ENSAYO

Por Diego Andrés Díaz

Ha suscitado algunas muestras de preocupación, las diferentes y sucesivas propuestas globales de encaminarse a lo que evidentemente es centralismo político, o diferentes versiones de un Estado Universal, llamado pomposamente en estas épocas como globalismo. La posible incorporación de Uruguay a una propuesta de centralismo sanitario promocionado por la OMS, se suma a los diferentes discursos que se han escuchado en el famoso “Foro de Davos”, donde se mezclan las propuestas de la “agenda 2030” con la creación de diferentes niveles de “nueva gobernaza”, entre otras. 

Lo que uno podría señalar en un principio, es que, por más que se vendan como la novedad última y llenen sus exposiciones de futurismo, estas propuestas centralistas no suelen obtener el éxito y la victoria fácil que sus promotores -y sus más vociferantes detractores- le endilgan. Existe -como veremos- en estas ideas un relato de inevitabilidad tan extendido que en una primera mirada parece que es nuestro destino -estemos de acuerdo o n-, pero esta característica es pura propaganda que realidad efectiva. Entonces, lejos de entrar en pánico -o en éxtasis, si usted lector es un entusiasta globalista- hay que señalar que por más acuerdos, firmas y tratados que se invoquen hay una larguísima historia detrás de estas propuestas, y en general nunca llegan a establecerse como realidades absolutas, ni mucho menos. En este sentido, en general la trampa parece recordarnos aquellas palabras de Lord Keynes -“…En el largo plazo todos estaremos muertos…”- y advertirnos que estas propuestas de “fin de los tiempos” y “reseteos” están lejos de inaugurar una nueva era, sino que más bien son intentos de ciertos grupos de perpetuarse en la mesa de los que “cortan el bacalao”, mientras el tiempo pasa. 

Así, en general, los agoreros de la nueva era no logran crear ninguna nueva normalidad, sino más bien ser protagonistas del mundo, -y ostentar el poder- el mayor tiempo que puedan, mientras están vivos. No es un botín para nada despreciable, pero mientras el mundo se escandaliza -o se excita- por sus grandilocuentes proyecciones, suelen vivir sus vidas -de funcionarios o filántropos- en la cresta de la ola, participando de promocionadas cumbres y encuentros, o siendo participes de decisiones importantes, aunque las mismas poco tengan que ver con el ámbito de expertise.  

Incluso, lejos de representar una señal de fortaleza, parece ser una típica vuelta de tuerca del centralismo político para que su clientela no se le espante. Su mayor temor es que los ciudadanos y comunidades dejen de ir a arrodillarse frente a ellos y ofrendarle sumisión y dinero a cambio de la promesa de seguridad, por lo que necesitan constantemente renovar el stock de cataclismos y soluciones futuras, que tendrá en ellos a los protagonistas, de ambas.

Existen varias formas de configuración histórica de un “Estado Universal”, entendiendo universo el mundo conocido por los promotores de estos estados, y las zonas de influencia. En un primer paso, habría que distinguir lo que son los “Imperios” de tipo tradicional con los “Estados Universales” como ideología dominante en cierta etapa de la historia de una sociedad que ha obtenido para sí algún tipo de victoria material -preferentemente militar- frente a sus competidores, y quiere consolidarla con un sistema de status quo ideológico e institucional que la mantenga en el tiempo. Es decir, que la tendencia de los estados o gobiernos en expandir su jurisdicción no necesariamente se relaciona a la configuración de una ideología de poder político universalista, aunque en ocasiones coinciden. 

El poder expansivo de los gobiernos centralistas suele necesitar de victimas a quien saquear para saciar su necesidad de gasto, pero no necesariamente hacen nacer ideologías que manifiesten que esa tendencia expansiva es su programa de gobierno, ni que tiene anhelo universal y totalizante, y menos aún que esa tendencia esta sobrecargada de justificaciones moralistas, como en general lo están las expresiones de globalismo de los últimos siglos. 

