ENSAYO
Por Fernando Andacht
¡Qué curioso que una columna reciente del The New York Times (“Social Media Companies Need to Address Speech that Incites Fear” 06/06/2023)1, se ocupe de advertirnos con no poca alarma sobre el gran e ignorado peligro del discurso de miedo, aún más dañino que del discurso de odio! Afirmo que el texto de Julia Angwin, una prestigiosa periodista de investigación, es curioso, incluso extraño, porque el remedio que ella propone para esa clase de intervención en Facebook o Twitter es el “counterspeech”. Ese remedio verbal sería algo así como un contra-discurso cuya finalidad es el bajarle los decibeles al miedo producido, y de ese modo disminuir las probabilidades de engendrar violencia en el mundo real contra los seres tan temidos.
Si hubo un discurso realmente peligroso y propiciador de miedo irrestricto durante dos años ininterrumpidos fue lo que en esta revista se llamó la “ortodoxia Covid” (A. Mazzucchelli). De modo implacable, como un tormenta que no terminase nunca de descargar una furiosa cascada líquida, truenos aterradores y relámpagos electrizantes, se descargaba durante el día entero por todos los medios disponibles – si se exceptúa una revista como eXtramuros y algún programa radial en internet – un relato de muerte, contagio, encierro, y el fin de la vida como la conocimos o la tristemente designada “Nueva Normalidad”. ¿Frente a esa andanada masiva y ubicua de miedo, de terror muy poco o casi nada justificada por la evidencia, por qué estos poderosos medios, como el que estoy comentando ahora, no pensaron en la necesidad de un “contra-discurso”? Cito ahora a esta destacada periodista, que se dedica a estudiar el impacto de la tecnología en la sociedad:
“Pero el miedo es empleado como un arma mucho más que el odio por los líderes que buscan desatar la violencia. El odio es a menudo parte de la ecuación, por supuesto, pero el miedo es casi siempre el ingrediente clave cuando las personas sienten que deben atacar para defenderse a sí mismas. (…) El comprender la distinción entre el discurso que provoca temor y el discurso de odio es crucial cuando colectivamente nos enfrentamos al problema de cómo gobernar las plataformas globales de internet.”
Luego Angwin cita a Susan Benesch, “la directora ejecutiva del Dangerous Speech Project”, como una especialista en esta clase de discurso:
“Aquellos que cometen la violencia no necesitan odiar a la gente que ellos atacan. Ellos sólo necesitan temer las consecuencias de no atacar. El rasgo fundamental del discurso peligroso, ella explicó, es que éste persuade a la gente a percibir a otros miembros de un grupo como una terrible amenaza. Eso hace que la violencia parezca aceptable, necesaria o incluso virtuosa.”
Varios recuerdos me vinieron a la mente mientras leía este nuevo llamado a la censura o cancelación, una decisión global que, se nos aconseja, para empezar, multiplicaría el número actual de monitores del bien decir, de aquello que, supuestamente, no asuste a nadie, ni tampoco difunda el odio hacia alguna minoría. Surge la visión funesta de redes sociales cada vez más vigiladas, con un menor margen de libertad de expresión, para quien se aventurase fuera de lo tolerado, del canon covidiano, por ejemplo, con que nos atormentó el cuerpo homogénero y sumiso de los medios, la ciencia oficial y los políticos desde marzo de 2020. Una de las asociaciones que tuve al leer esa columna fue el desagradable impacto al oír por primera vez el término descalificador “negacionista” usado con el fin de describir a quien pusiera en tela de juicio las medidas sanitarias adoptadas por el gobierno durante la decretada emergencia sanitaria. Quien lo usó con gran firmeza y un tono indignado en aquella ocasión para mí inaugural fue el periodista L. Haberkorn. ¿Cómo no pensar en lo que pensarían las personas sobre mí o sobre cualquier otro que compartiese mis dudas, mi escepticismo sobre el manejo pandémico? La innegable asociación histórica del término ‘negacionista’ con quienes negaron o niegan en la actualidad el holocausto, los crímenes del nazismo contra diversas minorías, especialmente contra el pueblo judío en Europa, era motivo más que suficiente para temer el rechazo social, aunque nada tuviera que ver nuestra posición con esa tesitura relativa a crímenes ocurridos durante la Segunda Guerra Mundial. Otro tanto ocurrió luego con el aún más popular adjetivo ‘conspiranoico’, una ingeniosa y estigmatizante combinación de ser creyente en una poco verosímil teoría de la conspiración y paranoico, es decir, alguien rayano en la locura.
Cita la autora un estudio que como resultado de comparar el discurso de miedo con el discurso de odio, encontró que “la naturaleza ‘no tóxica y argumentativa’ del discurso de miedo suscita más participación que el discurso de odio.” Frente a tan enorme peligrosidad, Angwin nos propone la terapia discursiva del contradiscurso, y lo hace empleando una metáfora propia de la vida pospandémica. Todo vale para contra-atcacar a este doble enemigo semiótico que estaría siempre al acecho de la incauta sociedad global:
“¿Y entonces, cómo nos vacunamos contra el discurso basado en el miedo presente en las redes sociales que puede incitar a la violencia? Los primeros pasos son identificarlo y reconocerlo como la cínica táctica que es. Las plataformas tecnológicas deberían invertir en más humanos que pueden chequear y agregar contexto y contrapuntos a los mensajes falsos que provocan miedo.”
