PORTADA

Por Mariela Michel (*)

En un texto en esta revista, Fernando Andacht se refiere a la una nueva forma de ‘grieta’ generada a partir del concepto de ‘nueva normalidad’ en la sociedad, y afirma que  “a partir de ese instante bautismal, la grieta tuvo nombre y apellido.” Ese término “grieta” describe aquella forma de relación entre grupos que se consideran ideológicamente opuestos, una relación que consiste en no relacionarnos en absoluto. Tengo el privilegio de ser parte de dos grupos de WhatsApp cuyos integrantes se alinean con vehemencia en uno de ellos con “la izquierda”, y en el otro con “el gobierno”. En ambos grupos, se abordan diariamente temas cotidianos como el rechazo o el apoyo a  la LUC, respectivamente, con igual fervor colectivo y unánime. La grieta se evidencia así firmemente instalada en esa posición antagónica inamovible. Sin embargo, durante el 2020, sucedió que cualquier planteo crítico relativo a la ‘pandemia’ que algún integrante  realizara sufría el mismo destino a ambos lados de aquella grieta partidaria. 

Un movimiento de tierra parece haber logrado que esa hendija inflexible se desperezara para cambiar de posición y volviera a acomodarse con toda su pesantez en el mismo angosto lecho. Pero esta vez dejó a su lado una popular nueva forma de unanimidad. En  mi caso personal, comencé a percibir que había quedado instalada en el lado menos agradable de la grieta, cuando, en ambos grupos y en aras de mantener la larga amistad que nos unía, mis comentarios críticos con respecto a las medidas sanitarias comenzaron a estrellarse repetidamente contra la estruendosa pared del más absoluto silencio, una reacción que intentaba ocultar un evidente aumento abrupto de la tensión ambiental. Luego de esos momentos incómodos, sucede que bromas o palabras optimistas surgen  para descalificar de modo sutil aquella intervención desafinada, que luego se  pierde en la atmósfera colectiva de un estar de acuerdo amistoso y para siempre. La unanimidad y la grieta se manifiestan claramente como las dos caras de esta única moneda cuyo valor de compra de seguridad y confort ha crecido de modo estrepitoso en los últimos tiempos. 

Aquí surge una pregunta: ¿por qué sería deseable discrepar con quienes están tomando decisiones en un momento difícil en el que es positivo remar todos juntos y en la misma dirección? Lo que voy a argumentar aquí es que la unanimidad en torno a la pandemia no es producto de una real coincidencia de opiniones, sino de la obediencia, de una auto-imposición disciplinaria. En ese sentido, si bien ese modo de funcionamiento  puede tener un grado alto de practicidad a la hora de tomar decisiones rápidas,  esa unanimidad simplemente no refleja la realidad de los grupos humanos. Defino ‘la realidad’ con base en la filosofía de C. S. Peirce, como aquello que es como es más allá de lo que cualquier persona puede opinar al respecto. Voy a citar algunos ejemplos extraídos de la vida cotidiana que tienden a apoyar la idea de que la unanimidad basada en las auto-imposiciones disciplinarias llevan a la pérdida de contacto de las personas consigo mismas y por ende con su percepción del mundo y sus circunstancias. La pregunta entonces no es si la unanimidad es deseable, sino si es un fenómeno real.

