POLÍTICA
Dentro del análisis de la historia reciente, el proceso de larga duración de los últimos 60 años deberá formular interrogantes sobre las continuidades y cambios vividos. Una cuestión interesante representa -y representará seguramente en el futuro- el procesamiento y construcción de un relato histórico sobre los 15 años de gobierno de izquierdas en Uruguay.
Por Diego Andrés Díaz
Conversando el verano pasado con mi hija adolescente, sobre temáticas y sucesos relacionados con la época previa a la dictadura -ella tiene entre sus abuelos a varios ex presos, exiliados, y posiciones de todo pelo, color y tamaño en su entorno familiar, dentro del rubro “memoria viviente” de aquellos años- me compartía su experiencia de algunos disparates con intenciones de adoctrinamiento recibidas en el liceo y, sobre todo, planteaba una concepción previa sobre esos años bastante extendida y que le parecía evidente e incuestionable: no existía nada mínimamente objetivo sobre los sucesos de esa época, por lo que tomaba a priori todo comentario como algo inevitablemente “parcializado” y donde no tenía posibilidad de existir y manifestarse algún tipo de certeza histórica, de dato, acontecimiento, elemento medianamente fáctico o insumo mínimamente certero sobre los sucesos de esa época.
Esta idea de que no es posible ninguna mirada más bien reflexiva y comprensiva, e incluso mayormente académica, llegaba al punto que ningún elemento cuantitativo, ningún acontecimiento y ningún dato tiene alguna posibilidad de salirse del lugar de “elemento parcial”, al mismo nivel que una impresión personal de carácter subjetivo y vivencial. En resumen, todo dato se manejaba en un mismo plano, un recuerdo individual, una experiencia personal, un decreto, un porcentaje de votación, una decisión jurídica.
Esto, evidentemente, no es nada nuevo. Un comentario sobre el desempeño administrativo de algún gobernante del Montevideo español, o incluso algún debate legislativo en el Uruguay de mediados del siglo XIX, no requiere en ningún caso que el interlocutor deba explicar desde donde comenta. En el caso de la dictadura, esto no es así. El comentarista, en general, debe anunciar sus opiniones y manifestar, de forma diáfana y concreta, o subliminal, desde “qué lugar o punto de vista habla”. Haciendo cierto paralelismo con otros eventos históricos, como sostiene François Furet, “cuando (se) emite esta opinión, no es necesario agregar nada. […] gracias a esta contraseña, su historia obtiene una significación, un puesto, un título de legitimidad…”
Esta dificultad interpretativa, puede decirse, tiende a diluirse con el correr del tiempo y de la imbricación de los hechos con la realidad política del momento, vigencia de las consecuencias y efectos de los hechos históricos. Nadie debate con pasión desmedida las posiciones oristas y cursistas de la segunda mitad del siglo XIX, o incluso, apasiona mayormente a los eruditos e interesados los profundos y duros debates sobre la nacionalidad oriental del siglo XX.
Pero en este caso no es así. Estas temáticas no tienen vigencia necesariamente por su cercanía temporal-que puede ser un elemento a tener en cuenta- o sus consecuencias aún persistentes, solamente. Tiene, además, la doble característica de “martirologio fundante” y “año cero” para las fuerzas políticas e ideologías de la izquierda nacional, que son además, culturalmente hegemónicas y estratégicamente “hegemonistas” en su praxis. Cuatro elementos demasiado poderosos para no advertir su importancia.
Así como la crucifixión representa como martirologio una entrega máxima y convincente para la creación de una Religión Universal, el martirologio en el campo de la política como elemento simbólico contiene una capacidad de proyección y convencimiento de representar una “causa noble”, superior a cualquier abstracción positiva y retorica. No en vano, los partidos políticos locales se consolidan a partir de “martirologios”: Quinteros para los colorados, Paysandú para los blancos, la dictadura para el Frente Amplio.
A todo esto, se le suma su condición de “año cero” para la misma, es decir, de representar social y políticamente, la conservación del relato sobre “los orígenes”. En este punto, la llegada al gobierno en 2005 complejiza esta búsqueda del “año cero” o, incluso, reformula los roles hasta esos años adjudicados a la dictadura.
A estas dos condiciones, se le debe sumar el carácter hegemónico de una cultura de izquierdas, ya largamente comentada y señalada -y del que con referirme me basta con respecto a la funcionalidad de estas líneas- y de la pretensión hegemonista, la cual construye una praxis de acción y de construcción de relato donde la ecuación que mi hija planteaba es bastante funcional: la emotividad y sentimiento de lo memorístico y vivencial predomina, gobierna, conduce y legitima.
