LUMPENSAYO

Por Aldo Mazzucchelli

Cuando una cultura es sana y fuerte, el insulto público de buena calidad florece. Cuando una cultura decae, y la verdadera creatividad y fuerza polémica pasa a ser reemplazada por bobicultos, todo transcurre en voz baja, en una fingida e hipócrita unanimidad.

Los que piensan lo contrario no saben un cazzo de historia de la cultura. Hay que ilustrarlos.

Entre los siglos XVI y XVII, Francisco de Quevedo escribió cosas como estas : «Éste, en quien hoy los pedos son sirenas, éste es el culo, en Góngora y en culto, que un bujarrón le conociera apenas». Escribió también “Gongorilla, perro de los ingenios de Castilla...”, o “apenas hombre, sacerdote indigno“, o aludió a la cara de Góngora empezando un famoso poema “Érase un hombre a una nariz pegado…

Quevedo insultaba en público y por escrito a don Luis de Góngora y Argote, poeta rival. Sabiendo del gusto de don Francisco por las tabernas, por su parte Góngora en público le llamaba “Quebebo” -y también le dedicó unas cuantas rimas. Sabiendo de la frecuente borrachera, también, de Lope de Vega, Góngora los ayuntó en cierta estrofa:

Hoy hacen amistad nueva
más por Baco que por Febo
don Francisco de Que-Bebo
don Félix Lope de Beba
”.

Y poco antes de la salida del Quijote -en setiembre del 1604-, Lope de Vega, que lo había leído de antemano, y vivía en una crónica polémica con Cervantes, escribe y difunde en la corte unos versitos anticipando el libro, que incluyen este pasaje:

¡Honra a Lope, potrilla, o guay de ti!,
que es sol, y si se enoja, lloverá;
y ese tu Don Quijote baladi
de culo en culo por el mundo va…”

En la época de Quevedo, Lope, Góngora y Cervantes había reglamentos también, y más estrictos que ahora. Pero querer aplicarle un reglamento a un escritor es como querer aplicarle un alambre de púas a una niebla. A estas horas, en cambio, unos pocos estudiantes asustados y desconsoladamente oficialistas piden orden, piensan que está bien que se levante sumario y restrinja la entrada a un local de estudios a un compañero de ellos, porque escribe usando toda la paleta del castellano, hazaña a la que la mayoría de la población local ya no puede aspirar, y que en una facultad de “comunicaciones”, en lugar de reprimirlo, debería contar como virtud. Encima, los estudiantes reconocen en uno de sus foros que aunque Felipe Villamayor dice unas cuantas factibles verdades sobre el nivel de la casa de estudios que ha decidido criticar, elles preferirían no haberlas leído ni saberlas, porque así se pueden recibir sin que sus virginales y frágiles conciencias se vean ensombrecidas por el fantasma de la ambigüedad. Tal parece que hay que aplicarle un trigger warning a cualquier crítica a la autoridad, y que no cuestionarse nada y eliminar toda duda deberá convertirse, también ahora, en un derecho del ya consagrado y autocelebrado infantilismo universitario.

Las autoridades de la época pretendieron censurar y acallar a Quevedo, pero visto en perspectiva histórica, fracasaron completamente. La razón por la que fracasaron -y fracasarán los porculizados contemporáneos también- es porque leer a Quevedo o a Góngora sigue siendo más interesante, educativo, y virtuoso, que leer o aplicar los formulismos de virtud de los idiotas del siglo XVII.

En cuanto a Montevideo, en 1900, cuando la ciudad tenía una lozanía cultural de la que hoy tal vez carezca, Julio Herrera Reissig y Roberto de las Carreras escribieron, entre otros, estos párrafos, para una polémica pública del segundo con Álvaro Armando Vasseur:

Armandito Vasseur, a quien todos conocen en Buenos Aires por los deliciosos epítetos de Ovejita, Cachila, Ovejita loca (Florencio Sánchez), Sulamita, y a quien todos se permiten en aquella ciudad palmearle mimosamente las caderas y darle besitos en las mejillas; Armandito Vasseur, una síntesis de tilinguería, un tonto célebre, un arquetipo de la estulticia, un ingenuo, un pobrecito hablador, un bebé literario, un biscuit, un paraninfo, un alienado inferior, «un vate», un guaranguito de extramuros, un palurdo, autor de estafas, un mandria, un ex-despachante de un almacén de bebidas de la calle Agraciada, que ha pretendido echarla de bastardo adulterino fingiéndose hijo del vizconde de Lautremont, [sic] y acusando a su madre de un delito que se halla fuera de la jurisdicción de las villanas […] microcéfalo indigno, andrajo fisiológico, lisiado por bajos erotismos, molusco plebeyo, sietemesino ridículo, producto miserable de la inercia matrimonial, en cuya fisonomía hébete está inscripto el bostezo trivial con el que fue engendrado; abrumado por una herencia patológica de tarambanismo, en el último grado de la tuberculosis intelectual, modelo de raquitismo, príncipe de los granujas, estólido palafrenero, efebo inmigrante...”

La cosa sigue. El destinatario no era un profesor anónimo, sino un joven periodista y poeta, futuro diplomático y figura cultural de importancia internacional.

En el año 1901, el diario El Día, de gran circulación, publicó ese texto en su página 1 -la que todo el mundo podía ver en los kioscos. Hoy, una dependencia de la UdelaR hace sumario a uno de sus estudiantes porque éste, en un blog de su propiedad, publicó una nota donde dice que algunos de sus profesores “son una pija”. Big deal. Francisco Acuña de Figueroa le dedicó a la pija un poema de 31 cuartetas, es decir 124 versos, en exclusividad. Endecasílabos encima. Eso no le impidió escribir también la letra del Himno Nacional, que es bastante peor en general.

Ponele que Villamayor no sea -aun- Quevedo, ni siquiera De las Carreras. Pero dale tiempo.

Mientras tanto, El Observador crea una narrativa anónima donde quiere hacernos creer que por esa nota, y por haber dejado en un salón algunos volantes con un código QR que promovía su blog luego de finalizada una clase, Villamayor tiene algún parentezco con el Unabomber, y -basado en nada- podría tratarse, quizá en el futuro, de un asesino en serie. Y deja entender el Observador y su oculto escriba que la ejecución académica sumaria del mass murderer uruguayo está justificada.

Algunos agentes públicos han optado por cobijarse hoy en una ideología de virtudes declaradas. En lugar de enfrentar las críticas que no les gustan, prefieren hacer como que no existen, desapareciéndolas de la ínfima parte de la comunicación que ellos pueden controlar. Y en lugar de generar respeto por sus obras y talentos, intentan decretar ese respeto votándose cosas.

Aubrey Beardsley, “The Lacedaemonian ambassadors” (1894)

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