La Oruga y Alicia se estuvieron mirando largo rato en silencio. Por fin, la Oruga, quitándose la pipa de la boca, se dirigió a Alicia con una voz lánguida y somnolienta:
–¿Puede saberse quién eres tú? –preguntó la Oruga.
No era lo que se dice un comienzo muy alentador para una conversación. Alicia contestó, algo intimidada:
–La verdad, señora, es que en estos momentos no estoy muy segura de quién soy. El caso es que sé muy bien quién era esta mañana, cuando me levanté, pero desde entonces he debido sufrir varias transformaciones.
–¿Qué es lo que tratas de decirme? –dijo la Oruga, con toda severidad–. ¡Explícate, por favor!
–¡Esa es justamente la cuestión! –exclamó Alicia–. No me puedo explicar a mí misma porque yo no soy yo, ¿se da usted cuenta?
ENSAYO
Por Diego Sanguinetti
Si un participante de un diálogo no es capaz de usar el pronombre “yo”, todos los pronombres y los verbos conjugados que lo señalan se vuelven equívocos, y el diálogo mismo se vuelve imposible. El sujeto que duda de su condición de tal discute, en el fondo, la presunta capacidad referencial del discurso y por lo tanto todo el pensamiento apoyado en esa capacidad referencial. Alicia astilla la transparencia de un pronombre, y esa quebradura se extiende por todo el discurso. Ejecuta un acto profundamente subversivo: coloca a las palabras, y no al mundo, detrás de las palabras y desarticula la indiscutibilidad de los discursos que presumen de ser un reflejo unívoco del mundo, de la naturaleza. Y a la naturaleza, que es palabra, también se le quiebra la referencialidad y se revela como una construcción cultural hecha de más palabras, objeto tanto de discusión como de manipulación. La naturaleza como una construcción cultural; con gente como Alicia no se puede hablar.
–¿Podría usted indicarme la dirección que debo seguir desde aquí?
–Eso depende –le contesto el Gato– de adónde quieras llegar.
–No me importa adónde… –empezó a decir Alicia.
–En ese caso, tampoco importa la dirección que tomes –le dijo el Gato.
–…con tal de llegar a algún lado –acabó de decir Alicia.
–Eso es fácil de conseguir –le dijo el Gato–. ¡No tienes más que seguir andando!
“Aquí”, “ahí”, “allá” son algunas de las segmentaciones que la lengua ofrece para el espacio. Cada una es lo que no son las otras; si uno llega a donde le indican es porque no las confunde. “¿Qué camino me conviene para ir desde aquí?”, pregunta Alicia. Las relaciones que las palabras establecen entre sí le imponen a la idea de ‘traslado’ la necesidad de ciertas marcas en el espacio. El verbo “ir”, que significa ‘moverse de un lugar hacia otro apartado de la persona que habla’, presupone la presencia de estas marcas en el discurso, que pueden quedar implícitas cuando son consabidas, pero alcanza con que se omita una sin serlo para que el interlocutor la reclame, tal como sucede en este diálogo entre Alicia y el Gato. Ella solo reconoce el “aquí” egocéntrico y no discrimina entre los diferentes “allá”, lo cual parece perfectamente razonable en el delirio del país de las maravillas. Esa indiscriminación deja sin sentido la pregunta inicial: cualquier camino lleva a cualquier lugar. Y dado que es inevitable llegar a cualquier lugar, parece imposible llegar a un lugar determinado por la falta, justamente, de determinación: para Alicia, todos los lugares que no son “aquí” son iguales, y “aquí” sólo se distingue de cualquier otro lugar por su relación con su “yo” astillado. Comprende que tiene que recurrir a algún criterio para elegir a dónde ir y pregunta por las personas que viven “aquí”. El gato menciona al Sombrerero y a la liebre y agrega que ambos están locos, comentario que mantiene aquella indiscriminación, aquella homogeneidad.
–Y desde aquel día –continuó diciendo el Sombrerero con su triste voz–, el Tiempo no quiere saber nada conmigo y se ha detenido para siempre en las seis de la tarde.
De pronto se le ocurrió a Alicia una idea luminosa:
–¡Ya entiendo! ¡Esa es la razón por la cual el servicio de té está siempre dispuesto!
