PORTADA
Por Mariela Michel
Tengo la sensación de que además de su efecto puntual, la sentencia del Juez Dr. Alejandro Recarey (Sentencia Nro. 41/2022) nos concedió un momento de pausa para pensar. En medio de la vorágine que nos tiene en frenético movimiento desde hace más de dos años y medio, durante unos días al menos, alguien pudo poner un límite a las fuerzas huracanadas que nos empujan permanentemente a tomar acciones predeterminadas y cambiantes. A partir del decreto que dio inicio a la emergencia sanitaria, los medios de comunicación no han cesado en su transmisión ininterrumpida de recomendaciones, imposiciones, incitaciones a comportarse de tal o cual manera. Ni siquiera luego de que el decreto de emergencia sanitaria quedara sin efecto, han cesado los mensajes de alarma difundidos por esos medios. La enorme mayoría de la población respondió siempre con rapidez; aceptó y llevó a la práctica cada uno de los dictámenes, cada una de las órdenes y contraórdenes sin chistar, sin ni siquiera mencionar que eran muchas veces prematuras y casi siempre contradictorias. Todo fue y sigue siendo justificado por una alarma sanitaria. Como toda alarma, cualquier amenaza provoca dos respuestas: la de lucha o la de fuga – en los casos en los que no ocurre una parálisis. Sin embargo, el pensar requiere que el movimiento se detenga para poder responder adecuadamente. Todos sabemos que, en caso de incendio, siempre se solicita mantener la calma: “Lo primero y fundamental es mantenerse calmado, evaluar la situación intentando analizar qué se quema, en qué cantidad, localizar el lugar donde se encuentra el fuego y si éste puede propagarse”. Aún en esos casos extremos, es imperioso detenerse a “evaluar la situación”. Y esto no es nada más ni nada menos que lo que solicita el juez. Se trata de una vacunación que está aún en proceso de evaluación. Más allá de la discusión que se generó a partir de la sentencia sobre el término ´experimental`, lo que no se pone en duda es que las vacunas para este rango etario -menores de 13 años- están en fase IV de un período de evaluación, sin que la FDA (Food & Drug Administration) de Estados Unidos le haya concedido aún la aprobación definitiva. Lo que sí se les otorgó fue una aprobación para uso de emergencia (ver FDA 17 de junio, 2022). Como en toda situación de emergencia es necesario detenerse, sopesar, y encontrar después la salida adecuada.
Las noticias alarmantes, los comentarios angustiantes, las recomendaciones imperiosas, los consejos autoritarios, las imposiciones, las reprobaciones, los insultos siguen siendo proferidos desde los medios de comunicación con la justificación de que nos están protegiendo de un submicroscópico enemigo ubicuo e invisible; un ser maligno que nos acosa desde los espacios más íntimos de nuestra vida cotidiana. Todos estamos afectados desde hace dos años y medio por esa amenaza terrorífica, siniestra. Y aquí es oportuna la reflexión de Freud (1919) en el texto que lleva justamente ese título “Lo Siniestro”. Allí se plantea que el término alemán unheimlich que significa “siniestro” refiere a algo que causa espanto, y su etimología lo ubica en un ámbito que es diametralmente opuesto y antagónico al entorno familiar:
“La voz alemana «unheimlich» es, sin duda, el antónimo de «heimlich» y de «heimisch» (íntimo, secreto, y familiar, hogareño, doméstico), imponiéndose en consecuencia la deducción de que lo siniestro causa espanto precisamente porque no es conocido, familiar. Pero, naturalmente, no todo lo que es nuevo e insólito es por ello espantoso, de modo que aquella relación no es reversible. Cuanto se puede afirmar es que lo novedoso se torna fácilmente espantoso y siniestro; pero sólo algunas cosas novedosas son espantosas; de ningún modo lo son todas. Es menester que a lo nuevo y desacostumbrado se agregue algo para convertirlo en siniestro”. (p. 2)
En este caso, lo que hace que sea una experiencia siniestra es el hecho de que lo que produce espanto nos amenaza desde el ámbito doméstico, íntimo. Y el principal centro de nuestro hogar, en el cual los medios de comunicación han ubicado esta amenaza invisible, es el lugar más delicado del núcleo familiar. Desde un inicio, han difundido la afirmación de que los niños podían ser vectores de contagio y que por ende ellos ponían en riesgo la salud de sus abuelos. Esta afirmación es literalmente siniestra. Y es más siniestra aún, si se lo sigue afirmando luego de que esa sospecha fuera descartada por una multitud de artículos científicos. Ninguno de los científicos entrevistados en los medios de comunicación locales ha citado un artículo donde se hubiera constatado una mayor transmisión del virus por parte de los niños. La razón de esto es que no los hay.
