PORTADA > Historia
Un apilado de ejemplos sobre usos oscuros de la propaganda en la historia reciente y no tanto
1- Propaganda para movilizar
Toda lista de ejemplos será parcial y arbitraria. El 15 de febrero de 1898 el buque de guerra norteamericano S. S. Maine se hunde frente a La Habana, luego de una gran explosión. En el acto, la “prensa amarilla”, en periódicos dirigidos por ejemplo por William Randolph Hearst, o Joseph Pulitzer, comienzan a usar el hecho con fines de agitación, alegando que había sido una agresión de España contra Estados Unidos. El “New York Journal” de Hearst reportó el 17 de febrero: “El buque Maine fue partido al medio por una máquina infernal del enemigo”. Una ilustración en el periódico mostraba al buque amarrado sobre una mina que tenía cables conectados a un fuerte español en la costa. Los diarios promovieron el grito de guerra, o versito: “Remember the Maine / To Hell With Spain!”. Otra caricatura dada como alimento a las masas del momento muestra al Rey de España, Alfonso XIII, agachado en la costa cubana, de espaldas al mar, mientras una gruesa bala yanqui con la leyenda “Retribución” se dirige a dar justo en el centro de la parte más prominente y trasera de su humanidad. “Mala suerte para el 13”, se titula la caricatura. El clima político así creado contribuyó a posibilitar la declaración de guerra contra España del 25 de abril de 1898, la pulverización en tiempo récord de la otrora “Armada Invencible” española, la anexión parcial o absoluta de Cuba, Puerto Rico, Guam y Filipinas por parte de Estados Unidos, reveló a ese país por primera vez como poder naval a escala global, y tuvo muchas otras consecuencias ulteriores, incluyendo probablemente a la Cuba de hoy.

Pero una investigación del especialista en derecho constitucional norteamericano, Louis Fischer, publicada por la Biblioteca del Congreso en 2009, establece en su primer párrafo lo siguiente: “El 15 de febrero de 1898 el buque de guerra norteamericano Maine explotó mientras estaba fondeado en el puerto de La Habana, matando a dos oficiales y a 250 marinos. Catorce de los heridos murieron luego, llevando la mortalidad a 266. Un comité de investigación de la armada concluyó que la explosión fue causada por una mina ubicada fuera del buque. La publicación del informe de la armada llevó a muchos a acusar a España de sabotaje, ayudando a que el público apoyase entrar en la guerra. Estudios subsiguientes, incluyendo uno publicado en 1976 y luego reeditado en 1995, determinaron que el buque fue destruido desde su interior, cuando el carbón que se quemaba en un recinto provocó una explosión en un espacio adyacente que contenía municiones”. El estudio da prolija cuenta luego de las investigaciones realizadas, las que hoy fundamentan este hecho histórico: España no tuvo nada que ver en el hundimiento del Maine.
Otro. Los diez años que van desde la Entente Cordiale hasta el estallido de la Primera Guerra Mundial están marcados por varias ocasiones en que Europa estuvo a un tris de ir a la guerra. El chauvinismo nacionalista crece ininterrumpidamente en esos años, gracias en parte a la acción de la prensa. El caso del líder socialista francés Jean Jaurès se vuelve uno de los ejemplos más icónicos de cómo oponerse a la voluntad de manada puede ser catastrófico individualmente. La oposición a la guerra cuenta, en distintos momentos, con grupos socialistas, anarquistas, la mayoría de los sindicatos, los grupos marxistas, y también con los pacifistas cristianos, nacionalistas irlandeses y canadienses, intelectuales, grupos feministas, y población rural. Si bien al comienzo la izquierda europea organizada en la Internacional Obrera (o “Segunda Internacional”) tiene un discurso pacifista y de solidaridad entre trabajadores de todos los países, bajo esa presión mediática diversas facciones de esa izquierda en cada país van adoptando el “patriotismo socialista”, un tipo de postura cada vez más nacionalista que también justificará, al fin, la guerra. Jaurès se mantiene desafiante en su postura