* * *
El abuelo de mis hijas era un ex preso tupamaro. Una de las cosas que siempre me impacto en sus relatos de la época referida, era su teoría e interpretación sobre el papel que tenía Héctor Amodio Pérez en la historia reciente: según su interpretación, H. Amodio era un ser cuasi mitológico, “el mejor tupamaro”, el “más preparado e inteligente”, “un verdadero cerebro revolucionario sin igual”. Esta opinión explicaba así los orígenes de su defección: según él, había sido preparado y entrenado meticulosamente por la CIA, para desbaratar la organización, y así, la revolución. Lo imaginaba incluso, viviendo una vida de lujo en los tibios brazos del “imperio” y sus enormes posibilidades económicas para premiar a los colaboradores. Descontaba, además, que jamás volvería, confirmando así su accionar calculadamente traidor.
Esta posición de “superhombre” de Amodio Pérez, de “heroe maldito” que traicionó la revolución porque pertenecía al enemigo y por este fue minuciosamente preparado-, en algún sentido justificaba las derrotas, las traiciones menores, y reavivaba las razones y motivaciones de la causa guerrillera. Cualquier persona que conozca a H. Amodio Pérez y tenga más o menos claro su periplo, tendrá presente que nada de esto tenía asidero, realmente. Pero funcionaba porque ponía esos hechos en un plano más mítico, elevado y dualista, que las terrenales y humanas razones de su defección, y también, de la derrota tupamara. Grandes enemigos engrandecen las derrotas, y a los derrotados.
Puede decirse que los relatos hegemónicos sobre la “historia reciente” privilegia ostensiblemente la mirada tupamara -y en general, de la izquierda- sobre sí misma. Toma al pie de la letra el discurso sobre su propia fisonomía, sus motivaciones y experiencias. Por ello, el corte cronológico como debate “conceptual” para fijar el inicio de la “etapa autoritaria” es en cierta medida fundamental para el relato del pasado de las izquierdas.
Este corte es “conceptual” -es decir, la división cronológica se basa en conceptos analíticos por sobre sucesos históricos, poniendo el énfasis en lo que “representan” los cortes cronológicos más que en algún evento específico de quiebre- porque, en sí, el “quiebre institucional”, el golpe, como hecho histórico está bastante definido: 1973. Febrero o Junio, estos acontecimientos alejarían, en primer término, la posibilidad de una construcción “conceptual” de una “era autoritaria” que sé cronologice desde 1968 a partir de las medidas prontas de seguridad, o incluso en el artificioso y lejano 1962 (o antes incluso) de la mano de la coartada de una génesis motivada por una “reacción antifascista”.
Esta última tesis es la que intenta crear un “peligro fascista” a partir de magnificar de forma artificial los micro grupos de una “ultraderecha antidemocrática” y así, travestir los planes revolucionarios, la “ofensiva revolucionaria”, en una “reacción en defensa de la democracia”. Lo llamativo de esta posición no es tanto su endeble justificación histórica, sino su instalación dominante, poniéndole una “alfombra roja” al desembarco de la izquierda revolucionaria en el “consenso democrático”, una vez alcanzado el poder por los otrora “guerrilleros”. En este sentido, la militancia cultural de gran parte de la academia historiográfica nacional, y de la izquierda cultural y política ha sido constante y copiosa, y han elaborado un sinfín de relatos que han ido construyendo diversas capas conceptuales que instauran la idea más o menos concordante que lo que vivió el país en la década de los años 1960 fue una escalada autoritaria de las “fuerzas reaccionarias”, donde las fuerzas de izquierda representaron una “resistencia”. El relato ha logrado “nebulizar” en un mundo conceptual los elementos a tener en cuenta sobre las circunstancias históricas del período, que no ha representado un esfuerzo mayor conciliar las supuestas pretensiones democráticas de las izquierdas con un discurso revolucionario como motor de movilización. Este esfuerzo conciliador entre “las izquierdas” de época logro mezclar, en una misma bolsa, los rechazos concordantes a medidas autoritarias con un plan específico de revolución socialista en nuestro país.
El mito del “revolucionario legendario” necesita de estas cronologías “conceptuales” que lleven al límite de la argumentación su justificación. La peripecia de Héctor Amodio Pérez, como la de otras “bestias negras” del período (como Acosta y Lara, Dan Mitrione, entre otros) son “necesarias”. En especial, la de Amodio Pérez tiene una función extremadamente específica y parece repetir la célebre frase de Brissot: “La revolución tiene necesidad de grandes traiciones”.