–Efectivamente –dijo, suspirando, el Sombrerero–, aquí estamos siempre en la hora del té y no queda tiempo ni para lavar la vajilla entre taza y taza.
–Por esa razón –continuó diciendo la niña– se van moviendo alrededor de la mesa, ¿no es así?
–Justamente –respondió el Sombrerero–; a medida que vamos ensuciando la vajilla vamos dando la vuelta a la mesa.
–¿Y qué ocurre –quiso saber la niña– cuando han dado la vuelta completa?
“Siempre es la hora del té”. Los comensales quedaron atrapados en un bucle que los lleva de taza en taza alrededor de la mesa, sin la posibilidad de suspender la repetición, una conducta que se cita permanentemente y que no deriva en nada más que en sí misma. Las horas son diferentes, sucesivas, previsibles; en esa merienda se suspende la previsibilidad de esa sucesión: “Ahora siempre son las seis en punto”. “Antes” es igual que “ahora”, que es igual que “después”, cuando cada uno de estos tres es lo que no son los otros dos. Pero desde que el Tiempo no quiso saber más nada con el Sombrerero, “antes”, “ahora” y “después” son lo mismo, es decir, desaparecieron.
Alicia comprende que están girando de silla en silla alrededor de la mesa y pregunta qué sucede cuando llegan de nuevo al principio. La cuestión queda convenientemente sin respuesta hasta el final del capítulo, cuando Alicia entra por una puerta en el tronco de un árbol y se encuentra de nuevo en el gran salón con la mesita de cristal del principio.
En las primeras páginas, estando Alicia en ese salón, ve por una puertita que al fondo de un túnel “se abría el jardín más maravilloso que pudiera jamás soñar”. Unas líneas antes del encuentro con la Oruga, Alicia explicita su voluntad de encontrar una entrada hacia aquel jardín, y recién la encuentra después del episodio con el Sombrerero, después de haber resignado el “yo”, el “aquí” y el “ahora”. En este sentido, ese lugar se parece al concepto de “sagrado” que ofrece Eliade: una ruptura en la homogeneidad espaciotemporal donde ciertas fechas pertenecen a otro orden temporal y ciertos lugares pertenecen a otro orden espacial. Menciono esto porque ese jardín, que ocupa un lugar central, y las vueltas que da Alicia hasta que logra entrar constituyen un laberinto. Y la reina, por supuesto, es el monstruo. En el laberinto onírico que redacta Carroll, el enfrentamiento entre la heroína y el monstruo, que sucede durante el juicio del último capítulo, es
lógico y lingüístico. Y aquellos encuentros con la Oruga, el Gato y el Sombrerero se lo advierten al lector. Si insisto en esos tres episodios es porque apelan a una cuestión que también es central: los ejes deícticos “yo – aquí – ahora”.
La palabra griega “deixis” se puede traducir como ‘señalamiento’, y deriva de la misma raíz que “dicere”, palabra latina que significa ‘decir’. Fundamentalmente los pronombres, pero no solo, tienen la capacidad de “señalar” ya sea a los participantes del discurso (las personas gramaticales) los lugares y los momentos. El punto de partida para reconocer las personas gramaticales es “yo”, es decir, ‘el que habla’. A lo largo de un diálogo, la referencia de “yo” cambia, a veces es uno, a veces es otro, pero el significado es siempre el mismo: ‘el que habla’. El punto de partida para reconocer los lugares mencionados en el discurso es “aquí”, es decir, ‘el lugar donde está “yo”’. El punto de partida para reconocer los momentos mencionados en el discurso es, previsiblemente, “ahora”, es decir, ‘el momento cuando “yo” habla’. Hay que saber quién es “yo” para identificar a “tú”, “él”, “ella”. Cuando Alicia se encuentra con la Oruga, ya lo ignoraba:
–¡Vaya día que estoy pasando! Y pensar que ayer mismo todo sucedía como de costumbre… ¿Será que he cambiado durante la noche? Vamos a ver, ¿era yo la misma cuando me levanté esta mañana? Ahora que lo pienso, recuerdo que me sentía un poco extraña, como si fuera diferente. Pero si ya no soy la misma, entonces ¿quién demonios soy? ¡Ahí está el intríngulis!
