ENSAYO

Por Diego Andrés Díaz

Sostenía José Ortega y Gasset en Una interpretación de la Historia Universal que tanto los griegos como los romanos, al observar el proceso histórico del poder que veían frente a ellos o recordaban, parecía que “…el mando del mundo, el Imperio, se había ido moviendo, desplazando y como emigrando de un punto de la tierra a otro…”. Esta constatación algo obvia tenía sin embargo una característica muy llamativa donde “…primero, había habido el Imperio de los asirios, y que de allí el mando pasó al Imperio de los Persas, de donde a su vez se trasladó a Macedonia, con Alejandro el Magno, y que en su tiempo acababa de llegar a las manos del pueblo romano. Es decir que, por lo visto, el Imperio emigra de Oriente a Occidente, lo mismo que las estrellas…”

Este fenómeno era conocido por los romanos como translatio Imperii, y para Ortega esta máxima de movilización de curso sideral continuó en los siglos venideros con los procesos que tuvieron como protagonistas a los españoles, los británicos, y finalmente, los estadounidenses. Este designio algo determinista del futuro de la humanidad parece reflotarse al analizar las perspectivas globales a mediano y largo plazo: existe un discurso académico, técnico y popular bastante unánime en Occidente -en una extraña mezcla de fascinación y temor- que el futuro de la vanguardia mundial se encuentra en el eje del Pacífico y más específicamente, en China. Tanto a nivel de desarrollo económico, como en los aspectos tecnológicos, los analistas parecen confluir en la idea que el liderazgo global emigrará nuevamente en un translatio imperri de los EE.UU. a la potencia del sudeste asiático. 

Arnold Toynbee sostenía que este proceso de traslado de los centros hegemónicos responde especialmente a la relación entre el centro, y las fronteras de esos “imperios”: para el autor británico, los pueblos que se encuentran en las fronteras de una civilización con respecto a otros pueblos o civilizaciones están expuestos a una serie de presiones y peligros que no son vividos por los territorios centrales más resguardados de esas presiones, y que estas representan el estímulo e incitación necesario para transformarse en la vanguardia del proceso expansivo de una civilización o “imperio”. Según este autor, el proceso de refresh de una civilización está estrechamente ligado a el proceso por el cual el límite -que le llama marca– es en general el que toma la vanguardia de la civilización y renueva su proceso expansivo, dejando atrás, por su pujanza y capacidad de superar los desafíos que su condición “fronteriza” le pone, al “centro” como “faro” de desarrollo de cualquier polo civilizatorio: así, por ejemplo, la “marca” que revitalizó el modelo expansivo de la civilización occidental en su capítulo británico recayó en los territorios Americanos de las “trece colonias” que conformarían posteriormente los Estados Unidos. 

Este otro factor analítico puede darnos alguna pista de los procesos históricos de larga duración, y brindarnos quizás un nuevo elemento que refrenda la unánime mirada con respecto al destino del mundo y del sudeste asiático y China. Pero una observancia más detallada de los procesos históricos puede arrojar luz al respecto del rol que el sudeste asiático ha tenido en la Historia de la humanidad: durante varios siglos, el extremo oriental del continente euroasiático representó el espacio cultural y geográfico más próspero y pujante, y no fue hasta los siglos XV y XVI que el extremo occidental de la gran masa continental se convirtió en predominante en el mundo, eso sí, a un nivel inédito.

Durante varios siglos, el Sudeste asiático representó el núcleo duro de la vanguardia del desarrollo tecnológico y productivo del mundo antiguo. Pierre Chaunu sostiene que el conjunto China-Japón era el espacio más poblado, y esta circunstancia llevó a que emprendieran “…grandes empujes de exploración lejana” alcanzando indiscutiblemente a principios del siglo XV un predominio importante de las rutas marítimas en el Océano Índico. 