Durante este año de ‘pandemia’, he dedicado tiempo a hacer observaciones de tipo etnográfico casero  en conversaciones con personas en la calle. Fueron intercambios breves en filas de feria, en los taxis, o  en la puerta de algún negocio o banco. Voy a citar aquí algunas de las frases recogidas que apoyan la hipótesis de que la actitud de obediencia prevalece sobre el deseo de tomar decisiones de modo autónomo, incluso en el caso de adultos hechos y derechos. Agrego a estos ejemplos la observación del uso repetido en los grupos de WhatsApp mencionados arriba de la palabra ‘acatar’ y de la expresión ‘pérdida de tiempo’, lo que sería una consecuencia de  discutir sobre un tema que nos involucra centralmente, pero sobre el cual nuestro punto de vista no sería relevante en absoluto. Por la extensión de este texto, les pido que confíen en mi afirmación de que existieron otros comentarios similares a los que voy a citar aquí. De los intercambios en la calle, elijo solamente los dos más reveladores. Una señora mayor que caminaba de modo inestable con su tapaboca, agradeció que le recordase que estaba al aire libre y sin personas alrededor de este modo:  “a mí me parecía que las mascarillas al aire libre no eran necesarias, yo estoy todo el día en mi casa encerrada y cuando salgo es para tomar aire”. Lo que considero interesante es que se trató de un intercambio entre dos señoras en condición de igualdad que se cruzaron en la vereda, sin embargo, ella necesitó la opinión de una desconocida para afirmar su propio punto de vista. Otra frase curiosa surgió en una conversación en la que tres personas opinábamos sobre la situación actual. Una de ellas se destacó por el modo seguro en que afirmó su discrepancia general hacia las medidas sanitarias. No obstante, de modo inesperado, en determinado momento hizo una pausa, bajó el tono de voz para decir estas palabras: “yo creo que todo esto no tiene ningún sentido, pero lo tenemos que hacer igual… como ovejas”. Me intriga especialmente el uso de la palabra ‘ovejas’ por parte de una persona que se muestra dispuesta a tener una opinión auto-descartable.

Una posible razón de la sin razón auto-impuesta por algunas personas

Por un lado, reconozco que es tentador apoyarse en quienes están a cargo de tomar decisiones, que a su vez se apoyan en La Ciencia con mayúscula para poder aceptar fuertes restricciones que, por su parte, se apoyan en la potente explicación de que lo están haciendo “por nuestro propio bien”.  Ese triple apoyo nos puede resultar tan sólido que nos libera de la responsabilidad con la tranquilidad de que la decisión final queda en buenas manos. Pero lo fundamental es que el acto clave de tomar una decisión importante como ésta queda en ‘otras’ manos. Confieso que el haber recordado la frase de Alice Miller, “por tu propio bien” no fue un acto deliberado, sino una expresión que me tomó de sorpresa, llegó sola al texto quizás llamada por la similitud de la situación actual con evidentes características punitivas.  

Pienso que si alguien leyó el libro de Miller (1980) Por tu propio bien: Raíces de la violencia en la educación del niño, le resultará difícil no realizar esta asociación. También es fácil encontrar similitudes en la situación actual en la que todas las instituciones estatales y municipales disponen que debemos seguir sus dictámenes sin chistar, y que es necesario hacerlo por nuestro propio bien, o someternos a los castigos monetarios y penitenciarios que han decretado.  También es difícil no atribuir un significado punitivo al uso de tapabocas que no tienen ningún aval científico, en una época en que se destaca tanto el valor de la ciencia.  Al igual que en el caso de la educación de los niños descrita por Alice Miller, la fuerza de los castigos parece esconder una monto importante de violencia gratuita, infligida a la población mundial, bajo el muy verosímil pero casi transparente disfraz de una sanción diseñada para cuidarnos

En las teorías sobre el desarrollo de los niños, se distingue dos tipos de conformidad ante la reglas. Cuando las figuras de autoridad recurren a la razón para explicar el beneficio de ciertas conductas, los niños tienden a desarrollan lo que se conoce como ‘conformidad comprometida’ (committed compliance). Por otro lado, la obediencia resulta de la aplicación de estilos educativos caracterizados por el autoritarismo punitivo. En este último caso, el pronóstico en relación a su desarrollo general puede estar afectado negativamente. Los estudios recogen evidencias de que los métodos disciplinarios utilizados durante la infancia influyen no solamente en el comportamiento, sino  principalmente  en el desarrollo, moral, emocional y cognitivo. El estilo educativo basado en el autoritarismo radical en la infancia tiende a bloquear la evolución de los procesos de intelectuales. 