pacifista. El 31 de julio, Jaurès junto a un puñado de sus colaboradores y amigos en el diario socialista francés L’Humanité, va a cenar temprano al Café du Croissant en París, en una esquina, a pasos de la redacción, previendo una larga noche de cierre en el periódico, que debía salir la mañana siguiente. Jaurès está sentado hacia la izquierda de la puerta, contra una ventana, de espaldas a la rue Montmartre, y lo separa de ésta una cortinilla de seda. En un momento ésta se corre desde afuera, y una mano con una pistola Browning le dispara dos tiros a quemarropa en la nuca y le vuela los sesos. La pistola está empuñada por un hombre de apellido adecuado al evento, Villain, un estudiante de arqueología. Para Villain, un revanchista (el término es de curso en la Francia de entonces) obsesionado con la recuperación por las armas de Alsacia y Lorena y con reparar la “humillación” de la guerra con Prusia de 1871, y para millones como él, que aplaudieron y fogonearon el nuevo intento guerrerista, Jaurès es un enemigo porque quiere advertir a sus conciudadanos de la locura a la que se están dejando arrastrar. “Quiero tanto a Francia que estoy incluso dispuesto a que me consideren un mal francés”, respondía Jaurès a quienes lo acusaban de derrotista o traidor por no sumarse al rebaño. Villain es sometido a juicio recién en 1919 —luego de terminada la guerra—, y dejado sin pena. Villain se va a España. En 1936 unos militantes republicanos que sospechan de su conducta le pegan un tiro en Ibiza.

Pese a las relativizaciones del poder de la propaganda -tan frecuentes hoy, en que muchos se consideran vacunados contra ella- que pretenden transmitir el mensaje de que ésta no es tan importante, los gobernantes efectivos siempre han conocido bien que el control de la comunicación es central. Una de las primeras medidas tomadas por los aliados en 1914 fue cortar, físicamente, los cables submarinos de comunicación alemanes, asegurando así un monopolio británico en la comunicación de información entre Europa y las agencias norteamericanas de noticias.
La dirección inglesa durante la Primera Guerra manejó con maestría las estrategias para crear mecanismos de divulgación de un clima ideológico en base a fuentes aparentemente irrefutables, que luego demostrarían no serlo tanto -explica la historiadora J. Fox en su excelente presentación de una muestra de la British Library. La apariencia de seriedad es lo que más cuenta en estos casos. “La propaganda de atrocidades fue variada, apareciendo en libros, periódicos, panfletos, dibujos, posters, films, cartelería pública, e historietas, y en tarjetas postales, platos, tazas y medallas. Operó en muchos niveles a la vez. Reportes oficiales del gobierno presentaron ‘evidencia’ de que las tropas alemanas habían contravenido las Convenciones de La Haya de 1899 y 1907. Narraciones de primera mano de víctimas y perpetradores lograban producir lecturas convincentes, y pese a que los métodos de investigación no llegaban a cumplir con estándares legales, los informes parecían basados en hechos irrefutables. […] Mientras que los informes tendían a adoptar un tono objetivo, de hechos se extraían historias truculentas para producir artículos sensacionalistas en los periódicos, en exposiciones o libros populares. Esto crea un contexto dinámico y en transformación, en el que la propaganda se refuerza a sí misma.“

En la misma Gran Bretaña se creó en setiembre de 1914 la Wellington House, que “contrató periodistas y editores de periódico para que escribiesen y diseminasen artículos que creasen simpatía hacia Gran Bretaña y combatiesen las afirmaciones hechas por los enemigos, así como asegurasen que se publicasen reportes favorables en la prensa de los países neutrales”, dice la citada J. Fox. Esta Wellington House llegó a publicar sus propios periódicos y a alcanzar una circulación de 500.000 copias para su War Pictorial, una colección de caricaturas, dibujos y fotografías. Cuatro ediciones se publicaron de esta pieza, traducidas a once lenguas distintas.