Aún para quienes carecemos de conocimientos de tipo jurídico, parece difícil encontrar razones para no pensar que la sentencia es prudente y sensata. Un magistrado consiguió otorgarle a la sociedad una semana libre de incitaciones. Los medios de comunicación han sido una picana permanente que ha amplificado exclusivamente las voces de alarma. La presión mediática ha operado también sobre el gobierno, para apresurarlo en la toma de decisiones y en la compra de vacunas. La situación de alarma es demasiado prolongada para ser aceptable como un llamado permanente. Por definición, toda situación de emergencia, luego de un tiempo deja de serlo. Si esto no fuera así, la mente y el cuerpo se desgastarían a tal punto que las personas podrían entrar en un desequilibrio emocional.
La sentencia del juez Recarey es un llamado a la calma, para poder recoger toda la información necesaria a fin de que los padres de los niños menores de 13 años puedan pensar, tomar una decisión no apresurada; para que ellos puedan firmar el consentimiento, o no hacerlo, y para tal fin cuenten con la información a la que tienen derecho. Eso no es una exigencia que surge del capricho de un juez. Todo procedimiento aplicado a un ser humano exige la firma de un “consentimiento informado” en el que se describa exhaustiva y claramente los beneficios y los riesgos, es decir, que esté expresado en un lenguaje comprensible para personas no especializadas en el área correspondiente. Cualquiera que haya realizado una investigación científica sabe que el suministrar la información completa que incluya las posibles consecuencias negativas del procedimiento que será aplicado no es una opción, sino una obligación de quienes lo aplican. Se trata de un derecho de todas las personas. Por eso, en los medios académicos existen comisiones de ética, que están dedicadas a vigilar que esto se cumpla rigurosamente antes de emprender el estudio. Los estudiantes de posgrado que hayan recogido datos para una tesis saben que esto es así, aún sin haber estudiado derecho. El aportar la información necesaria en tiempo y forma es una obligación que no depende de la voluntad de ningún magistrado concreto; ésta debe acompañar la firma de todo consentimiento. En este caso, la sentencia no hace más que exigir que se cumpla con esa obligación.
Hecha la ley, hechos los medios de comunicación para confundirnos
El fallo judicial fue acatado de modo inmediato. Por lo tanto, no tenemos razones para dudar de que el procedimiento judicial haya sido llevado adelante de acuerdo con lo que dicta la ley. Lo que se espera es que cualquier persona que decida opinar sobre una decisión judicial, lo haga manteniendo la actitud de respeto que merece un funcionario judicial a quien la sociedad ha conferido la autoridad legítima en un área determinada. Sin embargo, una vez conocida esta sentencia, lo único que se escuchó a través de los medios de comunicación fueron epítetos descalificadores y degradantes dirigidos a una figura cuya investidura debería ser resguardada, y su reputación sólo puede ser cuestionada dentro del marco institucional y de los límites que marca la ley. Así como los medios actúan como modelos de conducta que fomentan el máximo respeto hacia los científicos que integran el GACH o con respecto a los médicos entrevistados, todos esperamos que se mantenga la coherencia cuando se trata de otros cargos con autoridad institucional. Además de generar sentimientos de miedo y de culpa, como se ha constatado y descrito en detalle en varios textos publicados en esta revista, los medios nos confunden permanentemente.
En un programa de la televisión argentina conducido por Marcelo Tinelli hace ya varios años, era habitual ver un entretenimiento hecho en base a una cámara oculta. En una oportunidad, uno de los humoristas que llevaban adelante esa actividad, éticamente cuestionable, simulaba ser un notero que en la vía pública abordaba a los transeúntes, para conocer su opinión sobre un tema de actualidad. Aquellos que accedían a ser entrevistados conversaban ante cámaras sobre el tema en cuestión, y luego se disponían a seguir su camino. Pero apenas caminaban unos pasos, ellos eran detenidos nuevamente, cuando se encontraban frente a una pequeña mesa instalada en la vereda, detrás de la cual una persona agradecía su participación, y con una muy amable sonrisa les informaba sobre el costo de haber opinado lo que opinaron ante la cámara. Con igual amabilidad, se les informaba además sobre el tema de la semana siguiente, en caso de que ellos desearan volver a participar, y por supuesto a abonar de nuevo por ese privilegio mediático. Ese era el verdadero momento de la cámara oculta, el instante en el que las personas sacaban su billetera para hacer ese desembolso con la misma sonrisa con la que habían sido antes interpelados. En ese momento, todo se detenía y se le informaba a la persona que era una “bromita para Videomatch”.