Una característica marcada de la pretensión “universalista” de los poderes centralistas es que su constante necesidad de someter jurisdicciones crecientes a su control lo empuja inexorablemente a ir por la riqueza de otros pueblos, países y sociedades, hasta que su poder de mordida empieza a agotarse. Allí suele mirar a su interior y lanzar todo su poder de control sobre los propios habitantes de su jurisdicción. En algún sentido, Roma y su pretensión de globalidad funcionó hasta que la política de saqueo de sus vecinos tendió a agotarse. Allí, simplemente dejo de mirar hacia el exterior y paso a dedicarse a saquear a los suyos, pero a estos los había transformado de prósperos y pujantes labradores a ciudadanos enriquecidos bajo el reino del trabajo esclavo sin incentivo económico, en un mar creciente de proletarios sin empleo ni propiedad sostenidos por el gobierno romano.  Esta tendencia de los poderes centralistas parece ser una especialidad de la casa, al desarrollar expansivamente su control en la medida que va entumeciendo y haciendo dependientes a sus ciudadanos a la interna. Cuando los quiere saquear para mantener su predominio, la agonía material ya está consumada.

Aunque ya nos hemos referido a diversas manifestaciones de la idea de una “Ciudad de Dios” terrenal -que tiene en el siglo XVI como literatura, un resurgimiento- no son las expresiones de utopismo lo que me interesa comentar en este caso, sino a las propuestas más concretas, de poder temporal, de un verdadero Estado Universal como parte de un modelo teleológico y futurista de redención en este mundo -no en una vida posterior, como parte de una típica concepción de trascendencia metafísica- sostenida generalmente por designios e ideales que viven una coyuntura de verse a sí mismos como triunfantes y superiores. 

Una característica que comparten los proyectos de Estado Universal con las interpretaciones teleológicas del mundo -extraordinariamente populares entre pensadores, filósofos, historiadores y sociólogos en el siglo XIX y XX- es que su modelo de Estado Universal tienen un modelo de devenir que se explica por un pasado justificante -siempre desde la interpretación progresista de la Historia-  adaptando el relato de la misma -con los retoques y mentiras necesarias- para que el ayer, y el mañana que nos tienen preparado coincidan sin fisuras. 

La aparición de propuestas de creación de sociedades perfectas, así, no necesariamente va de la mano de la aparición de programas políticos de Estados Universales, pero en general estos mundos se relacionan, ya que las primeras -propuestas de sociedades perfectas, de modelos finalistas y únicos- suelen ser inspiración indispensable para los ingenieros políticos y reyezuelos absolutistas que promueven el “gobierno mundial” en las distintas etapas de la historia de la humanidad. 

Esto es bastante evidente en la semejanza notoria de los modelos de sociedad perfecta y los Estados Universales a la hora de plantearse como fenómenos refundacionales: el supuesto fin de las angustias y tragedias humanas -que pueden ser las guerras en 1918 o las pestes en 2022- necesitan de un programa único, universal y definitivo, iniciando una época nueva, un verdadero año cero. En general lo que antecede a estas propuestas -ya sean articuladas en una Sociedad de Naciones que terminará con todas las guerras o un gobierno global que nos agendará a todos en la felicidad sin propiedad- es una perspectiva sombría y siniestra, un apocalipsis generalizado -es decir, en sembrar miedo liso y llano, como abordamos en la revista en el numero anterior- que debe ser desarticulado por el mesías terrenal del gobierno único. 

La apelación al terror futuro, si no se aplica un plan único, general y centralizado, no nace con las agendas del terror del clima o la guerra eterna, ya el reverendo Malthus se empecinaba a prometer cataclismos de hambre y miseria en su obsesión de restringirle la natalidad al prójimo en el Ensayo sobre la población (1798), basándose para semejante conclusión -no lo olvidemos- en las “leyes newtonianas del movimiento”. No es extraño advertir que Malthus debería ser celebrado por inspirar -de forma consciente o inconsciente en los inspirados- a miles de autores de ciencia ficción, y no en inspirar periódicamente las mentes de las elites y del ecologismo fundamentalista “sandía” (verde por fuera, rojo por dentro). Pero su llamamiento a la catástrofe general del futuro, si no se operaba sobre la demografía global, puso en el debate vulgar cuestiones demasiado primitivas y básicas para no despertar el terror-admiración de las sociedades modernas, y el interés de los buscadores de coartadas entre los ingenieros sociales y los centralistas políticos. 

Luego de la hecatombe que representó la Primera Guerra Mundial, resurgió con fuerza la idea del establecimiento de una nueva pax de carácter universal, que asegurara que la Gran Guerra sería la última guerra que viviría la humanidad. Como suele suceder, lejos de señalar al soberanismo y la guerra total moderna como ingredientes del desastre vivido, emergió con fuerza la idea que un sistema de relaciones internacionales “centralizado” sería la solución para que la experiencia traumática no se repitiera. La similitud de las propuestas de solución basadas

en una nueva configuración global de poder centralizado de aquellos años con las actuales hay que comprenderlas porque ambas se encuentran inspiradas en el idealismo wilsoniano, que en ultima instancia es resultado de la influencia ideológica del milenarismo y pietismo religioso del siglo XIX en los EE. UU. 