Es necesario saber dónde es “aquí” y cuándo es “ahora” para poder interpretar las indicaciones locativas y temporales (“ahí”, “allí”, “antes”, “después”…). Estas expresiones ordenan, además, las causas, que van “antes”, y las consecuencias, que van “después”; ordenan, es decir, el pensamiento racional. Pero ya sin “yo” no son posibles ni “aquí” ni “ahora”, lo cual está en la base de la fuerza que tienen los diálogos con el Gato y el Sombrerero.
Alicia se enfrenta a la Reina en el último capítulo, durante el juicio. El orden y la relación entre sus partes (acusación, pruebas, veredicto, sentencia y algún etcétera, seguramente) son una garantía de que la actividad judicial tiene la voluntad de tender a la justicia. “Augustus de Morgan, uno de los padres de la lógica simbólica, decía que la diferencia entre una persona que está cuerda y otra que está loca no reside en el modo de razonar, que puede ser correcto en ambas, sino en la sensatez o insensatez de las premisas de que uno parte para llegar a la conclusión.” En este último episodio, que es, por momentos, una imagen invertida de un juicio, no solo son disparatadas las premisas, sino también aquel orden y aquella relación entre las partes. “¡La sentencia primero…! ¡Tiempo habrá para el veredicto!”, dice la Reina. El par “antes – después” se desvincula del par “causa – consecuencia”.
Habla Unamuno de la continuidad en el espacio, que se apoya en el cuerpo, y de la continuidad en el tiempo, que se apoya en la memoria. En los primeros capítulos, con aquellos cambios erráticos de su cuerpo y con la incapacidad para recordar los poemas, a Alicia se le habían roto estas continuidades. Sin embargo, durante toda esa subversión de las relaciones causales, temporales y espaciales, conservó su voluntad de llegar a aquel jardín, conservó la sensatez, lo que le permitió reconocer tanto los disparates como la lógica incuestionable del Gato, y conservó también los buenos modales, a pesar de haber sido tratada con aspereza varias veces.
Ya en el juicio, mientras estaba “declarando” el Sombrerero
(…) Alicia empezó a sentir una sensación muy extraña. Al principio no sabía muy bien de qué se trataba pero pronto averiguó la causa: estaba creciendo de nuevo. Estuvo a punto de levantarse y salir de la sala, pero se lo pensó mejor y decidió quedarse, al menos mientras le quedara espacio para moverse.
Esta es la primera advertencia que recibe el lector de que Alicia está recuperando su cuerpo. Y este retorno paulatino al mundo habitual contrasta con aquella subversión, cada vez más profunda, de las relaciones lógicas en ese “juicio”.
–¡Desafío a los miembros del jurado –le interrumpió Alicia, que había crecido tanto en los últimos minutos que ya no tenía ningún reparo en contradecir a nadie– a que me expliquen el significado del poema!… ¡Esto no tiene ni pies ni cabeza!
Alicia había notado sus olvidos a través de los poemas que no podía recordar. Este desafío hermenéutico que le arroja al jurado le permite ejercer la sensatez descaradamente, digamos, y recuperar aquellas dos continuidades de Unamuno: el cuerpo y la memoria. El Rey recoge el desafío, y sus interpretaciones disparatadas provocan en un momento la indignación de Alicia, que había dejado de reprimir sus respuestas ásperas animada por su tamaño. Estas interpretaciones del Rey y la orden que da la Reina de que le corten la cabeza provocan su respuesta final:
–¡Ya nadie te hace caso! –dijo Alicia, que había recobrado su tamaño habitual–. ¿Cómo te van a hacer caso si no son más que un mazo de cartas?
Su tamaño habitual recobrado es lo que le permite, lo que le exige explicitar que son solo barajas, que, cuando caen sobre su rostro, la despiertan. “La literatura no es otra cosa que un sueño dirigido”, dice Borges en el prólogo de “El informe de Brodie” refiriéndose al escritor. En este libro, que logra que el lector se permita reconocerse, es el personaje, la niña que sueña Carroll, quien dirige su sueño derrotando al monstruo, y cuando despierta del laberinto regresa… al sueño de Carroll.
El laberinto representa una prueba iniciática que transforma al hombre en héroe. En este, redactado por las alucinaciones de un lógico victoriano, las armas de la heroína son su sensatez y su inocencia imperturbables, y su moraleja, la belleza y el asombro.