Como ex alumna de un colegio que se enorgullecía de destacarse por su disciplina severa, he escuchado de parte de varios antiguos compañeros frases de agradecimiento hacia la educación recibida y a los valores transmitidos en cada penitencia y con cada palabra dura. Pero, por otro lado, es necesario considerar las consecuencias reales de seguir aplicando una educación que nos enseña a acatar.  Años han pasado desde aquella época de métodos disciplinarios que arrancaban lágrimas y cabezas bajas. También han pasado bajo el puente diferentes ideologías políticas que definieron cambios en los principios que rigen la escuela pública vareliana. La generación que ahora es considerada de riesgo ha sido testigo de muchas experiencias de educación alternativa, algunas basadas en técnicas de talleres de libre expresión por parte de pioneros como Juan Carlos Carrasco y Mauricio Fernández, en un época en la que del Brasil llegaban vientos  que impulsaban a educar para la liberación del oprimido. Sin embargo, un breve pasaje por la gran mayoría de los centros educativos nos muestra que esos vientos pasaron demasiado rápido, sin que pudieran asentarse y modificar el clima educativo imperante. La educación punitiva continúa impertérrita, subsistiendo en períodos de gobierno de derecha y de izquierda, siempre dejando demasiadas cabezas gachas e innumerables pequeños ojos vidriosos. Otra pregunta que se me ocurre aquí es: ¿Cuánto bien nos debería hacer el sufrimiento para que valga la pena?

Durante mi trabajo como psicóloga, han sido pocos los niños con los que conversé que no hayan relatado alguna experiencia educativa adversa. Mi propia experiencia laboral incluye niños provenientes de centros privados y familias que consultan en el ámbito hospitalario. Luego de una estadía fuera del país, he tenido también la invalorable experiencia de ser psicóloga en un Club de Niños en lo que se conoce como un contexto crítico. Más allá de las diferencias curriculares, observé a lo largo de los años y a lo ancho del abanico de ideologías políticas, una casi total unanimidad en cuanto a métodos disciplinarios aplicados en la educación, descontando, por supuesto, varias opiniones aisladas. Acudí a la primera reunión de equipo técnico en el Club de Niños esperando que las semillas de la libre expresión plantadas años atrás hubieran florecido durante un período de mi ausencia. Esas expectativos fueron progresiva y lastimosamente descartadas con cada nombre de la lista de niños que “habían perdido la posibilidad de ir al próximo paseo” , y aplastadas definitivamente cuando la Coordinadora me explicó que “estos niños solo entienden ese lenguaje”. No imagino algo más opuesto al  conocimiento psicológico y al sentido común que decirle a un integrante de un grupo social marginalizado que deberá sufrir una nueva exclusión.  Pero esa primera observación solo fue una pequeña muestra que luego se maximizó de modo extremadamente doloroso, al encontrar niños con lágrimas en los ojos o puños y dientes apretados por los rincones del club.  Mi ilusión de que fuese una experiencia aislada sucumbió por la aparición frecuente en muchos relatos de frases como “fue porque me pusieron en penitencia”, “no fui porque me suspendieron”. 

Ante mis relatos, por supuesto, recibí respuestas satisfactorias de personas en INAU que afirmaron que en esta tarea “lo único delicado son los niños”. Sin embargo, la fuerza de las instituciones y  la sobrecarga laboral se vuelven a instalar para que se pueda pasar por alto algo que la tradición ha legitimado como un mal menor realizado por nuestro propio bien. 

O quizás el castigo subsista con tanto vigor por el supuesto bien común, para que sociedades enteras continúen aceptando sofocar los ‘pequeños’ matices y la inmensa multiplicidad de tonalidades que constituyen la diversidad de opiniones de ‘insignificantes’ seres comunes, que deben nuevamente enfrentarse a la autoridad que en el pasado envió al rincón todo el clamor de  nuestros cuerpos parlantes. Una vez más, por nuestro propio bien, debemos callarnos frente a la  potente unanimidad de los innumerables representantes que encarnan una sola voz grave y altisonante, y que esta vez no se encuentra  detrás de un escritorio imponente, sino que es amplificada  por  micrófonos y y enaltecida por las luces de un estudio televisivo.


(*) Doctora en Psicología