Casi nada se está inventando hoy, tampoco. La autoridad de la ciencia ya era usada hace más de cien años como argumento último para justificar posiciones que en realidad eran meramente políticas. Se manipuló desde el principio esa autoridad para componer piezas de propaganda que diesen la impresión de no serlo, sino de ser afirmaciones científicas indiscutibles. Por ejemplo, en ocasión de la Primera Guerra, y para respaldar los argumentos de crímenes de guerra cometidos por los austro-húngaros en Serbia, se divulgó una estadística de atrocidades, presuntamente apoyada en la investigación de un científico (el Profesor R.A. Reiss), lo que luego fue totalmente desbaratado cuando sometido a revisión. En ella podemos comparar visualmente el número supuestamente preciso de víctimas “atadas y torturadas en el acto“; “quemadas vivas“; “con narices cortadas“; con “la piel hecha tiras, y el cuero cabelludo removido“; etc.

2001. A partir de la noche misma que sigue al ataque contra las Torres Gemelas, extrañamente el nombre “Irak” se filtra a la prensa. ¿Qué tiene que ver Irak en el asunto? Al principio esto no es nada claro. Con el paso de los meses, luego de la invasión de Afghanistán, un argumento toma la delantera entre todos los que se intentan emplear para convencer a las Naciones Unidas y a varios países a que formasen una “coalición” y destruyesen el equilibro de Medio Oriente. El argumento se usa para engañar y convencer, incluso, a Colin Powell, que era uno de los oficiales reacios dentro del propio gobierno de Bush. Ese argumento es que Saddam Hussein tiene “armas de destrucción masiva”. La BBC da amplio espacio al discurso de Bush por esos tiempos. Lo mismo hace el Washington Post. CNN, adoptando una postura ultranacionalista en su cobertura, peleará con FOX por ganar la mayor audiencia —y aumentar más sus ganancias— a partir de la transmisión en vivo. De pronto, tanto los oficialistas como los opositores contribuyen a la causa de la guerra. Hablan de un informe de inteligencia sobre uranio enriquecido en Níger.
El New York Times, pese a ser nominalmente opositor, suma a los argumentos de la guerra, publicando notas basadas en “fuentes reservadas” y en “disidentes” o emigrados iraquíes, como Ahmad Chalabi —que luego se sabrá, y en el momento ya se sospechaba, eran agentes pagos por Estados Unidos, y totalmente sesgados contra el régimen de Hussein, que ellos mismos tenían interés en derrocar.
Años de ocupación, y miles de muertos más tarde, con la región desbaratada por décadas, ha sido imposible encontrar la menor traza de un “arma de destrucción masiva” en Irak. Tanto la BBC, como el New York Times y otros medios, e incluso líderes guerreristas como Paul Wolfowitz o el mismo George W.H. Bush (que primero no se privó de hacer chistes en plena guerra sobre el fracaso de la búsqueda), se disculparon públicamente algunos o muchos años después, con los hechos consumados.

2 – Negación de la existencia del deep state
La negación de la existencia de fuerzas opacas que inciden directamente en los hechos políticos más importantes lleva, a veces, a extremos de ridículo. Tomemos como ejemplo la existencia y consecuencias del llamado “deep state”, el “estado profundo”, cuyo elemento principal es el llamado “complejo industrial-militar”. Cada vez que alguien los nombra o menciona su robusto rol en las políticas públicas norteamericanas (y de otras naciones, pues factores similares existen en varias de las más importantes), enseguida surge la mirada de soslayo, el encogimiento escéptico de hombros, alegando que se debe tener siempre “una mirada más compleja” sobre la política. Sin embargo, esa mirada raramente puede lucir más informada que la del presidente de los Estados Unidos Dwight Eisenhower, que fue quien denunció la existencia del complejo industrial-militar y advirtió de sus peligros. Ni más compleja que la de, por ejemplo, Jack Goldsmith, a quien presentamos en nuestra nota de portada, y que hace su historia y su discusión en un trabajo de reconocida relevancia, titulado “Paradojas del Deep State”.
Nuestro escéptico de entre casa, cuyo único balbuceo perenne sería “es todo más complejo”, considera que el “estado profundo” no existe. Que es parte de la imaginación febril de quienes quieren ver cosas simples detrás de fenómenos complejos. Sin embargo, no hay ningún fenómeno más complejo en la política norteamericana, más entreverado y lleno de capas y telas semiopacas, que la relación entre el deep state y el Estado, la política, las corporaciones, los contractors paramilitares, los media, los lobbistas, y el ejército. Y como los que conocen el asunto muestran, la situación jurídica y política del mismo es igual de compleja, e igualmente difícil de resolver para la dimensión legal de una república. Pretender que todo esto no existe, o que no es concausa de ninguna de las políticas que nos afectan, es una equivocación.
