DIÁLOGOS

Luego de escribir esto, sabedor de que su sensibilidad y talento tendría algunas objeciones o ampliaría el punto de vista, le sugerí a Diego Andrés Díaz conversarlo por escrito. Su primera respuesta se publica también en este número

Por Aldo Mazzucchelli

Una suerte de autodenominada “derecha cultural” acaba de determinar la genealogía de lo que ellos llaman “la izquierda cultural”. El veredicto es tan infundado como implacable. Mezclan en una misma sentencia a Derrida y a Foucault, a Heidegger y a Adorno. Quien los leyera sin un trasfondo filosófico mínimo, podría concluir que Heidegger fue un marxista, o que el anarquismo erudito y siempre buscador de Foucault es una variante del corporativismo fascista. Ignorarán también la profunda enemistad entre Foucault y Derrida y los pondrán en una misma arca filosófica, a no soportarse uno a otro por la eternidad.

Esta derecha cultural es, puesto que en lugar de pensar se autodefinen como “dando la batalla cultural”, simplemente una variante de la “izquierda cultural”: están al servicio de la política, y por tanto antepondrán sus intereses de poder por encima de su pensar. Eso los incapacita por definición como pensadores, independientemente de aciertos circunstanciales en el diagnóstico parcial de una u otra cosa. Dado que pasan a funcionar de acuerdo a parámetros políticos, no tienen más remedio que leer cualquier cosa -esta columna, por ejemplo- como una expresión política, empobreciéndola a una etiqueta. Son una variante de cosas equivocadas definidas precisamente por la izquierda, del tipo “no hay nadie que no tenga ideología”. Su lógica no es la del pensar, ni la del pensar el poder, sino que es la lógica del poder.

Su maniobra concreta respecto de la crítica de la “izquierda cultural”, es un extraordinario gol en contra, en la medida en que les veda aprovechar a quizá el único filósofo con consecuencias del siglo XX y de varios hacia atrás, que es precisamente Heidegger. En lugar de intentar apropiarse de la parte de herencia heideggeriana que correspondería a un sólido tradicionalismo tan retrógrado como futuro, han cometido el suicidio de defender el pseudo liberalismo, hoy censurador y guerrerista.

Semejante “diagnóstico” sobre lo que sería la “izquierda cultural” o el “marxismo cultural” (intercambian ambas cosas como si nada) y semejante ausencia de profundización no es más que la excusa para crear una especie de nuevo campo cultural gramsciano, en el cual políticos mucho más ignorantes que los que alimentaron la derecha en las generaciones idas puedan agrupar ideológicamente a jóvenes dispuestos a reinventar todo lo que ya no existe, ni existirá, a lo que llaman “la civilización occidental y cristiana”. Recordemos, contra ese nuevo campo del pensamiento chapucero y de contragolpe, algunos rasgos del valor posible de un pensamiento negativo como el de Derrida.

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Derrida, muerto en octubre de 2004 y vivo como cualquier ser en letra lo está para siempre- es un escritor talentoso, un ensayista, si se permitiese decirlo así, desesperado. No espera que la vida alcance sus causas finales, sus metas: justicia, verdad, bien, distinción consciente, experiencia plena (no mediada). En el interín, reflexiona sobre cómo se nos presenta esa serie de imposibilidades. La deconstrucción de lo-que-sea es una redefinición de ese lo-que-sea de tal modo que deje de ser visto como lo que nuestras rutinas de ver nos lo hacen ver. Pero eso no es conocer el objeto: es desconfiar de la colectividad. Porque es la colectividad -es decir, el lenguaje- quien nos ha dicho de antemano qué es eso que es.