“…Si en el año 1420 el lector hubiera emprendido un viaje a lo largo de dos ríos, el Támesis y el Yangtsé – sostiene el historiador Niall Ferguson- se habría visto sorprendido por el contraste entre ambos. El Yangtsé formaba parte de un vasto complejo de navegación fluvial que unía Nankín con Pekín, más de 800 kilómetros al norte, y con Hangzhou, en el sur. En el corazón de este sistema se hallaba el Gran Canal, que en su momento de máximo apogeo llegó a tener una extensión de más de 1.600 kilómetros. El Canal, cuyo origen se remontaba al siglo VII a.C., y que contaba con esclusas ya desde el siglo X d.C. y con puentes exquisitos como el del Cinto Precioso (…) En 1420 Nankín era probablemente la ciudad más grande del mundo, con una población de entre medio millón y un millón de personas. Durante siglos había sido un próspero centro de las industrias de la seda y el algodón, y bajo el emperador Yongle se convirtió también en un centro de conocimiento. En comparación con Nankín, la Londres a la que regresó Enrique V en 1421 tras sus triunfos sobre los franceses apenas podía considerarse una ciudad…”

A fines del siglo XV la agricultura asiática era considerablemente más productiva que la europea. En el extremo oriental de Asia media hectárea podía sostener a una familia promedio debido a las bondades productivas del arroz, cifra que rondaba las 10 hectáreas para Inglaterra y aún más para Alemania. Una pregunta evidente es: ¿Qué pasó con China para que transitara de ser la vanguardia tecnológica y civilizatoria de Eurasia a estar en pocos siglos en una posición notoriamente secundaria con respecto a el lado occidental? Uno de los caminos para revelar esto puede ser el analizar algunos elementos relacionados a la realidad de la política marítima de China de la época, ya que esta representa un factor fundamental para comprender los procesos de expansión civilizatoria. 

Zheng He es el más famoso navegante de la historia china. La flota que estaba bajo su almirantazgo superaba los 300 enormes juncos que podían navegar entre océanos, y que eran mucho más grandes que cualquier barco que se construía en esa época en Europa. La flota China era superior a cualquier flota existente y solo se vería algo igual en Occidente, recién en la Primera Guerra Mundial.

Entre 1405 y 1424 la flota de Zheng He realizó entre 6 y 7 extensos y formidables viajes, los cuales lo llevaron por Tailandia, Sumatra, Java y el antaño gran puerto de Calicut, Temasek (luego Singapur), Malaca y Ceilán, Orissa; Ormuz, Adén, el mar Rojo, y en tres ocasiones, a la costa occidental de África. Lo interesante de este formidable periplo eran sus fines: “ir a los países [de los bárbaros] y llevarles regalos para transformarlos al mostrarles nuestro poder”, explica un manuscrito chino de época, que plantean uno de los elementos cruciales en su declive como potencia hegemónica: la falta de una voluntad aperturista y la tendencia a encerrarse en su propia cultura. 

Un factor central que maneja Pierre Chaunu en este extraño y súbito declive de la expansión y apertura China lo ubica en la falta de una “voluntad” para acometer una larga empresa de expansión, debido a factores mayormente culturales y no tecnológicos: “…nada la empujaba a ello –sostiene Chaunu en La expansión europeaTenía una frontera doblemente abierta, un profundo desprecio del mundo exterior, una aptitud para recibir a los misioneros, no para enviarlos. El budismo venía de la India, y desde China avanzó hacia Japón…”. Un factor sumamente sugestivo de esta tendencia es la implementación de lo que se conoce como el decreto Hai Jin, una serie de políticas chinas de carácter aislacionista que prohibió definitivamente los viajes oceánicos, restringió el comercio marítimo privado y los asentamientos costeros durante la mayor parte de la dinastía Ming y parte de la Qing. Según Neill Ferguson, a partir del año 1500, a cualquiera que se sorprendiera en China construyendo un barco con más de dos mástiles se le podía aplicar la pena de muerte y en 1551 pasó a ser delito incluso hacerse a la mar en un barco de esas características. Estas medidas inicialmente contra la piratería y el contrabando -entre otras razones- resultaron inaplicables y solo potenciaron su incumplimiento, pero evidenciaron una tendencia de la cultura sínica a encerrarse en su propio mundo y tener una enorme desconfianza y recelo frente a cualquier fragmentación política y declive de la autoridad. Esta medida además está relacionada a la restricción de exportación de plata en lingotes para apoyar la impresión de la moneda fiduciaria del emperador Hongwu que derivó en una destrucción de la moneda. (En 1425, la falsificación de papel moneda por el gobierno y la desenfrenada hiperinflación llevó a la moneda al 0,014% de su valor original, dándonos una pauta de lo antigua que es la estafa inflacionaria de los gobiernos).