Recurro a esta anécdota, porque sin quererlo, este incidente es un pequeño experimento sobre el poder que tienen los medios de comunicación sobre todos nosotros. Se trata de un poder que no emana de una autoridad explícita, sino del efecto cautivante que posee el ocupar una plataforma con amplísima visibilidad pública. Varios años han pasado desde aquellas cámaras ocultas. Actualmente, el subyugante efecto hipnótico de los medios parece haber aumentado, por el hecho de ocupar un lugar de influencia privilegiado sobre un público “literalmente cautivo” durante el inicio de la pandemia (Andacht, 2020). No es de extrañar entonces que estemos tentados a abrir nuestros espacios más protegidos, como ellos lo hicieron con su billetera, para poner en sus manos nuestros bienes más preciosos. Como esos transeúntes, todos somos interpelados, mientras continuamos con nuestro diario trajinar, sin tiempo para detenernos a pensar y, en este caso concreto, sin nadie que nos anuncie “smile, you are on candid camera” (sonríe, estás en una cámara para cándidos).
El amparo judicial vs el desamparo mediático
Ninguno de los periodistas ni de los representantes del Estado o del sistema médico entrevistados mantuvo el debido respeto a una figura que, hasta que se pruebe lo contrario, actúa en representación de todos nosotros. Cuando un magistrado ejerce su función, deja de ser una persona común y corriente, ya que se inviste de un rol que la sociedad entera le ha conferido, es decir, que todos nosotros le hemos asignado, dentro del marco regulatorio que sostiene la democracia actual. Cuando un juez se coloca la cinta con los colores de la bandera para celebrar una boda, por ejemplo, además de ponerse determina prenda, está indicando que él ya no actúa como una persona común, sino como
un integrante del Poder Judicial. Esa ancha faja no es una vestimenta, ella representa su “investidura”, es decir, un elemento material que pone de manifiesto su función como integrante del Estado.
“Investidura: Acto por el que una autoridad o funcionario público recibe la titularidad de un órgano y puede ejercer en lo sucesivo las facultades y atribuciones que el ordenamiento jurídico asigna al órgano mismo.” (Diccionario Panhispánico del Español Jurídico)
Ya no se le puede decir al juez que hizo bien o mal al casar a esas dos personas, aún si pensamos que va a ser un ‘mal partido para esa chica’. Si todos los requisitos están allí, el juez no puede no casarlos, independientemente de cuál sea su opinión personal al respecto. El actuará lo quiera o no como la máxima garantía de que ese acto está amparado por el marco legal. Lo mismo sucede con los rituales de tipo religioso. Algo similar ocurre en el caso de un juicio: el fallo no surge de una opinión personal; aquel surge de una evaluación hecha en base a la sana crítica de todos los requisitos presentados ante la institución. No es posible, como lo han hecho muchos periodistas recientemente, dirigirse a un juez como si estuvieran conversando con un grupo de amigos en un bar, cuando éste está ejerciendo la función que le fue encomendada por la sociedad en su conjunto.
El derecho a no recibir información ¿es un derecho?
Aquellos padres que sintieron que la sentencia les impidió ejercer su derecho a vacunar a sus hijos pueden contraargumentar que las decisiones que han tomado con base en la información que transmiten los medios de comunicación no necesariamente revelan ingenuidad de su parte. Muchos de ellos pueden haber consultado a médicos, que, seguramente, les habrán proporcionado su opinión profesional. Eso es cierto. Sin embargo, llama poderosamente la atención que los padres de niños en ese rango etario no hayan apoyado de modo público una sentencia judicial que defiende su derecho a ser informados formalmente y con los detalles que la ley exige. La informalidad en este caso puede restringir los datos que se ofrecen, ya que no hay contralor de ningún tipo. Tanto el solicitar la opinión a un pediatra, como el escuchar las recomendaciones transmitidas de modo difuso y genérico por los medios, pueden producir la ilusión de que los padres están apoyados por quienes les hacen esas recomendaciones. En el momento del consejo es cuando se produce una confusión. La seguridad, el tono amable y concernido con el que las recomendaciones son realizadas por médicos y medios generan la impresión de que la responsabilidad por la decisión fuese compartida con profesionales que tienen conocimientos sobre este tema.