El filósofo -cree Derrida y cree la Modernidad de la que Derrida es el último suburbio pensador- debe ser un héroe solitario, en el sentido que debe descubrir por sí solo -al margen de, y contra- la colectividad, lo que es, la experiencia, la justicia, la verdad, el bien, la muerte, la violencia, lo humano y lo animal. Pero ese descubrimiento -descubrirá primero el filósofo- debe hacerse con las herramientas de la tribu que escribe. Con el francés -al que Derrida confiesa alguna vez querer puro, al tiempo que confiesa también, por supuesto, que ese querer es inconfesable para él. Pero el bendito francés -o español o lo que sea- contamina el acontecimiento y nos hace saber, apenas sabemos francés, que el acontecimiento nunca puede ser algo que ocurra realmente, salvo también en francés. No puede ocurrirnos a nosotros, porque el acontecimiento siempre está mediado por una repetición -que en una de sus lecturas consiste en que lo habitual, la conceptualización que ordena el mundo en el lenguaje, está siempre ya presente en todo lo que experimentamos como el momento presente-. Y el acontecimiento, puesto que está conformado siempre por los hábitos de lo que ya ha acontecido a otros y a nosotros, tiene en sí también una anticipación de lo que va a acontecer después. Inmediatamente después, muy probablemente -como que cuando bajamos del taxi en la puerta de casa luego muy probablemente abriremos la puerta de casa- y mediatamente después, como que seguiremos viviendo en español, o en francés, por el resto de nuestra vida consciente, siendo incapaces de distinguir de veras entre yo y el otro que está en mí con sus aparentes trampas, condicionamientos, máscaras, inconscientes y desvíos.

Desde luego, nada de esto tiene por qué ser vivido así. De hecho, nada de esto es vivido así por casi nadie. Las personas confiamos en la justicia, en que existe la novedad, y la sentimos, y en que nuestras decisiones son algo de lo que debemos hacernos responsables individualmente, y lo hacemos, a menudo hasta que nos cuesta la muerte. Esto no va en desmedro de la ética filosófica de Derrida, pero es una observación que nos lleva a una nueva observación acerca del carácter desesperado de la filosofía derridiana. Como Derrida se ha propuesto ejercer la crítica radical, pero esa crítica no es percibida como dialéctica platónico-hegeliana sino como cancelación desesperada de la individualidad (o de lo Otro: son un par estático) que impediría el Otro término, la filosofía de Derrida se convierte en la única filosofía posible de una civilización en decadencia terminal, es decir, una civilización muerta, porque ya no tiene dialéctica sino linealidad.

Las oposiciones en las que se basa una sociedad viva son oposiciones que se pueden resolver -o mejor dicho, postergar creativa y positivamente- en el curso de la actividad social. Esa sociedad que logra ponerse de acuerdo provisoriamente no existe en el panorama radicalizador de Derrida.

Pero cuando una sociedad -un lenguaje- no tiene ya esperanza en ponerse de acuerdo, una filosofía -mejor dicho, una ensayística- como la que brillantemente ha desplegado Derrida procederá a formular todas las maneras en las que un lenguaje y una cultura ya no podrán ponerse de acuerdo para solucionar sus aporías, o postergarlas en el acuerdo de funcionamiento y buena fe. La buena fe se vuelve anatema. La ensayística de Derrida tiene como cometido exponer las contradicciones e imposibilidades ocultas en toda conceptualización. Pero una conceptualización no aspira a la perfección no contradictoria, sino al fluir de la vida. Al detenerse en las contradicciones supuestas -pero no operativas en la vida real de la comunidad- la ensayística de Derrida tiene como resultado la obstrucción del fluir, el desánimo de los participantes en el lenguaje, la desconfianza mutua radical, y finalmente una desesperación que llama bien a una apertura radical al otro, sea mujer autómata o animal -esa idea de impracticable hospitalidad absoluta del último Derrida-, o a una idea de cierre misantrópico en el atentado contra uno mismo y todo otro. 

Paradójicamente, la declarada intención de Derrida es lunar, masiva, inclusiva, protectora. Es como una madre que para proteger por igual a todos sus hijos decide no distinguir de ninguna manera entre ellos, creando una inclusividad redentora que es precisamente la negación del lenguaje, cuyo mecanismo fundamental radica en la diferencia. 