Mientras se apagaba el empuje comercial y expansivo chino -y con ello su capacidad de innovación técnica y productiva-, la enorme cantidad de reinos y poderes en competencia de la poliarquía europea en el lado occidental de Eurasia mostraba exactamente el proceso inverso: tomando la vanguardia los portugueses, españoles y holandeses, estos diminutos y anteriormente bárbaros reinos se lanzaron de forma decidida y agresiva a los mares a través de las dinámicas Compañías comerciales y viajes de descubrimiento que fueron una de las más impresionantes muestras de éxito de una empresa absolutamente privada, popular y no mayormente planificada. Mientras en China el poder se centralizaba, en Europa la competencia entre actores privados imprimió a la navegación y la tecnología de una capacidad de innovación asombrosa.

Esta constante competencia militar y marítima de occidente contrasta con la monolítica y cerrada realidad China: “…El sistema Ming – comenta Ferguson- había creado un equilibrio de alto nivel: impresionante por fuera, pero frágil por dentro. El campo chino podía sustentar a un número notablemente grande de personas, pero solo sobre la base de un orden social esencialmente estático que literalmente había dejado de innovar…”. Adam Smith, prematuramente, ya señalaba un futuro de paridad económica y tecnológica del sudeste asiático con respecto a Europa cuando este finalmente realizara una apertura comercial y abandonara su cerrazón. Cuando el rey Jorge III del pujante Imperio Británico envió al emperador una serie de regalos tecnológicos, solo recibió el desprecio de su par chino. Las primeras tratativas de apertura comercial inglesa fueron infructuosas, hasta que los cañones terminaron con la política de aislacionismo chino un siglo después. “…La frustrada apertura de China -comenta Ferguson- simbolizaba perfectamente el desplazamiento del poder global de Oriente a Occidente que se había producido desde 1500. El Reino del Medio, antaño madre de la invención, se había convertido ahora en el “Reino Mediocre”.

El contraste de la realidad construida a partir del siglo XV en China, con las palabras de uno de los reformadores de la China moderna, Deng Xiaoping, es impactante: “…Ningún país que aspire a ser desarrollado hoy puede aplicar una política de puertas cerradas. Nosotros hemos probado esa amarga experiencia, y también nuestros antepasados la han probado. A comienzos de la dinastía Ming, en el reinado de Yongle, cuando Zheng He surcó el océano Occidental, nuestro país estaba abierto. Tras la muerte de Yongle la dinastía entró en decadencia. China fue invadida. Contando desde mediados de la dinastía Ming hasta las guerras del opio, durante 300 años de aislamiento China se empobreció, se volvió atrasada y quedó envuelta en la oscuridad y la ignorancia. No dejar ninguna puerta abierta no es una opción…”

La naturaleza de la potencia China vuelve a afincarse en su carácter de apertura económica y desarrollo amplio del comercio. Parece también, sin embargo, que aún ostenta enormes dificultades para elaborar un programa cultural seductor para las demás civilizaciones, y el desarrollo de una política exterior agresiva y expansiva parece centrarse en sus capacidades técnicas y financieras, además de promover y sostener cualquier régimen -por tiránico que sea- que responda a sus intereses geopolíticos. Esta última actitud la comparte con su adversario, el hegemónico bloque atlantista.

El virus como nuevo Chernobyl simbólico

Hasta ahora, la unanimidad sobre el designio vanguardista de China como nuevo “centro del mundo” parece bastante sólido. La crisis global por la pandemia lo tuvo en la primera línea detrás de los Organismos Internacionales, y se pudo observar una influencia creciente sobre ellos. Las últimas noticias con respecto al origen del virus parecen depositar un manto de sombras sobre la  actitud del gobierno chino frente a la información y el manejo de esta. En extramuros, se publicó recientemente un excelente informe -cuyo autor es Aldo Mazzucchelli- sobre los orígenes del virus y las connivencias subyacentes entre figuras connotadas de la política progresista norteamericana, los organismos internacionales y el gobierno chino.