La necesidad de traiciones en la lógica revolucionaria está magistralmente definida en las siguientes líneas de Furet: “…No importa que estas traiciones existan o no existan en la realidad (…) la revolución las inventa al igual que otras tantas condiciones de su desarrollo; la ideología jacobina y terrorista funciona ampliamente como una instancia autónoma, independiente de las circunstancias políticas y militares, espacio de una violencia tanto más difícil de definir cuanto que la política se disfraza de moral y el principio de realidad desaparece. [el terror] (…) es el producto no de la realidad de las luchas sino de la ideología maniquea que separa a los buenos y a los malos…” (FURET, Francois, Pensar la Revolución Francesa, pág. 163)
En la lógica revolucionaria, la legitimidad fundadora está abonada por la sangre. Esta representa la coartada “necesaria” para una referencia de legitimidad en su accionar político y terrorista. Cada evento de sangre permite “no mirar atrás”, porque el futuro lo explicará todo, lo perdonará todo. Las traiciones o los enemigos esencialmente malvados son, con certeza, indispensables en esta concepción.
Volviendo a lo anterior, un corte cronológico “conceptual” y una definición terminológica “abstracta” y “absoluta” de los actores con una descripción de sus motivaciones y las razones de sus acciones que sean concluyentes, parecen ser imprescindibles en la construcción del relato político e historiográfico sobre aquellos años. Esta característica crea la idea de una “historia reciente” que no se nos presenta específicamente, tan cercana como su nombre lo señalaría: su abordaje está necesariamente condicionado por el filtro de la “épica” y del “dolor”. Su potencia es tan grande que los actores son absolutos. Incluso para la tan críticamente citada “teoría de los dos demonios”, estos actores también tienden a tener fisonomía abstracta y absoluta.
Una cuestión interesante representa -y representará seguramente en el futuro- el procesamiento y construcción de un relato histórico sobre los 15 años de gobierno de izquierdas en Uruguay. Porque allí, surge un cruce de caminos complejo: la dictadura, la represión, la cárcel y el exilio catapultaron esa mirada propia desde una épica incuestionable, y, si esta tiene matices o cuestionamientos, es soslayada por la “humanidad” de sus protagonistas frente a la barbarie militar.
Esta condición de “revolución abortada” por la dictadura, de “resistencia necesaria”, representa la victoria de la ideología revolucionaria. Pero en 2005 ganó otra cosa. Allí, el resistente discurso del “advenimiento revolucionario” da lugar al discurso del balance, de las políticas públicas, de las carreras y funciones en el Estado, de la gestión de la “realidad”. La administración de esta realidad es notoriamente mucho menos épica y etérea, y, además, de ella emergen sin decoración posible las bajezas e intereses humanos. Los viejos héroes y su épica han devenido en funcionarios.
Hay algo muy interesante en cómo se desarrollará en el futuro el abordaje historiográfico, e incluso el relato político y popular, sobre la historia reciente y sobre el periodo de 15 años de gobierno frenteamplista. No deja de ser interesante las pujas que ya empiezan a darse al respecto de estos temas. En primera instancia, parece bastante extendida dentro de las izquierdas la idea de ver un “quiebre histórico” en el 2005. Obviamente que lo es, pero intento analizar algo un poco más allá de esta constatación evidente. La idea de “quiebre” reúne los acontecimientos anteriores -y allí la cronología puede ser laxa, retrotrayéndose a la dictadura incluso- en una gran continuidad, que tiene matices, pero con una matriz en común. Los años previos a 2005 se presentan, así, como las expresiones fallidas que anteceden al “advenimiento del pueblo” al poder, es decir, diferentes intentos, más despreciables o amigables, de construcción política de la “oligarquía”. “2005” entonces entra en la mitología del acontecimiento fundante, “la era progresista” como se le titulaba pomposamente en algunos trabajos académicos.
Al interior de las izquierdas, está fecha fundante puede tener diversos matices, podrá encarnar en algunos sectores una “continuidad” del proyecto trunco en la década de los años 1960, pero su naturaleza fundacional difícilmente esté en cuestionamiento. Más allá del consenso sobre la importancia histórica del cambio política, la tensión sobre su representación y simbolismo esta soslayada. Pero necesariamente con el paso del tiempo, el marco temporal-simbólico será también un campo de batalla política, al interior de las izquierdas.
