y el congelamiento de cuentas bancarias debido a que estarían financiando “una organización terrorista”.

Lo que sucedió en el gigante del norte es el curioso fenómeno en el cual los trabajadores le demostraron a una clase urbana ottawense dominada por una élite burócrata —que en gran medida tienen estudios universitarios y de posgrado— que no son los bárbaros salvajes y primitivos que habitan en la profundidad del bosque. El hecho que muchos de aquellos estén altamente educados no es baladí, pues ese hecho (que usualmente va acompañado de haber mamado las premisas woke, ingresos acordes, y, en una ciudad burocrática, trabajos muy seguros, pero usualmente muy rutinarios y sin ningún tipo de

sobresalto) se relaciona con algo fundamental: el estar en contacto con nada real. Esto es decir que el trabajo de las personas altamente educadas en ciudades como Ottawa o cualquier otra del mundo más desarrollado se hace más que nada frente a una computadora manipulando abstracciones. Y aquí, como describe N.S. Lyons2, radica el principal clivaje de nuestros días: aquellos que trabajan con cosas tangibles, incluyendo trabajo físico —y, podríamos decir, por tanto, cosas más reales— y aquellos que trabajan frente a computadoras. 

A esta diferencia, Lyons le ha llamado como aquella entre “los físicos y los virtuales”, pero otros comentaristas la han descrito como “los anywheres versus los somewheres” (los cualquier-lugar contra los algún-lugar) o “los globales versus los locales”. Esta caracterización se debe a que para unos el lugar donde estén físicamente les es irrelevante ya que mayoritariamente experimentan el mundo a través de una pantalla, y para otros todavía existe el arraigo a un lugar específico que se les impone. En otras palabras, los anywhere o globales habitan un espacio indiferenciado basado en el flujo constante tanto de información como de sus propios cuerpos, mientras que los somewhere o locales habitan un lugar con texturas y límites particulares. 

Los virtuales o anywheres son la actual tecnocracia—una élite administrativa de expertos que domina instituciones y burocracias. Y esta élite nunca estuvo tan distanciada de la realidad de la gente trabajadora como ahora (o de the basket of deplorables, como los llamó Hilary Clinton, es decir, un conjunto de deplorables) a pesar de que esta élite suele auto-señalarse como “de izquierda”. Los que marcharon a Ottawa fueron mayoritariamente trabajadores manuales y gente rural, o lo que el socialismo de otrora llamaría obreros y campesinos. Al abrazar eslóganes como el feminismo y su defensa a ultranza de construcción social del género, o el cambio climático, los globales se olvidan de que la clase trabajadora tiene otras preocupaciones muy distintas de lo que dice el último artículo que circula por las redes sociales identificando alguna opresión a mujeres, minorías “racializadas”, o animales.

Pero los somewheres o físicos en Canadá se hartaron, mostrando el tema de la actual crisis de la democracia: tecnócratas globales conectados digitalmente, para quienes la realidad no les presenta límites, contra gente que vive en un lugar y manipula cosas reales. En definitiva, lo que caracteriza a la élite tecnocrática anywhere/virtual es la arrogancia de creer saber más que el resto; que ellos son los expertos que tienen la verdad de la milanesa. Ellos son los que pasaron por las universidades donde aprendieron a través de distintas theories y Gender/Indigenous/Race/Ethnic Studies que todo es una construcción social operada por el lenguaje. Si la realidad contradice su teoría, quien debe cambiar es la realidad. Esto ya lo describió Hannah Arendt en Los Orígenes del Totalitarismo y particularmente su ensayo Lying in Politics de 1972, donde describió que los “solucionadores de problemas” durante la guerra de Vietnam, es decir, tecnócratas expertos que sabían mucho sobre política abstracta pero que ignoraban la realidad de Indochina, terminaron imponiendo sus teorías a la realidad con total desconocimiento de los hechos. La realidad no importaba; lo que sí importaba era mantener la imagen y controlar la narrativa (el desenlace de la guerra de Vietnam es conocido).

Es interesante pensar qué tiene que ver lo que sucede en países como Canadá con el Uruguay. Es cierto que son sociedades muy distintas, pero lo que pasa en el primer mundo tarda cada vez menos en llegar acá, sin importar que lo que pase allá no sea tan aplicable en el contexto local. Esto me pareció evidente con el concepto de “cultura de violación” a raíz del reciente evento judicial que se hizo mediático. Recuerdo que en el 2012 la cultura de la violación era algo que se discutía bastante en el ambiente universitario. Al principio, al venir de una sociedad latina, no sabía de lo que me estaban hablando. Pero luego de conocer un poco más la sociedad norteamericana me di cuenta de que quizás tiene sentido para esas realidades, pero dudo de su valor explicativo para esta (esto lo explica la autora feminista disidente Camille Paglia, quien atribuye a la atomización de la familia nuclear suburbana norteamericana, que vive una cómoda vida “sanitizada”, la falta de contacto con el aspecto dionisíaco de la realidad). Pero esa es la fuerza del globalismo: lo que se dice en Estados Unidos tiene ser así por que sale de Nueva York o California (y ni que hablar de Harvard) y es la verdad revelada; ¿quién va a osar ponerlo en duda?

Las ideas globales buscan establecerse a través de burocracias y tecnocracias que son el poder de la pura abstracción, donde no existe alguien físico que tenga una identidad con quien se pueda dialogar, con quien enfrentarse o a quien presentar preocupaciones o quejas. El problema es que este proceso conduce inexorablemente al totalitarismo. Ibram Kendi, uno de los principales y más influyentes intelectuales/académicos del anti-racismo en Estados Unidos y por tanto una figura capital del wokism, por ejemplo, propone la formación de un Departamento de Antirracismo compuesto por expertos en la materia que examine todas las políticas en todo nivel de gobierno, así como la expresión de ideas racistas en instituciones 4. Ese, en definitiva, es el sueño de los virtuales/anywhere/globales/woke: el control totalitario, bajo su dominio experto, que anule toda espontaneidad humana y disentimiento. 

En Uruguay el tema racial no ha adquirido todavía la preponderancia que tiene en otros países, pero ya vendrá (ver una especulación de esto en un ensayo de Mazzucchelli del año 2020). En Canadá, por ejemplo, uno de los temas más candentes es el de los pueblos indígenas, que quizás en Uruguay no sea muy identificable debido a que no hay grupos que hayan perdurado. Lo que es interesante es ver como principalmente (pero no solo) la “izquierda” uruguaya toma como propios temas que son ajenos en gran medida a la clase trabajadora, y que quizá no se correspondan tanto con la profunda fractura social y económica que existe en Uruguay, donde una parte de la población literalmente habla un idioma distinto y con un acento propio que trasciende a la geografía de los acentos del interior. 

Es claro que el wokism y su expresión académica de la interseccionalidad es la estrategia de la “izquierda” en el siglo XXI; de eso no hay duda. Lo curioso es ir viendo cómo las ideologías globales desarrolladas por profesores, expertos, tecnócratas, y burócratas ricos en las cómodas universidades americanas de las costas, son replicadas no solo por la “izquierda” sino también por la “derecha” en los confines del mundo como Uruguay, sin considerar si realmente conceptualizan lo que aquí sucede, si realmente contribuye a la vida de las personas de este rincón del mundo o atiende de algún modo a sus problemas reales. Pero, de todas maneras, si la realidad es una construcción social y por tanto infinitamente maleable, esta va a consistir en lo que aquellos expertos indiquen, le guste a quien le guste.