Esta crisis sanitaria derivó a una crisis de confianza frente a los gobiernos. Quizás Chernobyl como alegoría nos recuerda cuáles son los mecanismos generales que se manifiestan en el totalitarismo. Un evento trágico, tiene la protestad de develar ordenada y sistemáticamente, la naturaleza del horror totalitario, del poder como fin, de la omnipresencia estatal, del colectivismo.

Uno de los factores en común con buena parte de lo que hemos vivido con la pandemia es la necesidad de la sumisión total a nivel comunicacional: esta sumisión al poder se asienta sobre la necesidad de la memoria frágil, en la censura y en el terror. Los regímenes totalitarios y colectivistas -y las crisis como excusa de acciones autoritarias- tienen un “ejército del miedo”, que se dedica no perseguir a sus enemigos ni a los disidentes -el silencio sepulcral es su antídoto para ellos- sino al que “mira y cumple”. El objetivo para los sistemas de seguridad y propaganda dice Todorov, “…no son los culpables, sino los inocentes, a los que es preciso mantener todo el tiempo, atemorizados, para que colaboren con ella…”

Una de las obsesiones de los nuevos modelos de control -imitación conceptual de los viejos totalitarismos del siglo XX- es la “sociedad totalmente transparente” y una realidad “bajo continua vigilancia”, donde el poder tenga el conocimiento total sobre la población. Es por esta razón que el promotor incansable del totalitarismo, el operador ideológico que vemos en los medios y en las redes, no es el ejecutor que consolida el ambiente autoritario: es el ciudadano común, que, lleno de miedo, vigila, delata y promueve que el control sea real, en cada esquina, en cada red. 

El elemento central en esto es la ideología “como metáfora del ideal”. En esto se han vuelto verdaderos maestros de la mentira. Orwell abundó en su caracterización: la mentira es consustancial a todo orden totalitario de inspiración “futurista” que promete paraísos en la tierra, hombres nuevos, revoluciones, reseteos, debido a la matriz utopista y “celestial” de sus supuestos fines, donde la propuesta teleológica es un combo de paz, justicia e igualdad, que lleva al hecho que la necesidad de “relatar” otra realidad se haga consustancial al ejercicio del poder.

Esta característica es bastante crucial en la praxis política de los modelos autoritarios, ya que los fines proclamados y las realidades forjadas necesitan de un aparato de falsedad constante y sistémico para mantener una simulación de concordancia. Por eso es tan fundamental el lenguaje, el dominio absoluto del lenguaje simbólico, del travestismo conceptual, de la consigna demagógica, de la falsa oposición, de la censura y de la calumnia. Todos ingredientes presentes en la ortodoxia pandémica, como en las operaciones de encubrimiento de eventos como Chernobyl.

Veneno Occidental, Antídoto Occidental

La relación con la civilización del Lejano Oriente, y con China, siempre ha mostrado contornos singulares: las naturaleza de las valoraciones realizadas desde occidente parecen desconocer una serie de factores propios de la historia política de China -no tienen tradición democrática ni proceso burgués de construcción de conceptos políticos de libertad individual, término que tiene según el biógrafo de Deng Xiaoping, Uli Franz,  tiene connotaciones negativas como sinónimo de “haberse escapado”.

El modelo de Partido Único y control político férreo de China parece regalarnos un nuevo capítulo de adaptación y avance, de la mano de las nuevas tecnologías de la información. Control facial, geolocalización, sistemas de puntajes para ciudadanos según su comportamiento sumisión al poder estatal, cancelación de la disidencia, parecen manifestaciones de las peores pesadillas sobre un mundo distópico que se corporiza en el implacable modelo chino, que hoy es promocionado como el futuro.

