POLÍTICA
Por Ramón Paravís
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Mil novecientos treinta y cuatro no fue un año como cualquier otro. Uno de sus meses, febrero, no tuvo luna llena. El primer día entró en vigor la ley para la mejora de la raza en Alemania y las personas afectadas con enfermedades hereditarias y algunos delincuentes debían ser esterilizados. Desde aquí, el presidente Terra, su ministro de hacienda y el presidente del BROU expresaban públicamente su simpatía por la Italia de Mussolini, con la que hicimos negocios excelentes. Frugoni volvía al parlamento como diputado, Herrera timoneaba la mitad de la cámara desde su banca en el senado, Luis Batlle seguía en el exilio bonaerense; era ministro del Interior un médico, cirujano él, que desde la prensa gubernista alertaba: “Amansarse y vivir o rebelarse y morir”.
Hablar claro es eso. Una convocatoria cruda al realismo sin adorno, un acto de sinceridad brutal. Por fuera de las celebraciones a la muerte que nuestros escolares entonan, entusiastas, en fechas fijas, para describir escenarios huérfanos de libertad, excitando así su propia orfandad para el caso de que tales bravatas cristalicen. Por fuera de la folletinería decimonónica en que las mujeres bordaban alternativas a la vida de sus maridos en las banderas. Porque vistas las opciones con cierta distancia, con cierto distanciamiento también, no son tan así las cosas. Podría uno estar equivocado.
Rebelarse y sus secuelas no es el vector abierto de una alternativa, y menos de una bifurcación asesina, aunque así se lo presente. En puridad, luce como una consecuencia de no haber logrado autodisciplinarse, de ser incapaz de no ponerse en riesgo, incapaz de no poner en él a otros con su propensión al desorden, a la transgresión.
La rebelión, a veces, se domicilia en la simple imposibilidad de amansamiento -como un trastorno fisiológico- y de allí, por contrario, extrae su consecuente exclusión. Esa puesta en otro sitio (en un no sitio), piensan algunos, ha sido perseguida por el infractor desde el primer momento de germinación sublevatoria en él. La fotosíntesis hizo lo demás.
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El fundamento de la obligatoriedad del tapabocas, se señaló hace un año, para algunos incluso el de las limitaciones al derecho de reunión o de libre circulación, debe buscarse en los artículos 2 y 3 de la ley orgánica del ministerio de Salud Pública de 1934.
La octogenaria, identificada con el número 9.902, puesta a individualizar las competencias de la cartera, estableció: “2.° En caso de epidemia o de serias amenazas de invasión de enfermedades infecto-contagiosas, el Ministerio adoptará de inmediato las medidas conducentes a mantener indemne el país o disminuir los estragos de la infección. En este caso, el Poder Ejecutivo, dispondrá la intervención de la fuerza pública, para garantir el fiel cumplimiento de las medidas dictadas.” Y una línea más abajo: “3.° Determinar, cuando fuere necesario, por intermedio de sus oficinas técnicas, el aislamiento y detención de las personas que por sus condiciones de salud pudieran constituir un peligro colectivo”. Es cierto que su lectura deja una sensación de ahogo, pero sería injusto demandar al legislador de 1934 que respire un aire distinto al de su tiempo: conforme los vientos que soplaban a la moda por entonces, se reguló una situación de urgencia con la mirada fija en las potestades de la autoridad administrativa, sin énfasis ninguno en los derechos individuales.
Desde que el virus de la corona fue entronizado, hemos sido aplasnados por una narrativa apocalíptica y de brochazos gruesos; tan gruesos que si miedo pudiera dar morirse, vivir da más miedo. Es una epopeya unidimensional que se rehúsa a contemplar matices; megáfono en régimen de monopolio en el que han coincidido energías diversas: los organismos internacionales de la salud, los gobiernos, los medios masivos de comunicación y las corporaciones médicas con muy pocas excepciones. Es tan abrumadora la unanimidad, y la propaganda de esa unanimidad tan invencible que no hay lugar, ni tiempo tampoco, para debate serio. Discutir sobre libertades mientras aumenta la ocupación de camas en los CTI, pudiera parecer una cosa poco urgente y, sin embargo, las discusiones más urgentes son, precisamente, aquellas que involucran las libertades ciudadanas.
Un diputado blanco propuso hace unos meses la creación de un delito que sancione conductas indeterminadas que pudieren poner en peligro la salud pública, bastando el riesgo para alimentar castigo, sin atender la inexistencia de daño, ignorándose cuáles son exactamente los comportamientos reprochables. Un representante colorado, hace unas semanas, defendió un proyecto por el cual se permitiría limitar el ingreso a espacios privados de uso público y a espectáculos públicos en general: exclusivo para vacunados. Se trata de parlamentarios que rondan los cuarenta, abogados ambos, legisladores en estreno y, como casi todos, asustados, confundidos y asustados, asustados y aturdidos al punto de no recordar que la libertad es la madre del orden y no su hija. Otros, sin imaginación ni poder, auspician toques de queda. (La primera de estas iniciativas no será acompañada por los cabildantes en la cámara alta, en homenaje al principio de legalidad). Igualmente, por mucho que duela lo que de extirpaciones traen las propuestas estas, por indeseable que sea en su esencia y dimensión el retroceso que suponen, es verdad que se hacen eco del sentir mayoritario conforme al cual la salud pública es el bien jurídico mayor. Todas los túneles -parece- son transitables para procurar ese bien, tan caro que ha mudado al rango de virtud.
En ese encuadre, la vacunación deviene el acto virtuoso por excelencia.
Esa jeringa dibuja la línea que hoy aparta lo malo de lo bueno, pauta lo que se pondera actualmente solidario, dispone lo cívicamente responsable y estigmatiza al que no consiente; gente, esta última, que no asume con fe los dictámenes, ni le parece acierto la obtención de verdades por decisión mayoritaria; personas para las cuales la libertad es cosa seria y es cosa muy seria la libertad de expresión. Individuos: se conceden el cultivo de la vacilación, el cuestionamiento, el desacuerdo.
Marida lo anterior con la noción acaso desbordante, y desbordada acaso, que de la libertad tenemos los orientales, siempre -aunque miedosos- más valientes que ilustrados. La causa de esa percepción hay que buscarla en viejos libros escolares, festejos colectivos, pabellones, versos exaltados que de niños nos enseñan.
El cirujano del 34, siendo ministro todavía, ya que luego fue senador, dijo entonces: “Creo que Mussolini tiene razón al decir que la única libertad que es cosa seria es la libertad del Estado y del individuo en el Estado”. Presto a abandonar el bote, diría que las constituciones no siempre se pueden ni se deben cumplir. Aquello de “Navigare necesse est…”, en fin. Tiene sus resonancias épicas la arenga de Pompeyo en dichos de Plutarco, pero punto. De tomarlo en serio, habría que disponerse a confundir fragatas con grupos de cadáveres flotantes.