Más allá de que los profesionales tengan o no la información necesaria, lo que no es cierto es que la responsabilidad sea compartida. Los únicos que pueden tomar lo que probablemente sea una de las decisiones más importantes de su vida son los padres, y en eso ellos están solos. Luego de que hayan tomado esa decisión, y en el caso de que sea la decisión equivocada, ya no habrá posibilidad de ampararlos, tendrán que convivir con ella por el resto de su vida. El único momento en el que un juez puede protegerlos es antes de que la tomen. Aún si consideramos que el juez se equivocó en algo, nunca puede haber sido por exceso de información o por requerir formalidad en el procedimiento.
Y aquí probablemente llegue el argumento crítico del fallo del juez Recarey tan frecuentemente esgrimido por los voceros mediáticos: “la vacunación no es obligatoria’. Precisamente, es por eso que los padres se encuentran desamparados en este momento. Si fuera obligatoria, ellos estarían igualmente preocupados, pero podrían dormir con la tranquilidad de que la decisión está en manos de profesionales. Aún en el lamentable caso de que en el futuro ocurriera un efecto adverso para esta población, y si fuera de tal magnitud que les ocasionara una profunda e irreversible tristeza, ellos igual estarían en paz con su conciencia. La obligatoriedad les eximiría de esa carga tan pesada. Pero el hecho de que sea opcional pone la responsabilidad en sus manos exclusivamente, en manos de quienes no necesariamente están preparados para una decisión de tal magnitud. Esa fue justamente una de las razones que llevaron al juez a conceder el amparo, y no lo podría decir con mayor claridad que las palabras del Juez A. Recarey en la sentencia:
“En cierto modo, la mera oferta no compulsiva de vacunación es en este caso más lesiva del derecho de los mayores que la obligatoriedad: deja totalmente en manos del particular la decisión, a la vez que lo sume en la oscuridad. En la ignorancia del panorama sobre el que está llamado a actuar como mayor responsable. Para decirlo más ilustrativamente, en la esfera de la salud (como en todas), los padres tienen tanto derecho a la verdad como los hijos. Y más. Porque son los que deciden por ellos.”
No conozco los principios legales en que se sustenta esta afirmación, pero sí sé que la reflexión en que se apoya demuestra un profundo conocimiento de la psiquis humana. No hay mayor desamparo que el tener en nuestras manos una responsabilidad para la cual no estamos en modo alguno preparados. En este caso particular, se trata de una responsabilidad de la cual depende la salud de nuestros niños. Y digo nuestros, porque quienes vivimos en una sociedad con cuyo futuro nos sentimos comprometidos, consideramos que todos los niños que en ella habitan son nuestros niños, son los niños que la constituyen, y que harán perdurar en el tiempo la comunidad que estamos construyendo.
El desamparo de los padres ante la irresponsabilidad de dos virólogos mediáticos
El proveer información de modo difuso y confuso a través de los medios de comunicación con respecto a una decisión concreta coloca a los virólogos y pediatras que la aportan inevitablemente en una posición de irresponsabilidad. Nunca se puede descartar la posibilidad de que los padres tomen la decisión únicamente en base a sus palabras. Legalmente pueden hacerlo; no se requiere de receta médica para que sus hijos reciban la vacuna. Aún si sus recomendaciones son emitidas con conocimiento de causa, al no tratarse de un diálogo cara a cara, siempre existe la posibilidad de una comprensión imperfecta de sus planteos mediatizados. En estos últimos dos años, la posibilidad de una comunicación imperfecta fue mayor por el hecho de que los discursos mediáticos han tenido poca coherencia y además los periodistas han sido reticentes a la hora de señalar contradicciones a profesionales o médicos entrevistados. Veamos dos ejemplos que considero dejarán claro que las recomendaciones mediáticas son un acto de irresponsabilidad médica.