La propuesta de Wilson se basaba en una concepción misional del rol del gobierno de EE. UU., evangelizando al mundo en el camino político correcto de democracia liberal y concepción de paz perpetua. La influencia milenarista en esta concepción es visible en la necesidad imperiosa de establecer ángeles y demonios en el concierto internacional -observable en la declaración de guerra a Alemania de 1917- y fue una constante en los siguientes proyectos de gobernanza global. Luego de la Segunda Guerra Mundial, la idea de crear una Constitución Mundial (Borgese, G. A., Hutchins, R. M., Adler, M. J., Kahler, E. & Redfield, R. Preliminary Draft of a World Constitution. (University of Chicago Press, 1948) que garantizara la paz frente al terror de la guerra atómica -el terror, siempre presente- llevo a un grupo de “expertos” a realizar un borrador de constitución que certificara al mundo el fin de las guerras a partir de un “Gobierno Federal Global”. El proceso derivó rápidamente a la conformación de un programa de intervención creciente donde se incluía en las potestades de este gobierno mundial la promoción de “justicia económica”, la prohibición a la discriminación racial y el colonialismo, la formación de una moneda común, políticas fiscales comunes y una capital global, acceso a las fuerzas armadas y a las fuerzas policiales federales, derecho a recaudar impuestos, administración de ciertos territorios, derecho a establecer las autoridades necesarias para desarrollar y administrar los recursos del mundo, control de un banco mundial que emita dinero, regular el comercio internacional, regular el transporte, regular y vigilar la inmigración.

La lista exorbitante de potestades de esta gobernanza mundial simplemente sepultó el proyecto, mas allá que en todo el siglo XX ha existido una poderosa corriente académica que insiste en las ventajas de la implementación de una democracia mundial, y cuenta entre sus filas a figuras como David Held, Gillian Brock, Thomas Pogge, Torbjörn Tännsjö y Andrew Strauss entre otros. El cosmopolitismo inspirado en Kant y Kelsen suelen presentarse como la propuesta política global más predominante en los círculos entusiastas de estas ideas, que no son otra cosa que diversas reformulaciones de ideas centralistas y anticapitalistas. 

En su propuesta de “Estado Cosmopolita de Democracia”, el autor David Held (la Democracia y el Orden global: del Estado Moderno al Gobierno Cosmopolita, Paidós, Barcelona, 1997) advierte que este debe estar basado en el concepto de “Estado de Bienestar” como modelo socioeconómico, alejado de lo que llaman “neoliberalismo”. Además, los estados nacionales deberán ceder importantes niveles de soberanía al llamado estado cosmopolita. En general las propuestas de la corriente “cosmopolita” son refritos del socialismo y la socialdemocracia para establecer a partir de la promoción de los valores “democráticos” mayores niveles de poder para la burocracia internacional -mayormente políticos socialdemócratas-, filántropos multimillonarios, o como en el caso del autor Boaventura de Soussa Santos, llevar ese poder a la “representación social” de ONG´s y organizaciones sociales. 

Hay un hilo conductor en todas las expresiones prácticas de centralismo político, y es la de establecer un futuro apocalíptico fruto de la “anarquía” y la “desregulación” del mundo -la anarquía de la economía capitalista, de las políticas descentralizadas y de las relaciones internacionales suelen ser los grandes males señalados- , y bregan por un estado global interventor. Establecer un escenario catastrófico rígido, auto confirmatorio de peligros inminentes suele ser parte del acuífero de donde abrevan estas ideas centralistas. No olvidemos que el sistema malthusiano de cálculos aritméticos y geométricos, de curvas y tendencias de población y producción, predominante en buena parte del siglo XIX, compartía tribuna con las teorías económicas sobre “rendimientos decrecientes”, inevitabilidad del derrumbe general de utilidades, de los salarios, hasta llegar a una sociedad con contradicciones tan insalvables que nos llevaran al “fin de los tiempos”. En aquellos años, como hoy, muchos “cientistas” transmiten la idea de que vamos arribando a un límite donde el mundo se muestra incapaz de regenerar sus energías. Las “teorías del decrecimiento” o el “limite ecológico” suelen matizarse con apelaciones al clima para proponer la inevitabilidad de una ruptura radical del mundo como lo conocemos, y la llegada de un “año cero”, “reseteo”, del nacimiento de una nueva normalidad. 