Por otro lado, las fuerzas políticas tradicionales parecen hacer hincapié en exactamente una esencia diferente: la victoria del Frente Amplio en 2005 es la prueba empírica de una “continuidad”. Invirtiendo la idea-retórica de la izquierda, pone a aquellos sucesos políticos como algo en las antípodas de una ruptura radical, de un verdadero “quiebre”, y en cambio ve en aquel cambio la consolidación e incorporación definitiva del Frente Amplio como un “actor más” de la política nacional, en el más profundo sentido del término: representa un partido político tradicional más, incrustado en la tradición democrática ensalzada por todo el espectro político, que finalmente abandono cualquier evidencia de sus ropajes revolucionarios y ha aceptado al lograr el gobierno las reglas de juego históricas de la partidocracia nacional, con sus pactos, sus consensos, sus poco épicos acuerdos. La victoria del republicanismo burgués y liberal.
Esta idea de “normalización” del Frente Amplio le da a su victoria una dimensión de continuidad, y a la vez de “derrota en la victoria”: su llegada al gobierno demostraría la fortaleza y vigencia, en última instancia, de la partidocracia y la tradición republicana del Uruguay, obra tejida, en última instancia, preferentemente por los blancos y colorados.
Si aceptamos que esta “normalización” que disuelve la idea de “ruptura” histórica se da en numerosos planos – cómo pueden ser el abandono de las propuestas maximalistas de la izquierda en economía, en su praxis de acción política, en casi todos los campos de la vida social- podemos decir que en uno no se hace presente: en el discurso sobre la representación del pueblo, en la “vulgata revolucionaria” -de la que ya me referí- y que es, uno de los tantos flecos por donde se teje la hegemonía cultural. Y seguramente sea allí donde la izquierda zurce uno de los puntos centrales de su hegemonía cultural: la unión de una acción política democrática, pluriclasista, en un sistema pluripartidista, con una prédica militante de tintes más vitalistas, que prometen grandes resistencias, luchas, calle, heroicidad y mito.
La vulgata revolucionaria
En estos días se han vuelto noticia dos sucesos que ilustran lo que representa como valor político la “vulgata revolucionaria”: las críticas y cuestionamientos a algunas de las consignas y arengas de la marcha de los gremios universitarios, así como un comunicado emanado del sector político del Frente Amplio MLN- Tupamaros, sobre todo en las valoraciones de la realidad y la retórica guerrocivilsta. La lista podría ser ampliada profusamente solo observando los últimos meses, podríamos referirnos a cierto cuplé de una murga de la izquierda cultural, el programa común a todos los candidatos del Frente Amplio para la Intendencia de Montevideo, y el etcétera podría ser interminable. Estas manifestaciones no son nada nuevo -lo que llama la atención es la sorpresa de sus adversarios políticos, parece que nunca leyeron un comunicado del FA defendiendo el chavismo o estuvieron en una asamblea universitaria- sino que son parte de la “vulgata revolucionaria”.
La “vulgata revolucionaria” opera en el plano simbólico y cultura, como expresión de la identidad fuertemente resistente, de carácter mesiánico y misional, ya abordado en otros artículos de esta revista. (1 y 2 )
Existe una “vulgata revolucionaria”, necesariamente futurista y teleológica, de ribetes míticos que desprecia cualquier tipo de análisis de larga duración, incluso los materialistas, “soreliano” en entonación y alejado absolutamente del mejor Marx, que juguetea con la idea de la constante “revolución” como motor histórico, y considera que sus circunstanciales procesos sociales de la hora son verdaderas “expresiones” del poder de la masa y del vector progresista de la historia.
En este discurso de la militancia posmoderna de inspiración posmarxista, pero materializado con un pobre verbo y tono inquisidor y obligatorio, solo hay dos caminos, dos miradas, para describir la acción política pasada y futura: todas las causas y “derechos a conquistar” no existen, no están presentes, no los tenemos, como fruto de un pasado ominoso, de un “sistema” perverso, y todas las bondades, “conquistas”, realidades materiales o “derechos” que efectivamente se pueden llegar a disfrutar, son fruto de “su” lucha y, a pesar del “sistema”.
Básicamente, la descripción atemporal y abstracta del “sistema” compuesto de definiciones vagas, falsas, anacrónicas o maniqueas, provee de un enemigo intangible al que destruir para lograr el cielo en la tierra, y es además al que a través de la lucha sin cuartel contra el mismo, se “extirpan” derechos. El atractivo de esta espíritu, de este “sentido común” masificado, radica en que tiene a su vez, un fuerte componente de identidad colectiva y además, confiere un protagonismo artificial pero simbólico que redunda en proveernos de en un buen traje de superhéroe moderno. Las “conquistas” son, siempre, resultado de las “luchas”.