China como despotismo oriental de inspiración marxista en su génesis y economía abierta ha causado en las sociedades occidentales de principios del siglo XXI una mezcla de fascinación y temor, de rechazo y obsesión, de oportunidad y peligro. La revolución de Mao, sus proyectos de industrialización y Revolución cultural, sus millones de muertos, su Tiananmén, están allí, a pocas décadas de distancia. Como un ejemplo de manifestación externa a la civilización occidental, de algo parecido a una especie de “socialismo” de tipo marxista, el caso chino parecen tener como base algo bastante diferente a similares expresiones socialistas del tipo marxista en occidente. 

El fenómeno Chino -como aplicación fuera de occidente de una ideología occidental– parecen responder a una cuestión más de carácter Inter civilizatorio, que ideológico. Ante el impacto abrumador del industrialismo y el capitalismo en las civilizaciones no occidentales en el siglo XIX y XX, los cimientos de estas civilizaciones se vieron conmovidos tanto en los aspectos materiales como culturales. Fue tan amplia la victoria material de occidente, que esas civilizaciones, parece no haber configurado herramientas culturales y filosóficas para contrarrestar la superioridad occidental -debido quizás al “abismo” de lenguaje, es decir, no tenían en su bagaje civilizatorio algo que pudiera interactuar con cierto éxito frente a la distancia técnica- que los empujó a apelar a alguna ideología “rebelde” o “reactiva” del propio occidente, para enfrentar tamaña derrota.

No es extraño que las expresiones extra-civilizatorias del socialismo marxista, en alguna etapa, están impregnadas en gran medida de las filosofías nativas y de prácticas autóctonas mezcladas con la ideología exótica que es el marxismo, que utilizaron como vehículo cultural inicial para dar la batalla. Esta ideología exótica fue, en gran parte de los casos, el marxismo. En otras, el nacionalismo.

Esta situación puede advertirse en las grandes civilizaciones que abrazaron, parcial y por poco tiempo, ideologías reactivas al capitalismo triunfante, en su búsqueda de darle batalla. En Asia es notoria la mezcla de marxismo con despotismo asiático, formas de gobierno ancestrales y tradiciones institucionales que poco se parecen al marxismo teórico. Como señala Toynbee, en China el “aún exótico capitalismo occidental (…) fue vencido por una doctrina anticapitalista igualmente exótica”.

Esta misma tensión es visible en el periplo de Gandhi en la India, y la reacción que demostraron los sectores tradicionalistas a su prédica y movimiento: su reverencia frente a su prédica esta basada en su condición de santo, y su programa político representaba una adaptación local de las libertades políticas que había observado en su etapa como estudiante en Inglaterra. La transformación de la India en su concepción no era otra que hacer de su país, un Estado parlamentario moderno soberano, “con todo el aparato político occidental de conferencias, votos, programas, periódicos y publicidad” al decir de Toynbee. El disparo que acabaría con su vida por parte de un nacionalista indio simboliza la dificultad abismal de estas civilizaciones para articular una respuesta ideológica local frente a lo que fue el tsunami occidental del industrialismo. 

Arde Notre Dame, mientras escuchamos K-POP

Siempre ha sido causa de variadas reflexiones por parte de filósofos e historiadores, los procesos culturales que acompañan a los desarrollos de las civilizaciones. Un síntoma bastante recurrente frente al desarrollo expansivo de una civilización es la tendencia de sus miembros a imitar los comportamientos culturales de las élites, comportamientos y hábitos que desprecian y rechazan cuando aparecen señales de decadencia o declive. Por ejemplo, los pueblos germanos que orillaban el mundo romano como proletariado externo admiraban la cultura expansiva e imitaban sus prácticas profundas tanto como sus modas en vestimenta. Esta mímesis empezó a transformarse con el declive del mundo romano, y los anteriormente admirados e imitados romanos comenzaron a adoptar los nombres, las ropas y las costumbres de los anteriormente despreciados bárbaros. Pronto llegaría el colapso de su mundo. Este proceso histórico tiene un sinfín de capítulos en la Historia Universal y sus ritmos de expansión- contracción se asemejan a olas poderosas que avasallan la costa de las civilizaciones para, con el tiempo, retirarse dejando tras de sí un contorno transformado. Occidente parece encontrarse hace mucho tiempo, en un proceso de masoquismo sobre su naturaleza, sus instituciones, su papel histórico y su proyección a futuro. Sencillamente, buena parte de sus miembros no creen en lo que es su cultura, su sociedad. Uno de los eventos simbólicos más fuertes de esta circunstancia fue el reciente incendio de la catedral de Notre Dame. 