Por supuesto, Angwin supone que todo lo que implique vacunarse debería ser recibido como una medida loable y digna de ser emulada, una de las varias buenas cosas que nos habría dejado la vida en Pandemia. Pero, en este caso, no hay una
fórmula de ARNm, sino un mayor número de inefables cuidadores de los signos a los que se les permite circular sin causar molestias, agravios. A lo que ahora se nos informa con la máxima seriedad, se debe sumar la alerta roja contra los signos del miedo, como lo peor que nos podría ocurrir en ese ámbito. Y yo que pensaba que lo peor fue el temor constante diseminado sin pausa, sin tregua, por radio, televisión, prensa escrita e internet desde el 13 de marzo de 2020, y durante todo el año siguiente. Ese ataque dirigido a martillear las consignas llamadas “protocolos” en las cabezas atemorizadas y obedientes, como lo fue la necesidad imperiosa de darse una y otra dosis con una fe inamovible en San Pfizer. Pero también, a causa del temor a los peligrosísimos niños, que podían matar a sus abuelos, surgió la decisión de inocularlos, aunque la probabilidad de que se enfermasen con el hipernarrado virus era bajísima, no así el riesgo de hacerlo. Nada se puede decir tres años después, aparentementer, contra la densa nube de miedo difuso, que llevó a excesos mediatizados en 2020 contra una ciudadana a la que se endilgó el fabulado estigma de ser el Caso 0, y contra otros desafortunados que fueron perseguidos por los atentos televidentes y oyentes muertos de miedo, sin fact checkers que los amparen o protejan de los violentos amedrentados.
Realmente no puedo imaginar en 2023 una columna periodística más insensata que la que con evidente orgullo publicó el otrora prestigioso diario norteamericano. Si los signos del dominio público que siembran el temor son, como allí se sostiene con gallardía, aún más nocivos que el tan atacado y difícil de caracterizar o definir discurso de odio, ¿cómo no dedicarle ese espacio de escritura a los irracionales excesos pandémicos que produjo el copioso miedo televisual, radiofónico, escrito e internético fabricado durante tanto tiempo en todas partes del mundo? Quizás sea porque debemos creer que hay un discurso de miedo que debemos creer que es bueno, favorable para la salud, como el encierro, las máscaras, el aislamiento de los ancianos, la decretada suspensión de la vida social, educativa, en fin, de todo lo que nos hace humanos normales, y no aterrorizados seres nuevo(a)normales. Parafraseando a G. Orwell, diría que todos los miedos son peligrosos, pero algunos son más peligrosos que otros. Producir un alto nivel de estrés cotidiano que pone en riesgo el sistema natural de inmunidad entre otros daños sería del todo justificable, porque llega con el auspicio del Gran Poder Global. Asustar porque se da una conferencia sobre la ideología del Transgénero – el ejemplo que menciona de modo crítico Angwin al inicio de su texto en The New York Times– eso sí implicaría, nos dice con máxima alarma, una gran peligrosidad para la seguridad de quienes eligen ese camino identitario. Todo lo que coarte el debate, lo que busque silenciar ideas no hace sino fomentar el temor a expresarse, a poner en público algo que encontramos objetable o dudoso por el motivo que sea. Si se daña ese mecanismo semiótico, la democracia pierde una pieza central, y empuja a las personas hacia una vía violenta, no discursiva, lo que se conoce en psicoanálisis como “acting out”, la acción directa que no pasa por la representación, por el debate.
Pienso en estos días de crisis hídrica en los muy poco mencionados contratos secretos del gobierno nacional, de éste y de los que lo precedieron. Concretamente, los acuerdos que ocultan las cláusulas de entrega de la soberanía nacional a corporaciones extranjeras. Nada ilustra mejor una teoría conspirativa que esa práctica política de no revelar algo vital para la población, cuando hubiera sido tan importante haber podido seguir y eventualmente influir a través del poder legislativo, por ejemplo, en esas negociaciones hechas entre cuatro conspirativas paredes. Sin embargo, nunca oí hasta hoy que se acuse a los gobernantes del pasado y del presente de ser conspiradores, ni tampoco a quienes queremos terminar legal y constitucionalmente con esta práctica ser increpados de ser ‘conspiranoicos’. Quizás se deba a la insólita justificación del secreto hecha sin arrepentimiento alguno por quienes están en el poder para firmar acuerdos sobre la cesión de un enorme caudal de agua o sobre la adquisición de vacunas de dudosa eficacia y temibles efectos adversos. Así se hacen los negocios, nos dicen estos personajes con aire superior. Pero así no se maneja el bien común, los recursos naturales que pertenecen a la comunidad nacional, y que, por ende, no pueden ni deben ser entregados de ese modo opaco, por completo desconocido por la población. Ni tampoco se maneja la salud pública dándoles todas las garantías al que nos vende la supuesta panacea o salvación química, y ninguna a quienes la reciben en sus cuerpos.
La columna termina con una frase altisonante que busca dejar alarmado al lector y con fuertes deseos de difundir su mensaje atemorizador sobre el temor en las redes sociales:
“Luchar contra el miedo no será fácil. Pero es posiblemente el trabajo más importante que podemos hacer para prevenir que la indignación en internet engendre violencia en la vida real.”
Una vez más discrepo con Angwin y con su pedido de mayor censura, de más silenciamiento de la libre circulación de signos en las redes sociales. Si realmente se quiere luchar contra el miedo, hay que estar preparado para temibles y probables anuncios de futuras emergencias o crisis planetarias o locales, ya se las represente y difunda como pandemias, como cambio climático o como el irreversible fin de la normalidad. Esos discursos vertidos desde el poder sí pueden y de hecho consiguieron desatar la cólera contra quienes se eligió como chivos expiatorios, o contra los disidentes de la ortodoxia de un relato único contado a muchas voces y con derecho exclusivo a ocupar todos los medios todo e tiempo.
Nota
1 Traducción: Las empresas de las redes sociales necesitan ocuparse del discurso que infunde miedo.