Existen varias generaciones que se criaron escuchando, en todos los ámbitos de su vida, un discurso cuasi religioso basado en un aspecto identitario difuso, que se construía en un plano idealista cuasi metafísico: ser “de izquierdas”. Y que estas fuerzas son el motor revolucionario de los cambios.
Una de las fortalezas como praxis de acción políticas de la vulgata revolucionaria es que coloca siempre el “discurso público” en un ámbito difuso y ambiguo donde lo “político” y lo “revolucionario” se entremezclan sin mayor diferenciación. Este punto no es un resultado casual, sino la manifestación de una intencionalidad, fruto de su utilidad.
Así, el discurso público mezcla el debate de la gestión y de los valores últimos, no existiendo en ningún caso un límite claro de ambas dimensiones. El discurso público sobre la gestión y la vulgata revolucionaria están tan indiferenciados en la retórica de la izquierda cultural y política en estos días que permite el pasaje de un campo a otro sin mayor dificultad, y este cambio sencillo de eje solía desconcertar a los oponentes políticos de una forma que pocas cosas lo logra. Hoy esta efectividad ha perdido algo de mordida.
La ilusión ideológica de la vulgata revolucionaria permite colocar el discurso público en un ámbito a la vez terrenal y abstracto. La vulgata revolucionaria es la manifestación de la idea de que el poder radica en la “opinión”. La victoria en la competencia y dominio de la “opinión” es la “manifestación pública de lo político”. Alcanzar el predominio de ese “consenso” de la opinión como llave del poder le permite a sus propietarios prefabricar ese consenso y monopolizar su explotación. Por ello, las repetidas consignas advertidas en los ejemplos anteriormente señalados (“gobierno nacional de derecha que representa los intereses de los sectores más reaccionarios de las clases dominantes”, “modelo de ajuste y violencia regresivo y hambreador”, llamados de todo tipo y color a la “resistencia”, la “lucha”, la “calle”, a “dar batalla si la cosa estalla” ya que, como señala el comunicado del MLN-T, “Ningún cordero se salvó Balando”) representan un Lenguaje simple y mecánico, estructurado para movilizar, unificar y entonar espíritus. Y la ideología como consenso no se debate, se “habla”. Por eso es una vulgata, y una vulgata creada para ser dicha. Un lenguaje.
Esta idea, bastante antigua ya en occidente, se basa en la idea que la opinión como consenso se legitima en función de su carácter democrático, es decir, se sostiene no por ser verdad sino por representar un intento de aproximación a la verdad, sino por ser un “consenso” social.
Volviendo al punto inicial, la vulgata revolucionaria opera tanto como lenguaje de entonación identitaria como sutura entre el ejercicio del poder y la retorica revolucionaria. Los espíritus se entonan para la batalla, que por ahora parece representar la defensa de un ciclo de gobiernos en la burguesa democracia liberal uruguaya. Incluso, en algunos casos, sirve para justificar desfalcos, malgastos y acomodos.
Dentro de los rivales políticos de las izquierdas, también los desafíos y problemas están presentes con respecto a las perspectivas valorativas del “pasado reciente” y de la “era progresista”. La idea de la victoria frentista como “continuidad” histórica, y en última instancia, como la victoria de una profunda y poderosa “esencia” nacional, republicana, democrática y políticamente dialoguista, también es elástica.
En algún punto, esta mirada no izquierdista tiene expresiones propias que presentan al 2005 también como una “ruptura” en la historia política nacional, pero desde una mirada contraria: representaría la victoria -y allí hay un quiebre- de los “enemigos del Uruguay republicano” en unos, o del “peligro del comunismo” en otros. Es decir, coinciden con la izquierda, por su contrario.
En este punto -el de la victoria del FA- el diálogo dominante entre las diferentes miradas dentro de las fuerzas no izquierdistas está basado en la auto celebración del rol propio (presente en la mirada Sanguinettista), o en el reproche (con fuerte presencia en la derecha pretoriana, y más matizado en las derechas), y siempre dentro de coordenadas “políticas” del análisis.
Este debate sobre cómo será construido el “relato” del presente, del ciclo frentista, de las conexiones con la “historia reciente”, continuidades y rupturas, está aún más que abierto. Las interrogantes sobre cómo se analizará el pasado deberían, en última instancia, reformular nuevas interrogantes, que abonen una amplificación cuantitativa y cualitativa de las investigaciones, de allí a los debates, a las miradas hegemónicas, las populares, las contraculturales y las rupturistas. Las miradas políticas sobre el pasado parecen prever la instalación de una proyección partidista y mecánica del presente sobre el pasado.