Las consecuencias sociales de su extraordinaria ensayística me parecen sin embargo de una esterilidad horriblemente productiva. Han abierto el camino a dos fuerzas antisociales cuyo objetivo no es lunar, materno y protector, sino de la más estricta violencia excluyente, seca y salvajemente impersonal como el viejo dios Saturno: por un lado, al nihilismo individualista que se ideologiza en egoísmo grupal. Si mi sagrada subjetividad -que además nunca se puede definir de modo que nadie pueda hacerse cargo de ella- no es satisfecha, la transformaré en el arma de presión insaciable e interminable de un grupo cualquiera de insatisfechos. Es así como la aporía de los (imposibles) límites entre yo y otro se convierten en un arma contra todo acuerdo y buena intención en el funcionamiento diario de una civilización, lenguaje, cultura. Por otro lado, los poderosos dispuestos a mantener a los demás en estado controlable no están cortos ni perezosos para usar ese “anhelo a la subjetividad plena de un acontecimiento pleno que me revele mi yo pleno”, con el fin de explotar ese egoísmo ingenuo hasta el límite máximo de la violencia intersocial, que significa el punto de no funcionamiento de cualquier sociedad. 

El deseo de un acontecimiento puro terminó generando la desconfianza paralizante en cualquier funcionamiento humano civilizado. Es lo humano mismo lo que está ahora en juego, y el propósito de los que tienen el poder de aprovechar la sociedad para sus propias metas -mucho más solares y reales que los radicalismos nubosos de Derrida-  tienen en sus manos la posibilidad de convertir a los seres humanos efectivamente en animales, y ponerlos efectivamente en un zoológico. E incluso, en primera instancia, quizá alguno cometa la enormidad de hacerlo invocando a Derrida. Ya comenzaron al articular las subjetividades indefinibles en un conjunto de inasibles e infantiles juegos de aparente poder, el cual se controla dando pequeños premios a los empujes reivindicativos sin conexión con la vida primaria y real, la de los recursos naturales, el trabajo para vencer una resistencia de la naturaleza, y las armas.

Como toda ensayística poderosa, la de Derrida aguarda su justificación post-armageddon. No lo habrá provocado. Se habrá limitado a seguir implacablemente el rumbo del pensar, a sabiendas o no de que una primera estación de esas aporías es la aniquilación de cualquier confianza en un nosotros que permita un funcionamiento. Al convertir a cada lector en un policía del lenguaje ajeno obturando teóricamente la innata capacidad del bicho humano para distinguir la intención del otro, la ensayística de Derrida no puede recibir un diagnóstico positivo antes de la destrucción general. Una vez que esta haya pasado, quizá se vea el rol necesario -implacablemente necesario- de una filosofía consecuente con la verdadera situación de injusticia, inaceptabilidad de lo Otro, y falta de amor protectivo, en la que ya había desembocado la civilización de Derrida cuando el escritor entró a escena. 

Oswald Spengler -una cita nada esperable en un escrito sobre el argelino- tiene una de sus intuiciones muy a propósito del efecto que Derrida tiene que producir en quienes creen que el renacimiento no viene después de una necesaria muerte, en el segundo volumen, página 203 de La decadencia de Occidente. Dice así:

Cuando Nietzsche escribió por vez primera las palabras “transvaloración de todos los valores”, el movimiento espiritual de estos siglos en cuyo centro vivimos había encontrado al fin su fórmula. “Transvaloración de todos los valores”: he aquí el más íntimo carácter de toda civilización. La civilización comienza invirtiendo todas las formas de la cultura antecedente, alterando su inteligencia y su manejo. Ya no crea nada; se limita a cambiar la interpretación. He aquí la parte negativa de todas estas épocas. Presuponen el acto propiamente creador.”

Quizá toda civilización deba llegar a un nivel de autosconciencia en la que unos pocos, de heroísmo intelectual casi repulsivo en su disposición a enfrentar los signos de la corrupción, estén dispuestos a seguir empujando tal proceso de decadencia. Así como nadie es completamente quien es hasta después de morir, acaso ninguna civilización pueda realizarse hasta no haber aceptado y transitado hasta el fondo su propio fin.