El primero caso mediático involucra al Dr. Juan Cristina, quien fue entrevistado varias veces en relación a la sentencia judicial del juez Recarey. Mencionaré dos de sus intervenciones, una radial, en el programa No Toquen Nada, por FM del Sol el día 08 de julio, 2022, y otra en televisión, en Polémica en el Bar, en Canal 10 ese mismo día. En ambas ocasiones, su discurso fue particularmente confuso. Por tal motivo, considero que el dar información a la población por los medios de comunicación en vez de hacerlo personalmente, en el momento previo al acto de vacunación, es una grave falta de responsabilidad. En sus intervenciones mediáticas, el prestigioso virólogo uruguayo se refirió a un estudio realizado con niños de entre 5 y 11 años, pero el número de niños que fueron sometidos a dicho estudio, según su testimonio, tuvo una variación de un significativo 0 a la derecha. En el programa matinal, el número de niños que fueron sometidos al mencionado estudio fueron “aproximadamente 2.200 menores”, mientras que en su participación en el programa nocturno de televisión, la cifra se había transformado en un “estudio en el cual participaron más de 20.000 niños”. Una de dos: o los investigadores trabajaron de modo vertiginoso inoculando niños esa misma tarde, o se trató apenas un muy pequeño descuido de lectura del doctor, que se confundió en un 0, que para su mala fortuna estaba claramente colocado a la derecha.
Por supuesto, cualquiera podría incurrir en un error de distracción, pero, justamente esta persona no es ‘cualquiera’, y su palabra no es tomada con la misma ligereza con la que fue emitida. Por eso, no pueden quedar de ninguna manera en la ambigüedad datos científicos literalmente vitales, como lo es la diferencia entre una aprobación de emergencia y una aprobación definitiva de estas vacunas Covid-19 para la población infantil. El Dr. Cristina fue claro en decir que las vacunas infantiles están en fase IV, pero luego él dejó en una nebulosa lo que esto significa, es decir, que aún están en un período de estudio y monitoreo. Este hecho le da la razón a la sentencia del Juez Recarey, según lo describe nada menos que la OMS:
“De hecho, la OMS describe a la Fase IV como los estudios que ocurren después de la aprobación de una vacuna en uno o varios países. Estos estudios tienen como objetivo evaluar como la vacuna funciona en el “mundo real”. En general son los estudios de efectividad y también siguen monitoreando los eventos adversos en la población luego de la vacunación.” (Infobae, 16 de julio. 2022)
Pero los virólogos que actúan en los medios de comunicación han ganado cierta omnipotencia e impunidad discursiva en función del pobre papel que están haciendo los periodistas a la hora de hacer preguntas en representación de los destinatarios de ese discurso, en este caso de los padres. En una entrevista del 8 de Julio, 2022, en el programa radial En Perspectiva, la viróloga Adriana Delfraro afirmó con seguridad, en relación a la sentencia del Juez Recarey, en la entrevista central de ese programa matinal, lo siguiente:
“No es cierto que tenga aprobación de emergencia. Tuvo la aprobación de emergencia, y ahora tiene la aprobación definitiva. Hace unos meses ocurrió la aprobación definitiva en particular para esta vacuna.”
Ante una afirmación tan tajante y segura emitida por quien está allí como una autoridad en esa materia, parece difícil cuestionar o discutir lo que ella plantea. En el mismo momento en que escribo estas líneas, pienso, quizás haya alguna página o información en internet que no puedo encontrar que trae esta noticia. Sin embargo, no puedo sino responder lo mismo que dijo el conductor de la entrevista, Emiliano Cotelo: “Esa es una información importante. Tal vez se me había perdido, tal vez no lo habíamos consignado”.
Ni el Juez Dr. Alejandro Recarey, ni un periodista que siempre se caracterizó por su minuciosidad y precisión detallista, ni quien escribe este ensayo hemos podido consignar la información que aportó ese día la viróloga entrevistada. Espero que alguno de los lectores de esta nota pueda hacerlo. Hasta el momento lo único que he podido consignar es la aprobación de emergencia en la página de la FDA del día 17 de junio, 2022, a las vacunas para niños entre 6 meses y 12 años y la aprobación definitiva otorgada a las vacunas para mayores de 12 años con fecha 8 de julio, 2022.
Con sinceridad, desearía por el bien de nuestros niños que tanto el juez, como el periodista, como yo misma seamos quienes estemos equivocados.