Hay una famosa viñeta -cuyo origen es la portada de “Hermano Lobo”- donde un político le dice a una muchedumbre la siguiente consigna. “-nosotros, o el caos”. Ante la respuesta de la gente de que elige el caos, el político les contesta “es igual, también somos nosotros”. Pocas veces una imagen describe con mayor acertividad al modelo que suelen proponer los promotores del Estado Universal: sus vaticinios de catástrofes futuras -que justifican su aparición en el escenario- son irrefutables, sin fisuras, tautológicas. Son verdaderas profecías autocumplidas, por la sencilla razón que en cualquier escenario que emerja en el futuro, confirmará esos vaticinios. Así, no existió mayor esfuerzo para los wilsonianos post 1918 en adjudicar que el fracaso de su Sociedad de Naciones se debió no a su irresponsable y delirante accionar y política europea, sino a no haber sido más grande la dosis de poder global. Así igualmente, la catástrofe del cuarentenismo, emisión descontrolada de dinero y freno global de la actividad que supuso el modelo centralizado pandémico -parte de la ortodoxia covid- se venderá como el resultado no de sus acciones centralizadas, sino como la falta de una mayor dosis de centralismo, OMS al mando total incluida. 

Así, todos los escenarios tienen el mismo final, se corrobore el apocalipsis advertido o se de exactamente lo contrario, partiendo del autoconvencimiento absoluto que, por más veces que los gobiernos -nacionales, globales- nos quiebren las piernas una y otra vez, nos van a convencer sin mayor esfuerzo que eso sucedió porque no permitimos que nos dirigieran más, y nos facilitaran muletas, a cambio de mayor control. La tarea de transformar la idea de redención de un individuo en el otro mundo, a un gobierno centralizado -o una clase social- en este mundo tiene una enorme cantidad de mojones en los últimos tres siglos, pero el agente en común a todos ellos -sea el “apocalipsis demográfico” que propone Malthus, la “guerra eterna” de Wilson o la “catástrofe climática” actual- es el miedo como sentimiento de estar a la deriva, su verdadera fuerza de reclutamiento, que dispara el anhelo de que aparezca una solución que tenga en su naturaleza la condición de no excluirme. Es decir, única.

Los últimos siglos han visto la etapa más próspera de la humanidad, por la cual cada salto hacia un nuevo estadio de bienestar material supone un nuevo desafío para los creadores de programas centralistas. En general, han ido basculando entre venderse como los causantes de la prosperidad general -sosteniendo tramposamente que sus organizaciones políticas, sus intervenciones y regulaciones son las causantes del bienestar, pasando de contrabando los éxitos del mercado libre como éxitos de “globalismo” político- a señalar que la misma esta en una profunda crisis y que solo serán salvos los que suban al barco ecuménico del modelo global de salvación material. No es casualidad que se asemeje de forma tan notoria el uso de la muletilla de la crisis general del capitalismo en boca de los agoreros del desastre, sea en la segunda mitad del siglo XIX o en pleno siglo XXI.

El siglo XIX y XX nos demostró que la apelación a la venida del Armagedón y otros milenarismos en boga de origen religioso, debía hacer las pases con el poder del Estado, ya que aquí y allá, la Iglesia “nacional” y el Estado venían transformándose en una ventanilla única. La insistente retórica del clérigo Bossuet en apelar a la divinidad para justificar el poder temporal del rey -y justificar el predominio del poder político sobre la institución religiosa- no parece ser tan diferente del rol que parece querer desempeñar la Sede Papal con respecto a la “Nueva agenda” de los promotores del Estado Universal actual, y manifestarse como una ONG auxiliar del mismo. El proceso de sometimiento al poder estatal de las religiones ha logrado desautorizar cualquier relato apocalíptico que no esté en sintonía con el programa globalizado: el fin de los tiempos pasó a ser administrado por una oficina burocrática.

No es casualidad que la causa centralista -es decir, la milenaria causa de los enemigos de la secesión política, de la libertad- tenga variadísimos programas de implementación efectiva -uno nuevo por cada fracaso- pero inmutables fines, siempre adornado de soluciones finales y definitivas basadas en que recibirás el maná celestial del Reino único, sostenidas en iniciativas tan antiguas como la filantropía forzosa o la muerte a la propiedad.