En su discurso de despedida, el 17 de enero de 1961, Eisenhower recordó primero que hasta la Segunda Guerra Mundial los Estados Unidos no tenían industria de armamentos, y que hubo que crear una permanente en la que, para entonces, ya “tres millones y medio de hombres y mujeres” estaban directamente involucrados, y donde se gastaba anualmente “más que los ingresos netos de todas las demás corporaciones norteamericanas juntas”. Y enseguida advirtió: “Debemos cuidarnos de la adquisición de una influencia injustificada del complejo militar-industrial, sea esta buscada deliberadamente o no, en los consejos de gobierno. El potencial para un ascenso desastroso de un poder desubicado existe, y va a seguir existiendo. Nunca debemos dejar que el peso de esta combinación ponga en peligro nuestras libertades y procesos democráticos. No debemos dar nada por sentado. Sólo una ciudadanía alerta e informada puede forzar una adecuada subordinación de la inmensa maquinaria industrial y militar de defensa a nuestros métodos y objetivos pacíficos”.
Eisenhower fue más lejos, y tocó un punto aun más relevante para las circunstancias presentes. “Semejante, y en gran medida responsable por los cambios radicales de nuestra postura militar-industrial, ha sido la revolución tecnológica que ha ocurrido en las décadas recientes. En esta revolución, la investigación se vuelve algo central, y también algo más formalizado, complejo, y costoso. Una parte establemente creciente de ella es realizada, o dirigida, por el gobierno federal. La perspectiva de que los empleos federales, la asignación pública de proyectos, y el poder del dinero, adquieran poder y dominio sobre los científicos nacionales, está siempre presente y es algo grave a vigilar. […] Aun respetando el descubrimiento científico, como debemos hacerlo, también debemos estar alertas al peligro, igual y opuesto, de que las políticas públicas puedan, ellas mismas, quedar a merced de una elite tecnocientífica
Pero admitamos que la discusión del deep state no puede remitirse solo a un documento de hace sesenta años. En su ya mencionado estudio, publicado hace menos de tres años, Goldsmith confirma una vez más, con abundancia de datos históricos y análisis, la existencia del mismo, trazando un boceto de su historia y actores principales. Por supuesto, el estudio de Goldsmith es solo entre de muchos, pero en este caso hace eso desde lo más serio del establishment mismo de aquel país. Y no solo eso: en su trabajo fundamenta la noción de que la existencia del estado profundo podría ser, dentro de determinadas condiciones, beneficiosa para la democracia. Independientemente de cuál opción uno tome, del mismo artículo de Goldsmith se deduce la conclusión de que las posibilidades que el juego entre legalidad abierta y “operaciones políticas” del deep state forman parte de una negociación constante, y abierta. No hay una solución simple, dice Goldsmith. A menudo se ha mostrado que los “whistleblowers”, es decir, quienes filtran información sensible, contribuyen a que se conozcan elementos del “estado profundo”, lo que ayuda a que los sistemas legal y político consigan mantenerlo a raya. Aunque hay otras ocasiones, reconoce Goldsmith, en que las filtraciones son un desastre para la democracia y para la política exterior. Y “desafortunadamente, no tenemos grandes herramientas conceptuales para medir los costos y beneficios involucrados, o para determinar cuándo la negociación entre ambos aspectos arroja resultados óptimos”.
Los ejemplos y textos citados son solo una minúscula porción de una evidencia abrumadora acerca de los usos habituales de la propaganda, y acerca de la existencia de factores que un discurso establecido busca hacer aparecer como fabulosos o inexistentes. Esta insistencia en negar los hechos se parece más a un esperanzado deseo de recabar legitimidad, donde ya no la hay, para un sistema político y jurídico socavado por su propia complejidad, y su propia decadencia.