¿Cuál es la diferencia esencial entre una sociedad primitiva y una civilización? Creo que no se relaciona con la ausencia o existencia de instituciones -las sociedades primitivas las tenían, como las religiones del ciclo agrícola, el totemismo, la exogamia, los tabúes- y tampoco se relaciona con la división del trabajo, o la sedentarización, sino con un elemento menos cuantificable y más esencial: la mimesis o imitación. Las sociedades primitivas pasaron de la imitación del pasado en un retorno eterno a la imitación de las élites creativas.

No parecen ser -como vimos en el caso chino- el desarrollo de la técnica ni la expansión geográfica elementos determinantes en el desarrollo de una civilización, aunque sí extremadamente importantes. A su vez, las civilizaciones colapsan por razones totalmente diferentes a las relacionadas con su “naturaleza” (“ciclo vital”), o pérdida de dominio sobre el contorno, fracasos técnicos o asaltos extranjeros, necesariamente. Existen fuertes indicios que es en el progresivo debilitamiento de la mimesis creadora, de fuerte carácter aristocrático e intergeneracional, notoriamente cultural y simbólico, y mayormente, dinámico, la base del desarrollo de las civilizaciones. Y esto vale seguramente a la hora de intentar comprender las causas de su colapso. Es decir, “dejamos de creer” en lo que es. 

Hay cierta orfandad y desinterés académico en comprender el significado último de las religiones, más allá de su carácter de experiencia metafísica: con un pequeño esfuerzo de análisis histórico podemos rastrear en las diferentes corrientes de nuestra matriz judeo-helénica e indoeuropea del cristianismo el germen de lo que hoy imaginamos como “novedades ideológicas”, por más seculares, agnósticas o modernas que se presenten. Ellas son expresiones contemporáneas de largas tradiciones filosóficas de carácter religioso. Incluidas las más abiertamente hostiles a ese carácter -se podría sostener, en cambio, que estas ideas antirreligiosas son las expresiones más nítidas del cristianismo secularizado- que contienen en su corpus la marca indeleble de antiguas preocupaciones relacionadas con la naturaleza del misterio de la fe: la naturaleza del reino de Dios, el problema de la gracia, el determinismo, el misterio de la santísima Trinidad, la dimensión del libre albedrío, la tensión sobre la salvación, su forma y su fondo, etc. Su representación secularizada y moderna esconden, pero no ocultan, esta esencia religiosa de las ideas políticas y filosóficas occidentales modernas.

Cuando uno se pregunta en donde estriba la enorme potencialidad de occidente, en general la primera explicación intuitiva es depositar en su victoria técnica el origen último de su predominio. Es demasiado evidente que la técnica superior, elemento crucial y notorio a partir de la revolución industrial, le significó a Occidente un elemento de predominio insoslayable. Pero no olvidemos que la técnica se aprende, se imita y se perfecciona, así como un ejército constantemente perdidoso aprende las técnicas militares del enemigo victorioso, y pone la contienda en igualdad de condiciones. Esto lo vieron y pusieron en práctica, por ejemplo, los romanos frente a los cartagineses.

No parece ser la técnica la que pone a una civilización a la vanguardia. No definitivamente. La técnica se aprende. Los vecinos lo hacen. Los enemigos. 

En última instancia, la técnica es el medio de domesticar el entorno. Y si los occidentales se imponen por la técnica al entorno humano, es porque no tienen otro método. Lejos de depositar en esta técnica superior, en idolizarla, los elementos donde se sostiene la civilización occidental, sus pilares son una cultura. Y esta tuvo, por mucho tiempo, un enorme poder de mimesis formidable para los individuos que estaban dentro de la misma, e incluso para los proletariados externos que miraban extramuros su esplendor, su potencia. Pero ese esplendor no radica en las luces de la materia, sino del espíritu. En última instancia, parece que Notre Dame se incendia, pero se incendia por dentro.