HISTORIA

Por Diego Andrés Díaz

Cuando se observan las características del ambiente cultural de los nuevos -y circunstanciales- límites de la civilización europea entre fines de siglo XVIII y principios del XIX, sus contornos son bastante nítidos: al igual que en Europa, las ideas ilustradas habían hecho pie en cierta parte de la población, especialmente, en los ámbitos académicos, intelectuales y gubernamentales. Uno de estos “nuevos límites” era el Río de la Plata.

Los sucesos de las colonias británicas en Norteamérica y de Francia a fines del siglo XVIII empujarán aún más a las sociedades de cultura europea a verse permeadas por un espíritu de época especialmente afectado al debate sobre la legitimidad del poder, los derechos naturales, la libertad religiosa, de expresión y de comercio, poniendo cada vez más en cuestionamiento las ideas que las monarquías modernas habían promovido en los siglos anteriores: sacralidad de la legitimidad política del monarca, centralismo político, mercantilismo económico. 

Esto no era muy diferente entre las élites locales del Río de la Plata: los acontecimientos de fines de siglo XVIII empujaron aún más hacia un ambiente cultural rupturista, ya no solo a nivel de lo que representaban las ideas dominantes, ya que el incipiente “mercado global” trajo sobre estas costas el incentivo del comercio libre, y la ocupación breve de los ingleses de las dos orillas del Plata incorporó a la ecuación el desembarco de bienes abundantes y en ocasiones desconocidos para los habitantes de Montevideo y Buenos Aires. Esto último es importante, ya que estas circunstancias ponían en manifiesto alguna de las aplicaciones prácticas de esa enorme cantidad de ideas -en ocasiones contradictorias- que eran de circulación escasamente popular. 

Este ambiente será importante para la inspiración de buena parte del movimiento independentista continental y regional: los vaivenes bélicos y las luchas políticas entre los diferentes caudillos que protagonizaron los procesos independentistas, movilizados por un sinfín de intereses y motivaciones, sean estas principistas, personales, mundanas o incluso si se quiere, mezquinas, siempre tuvieron como telón de fondo la introducción de una serie de ideas -de nuevas ideas- que funcionaron como libreto inspirador ineludible de las diferentes corrientes que emergieron. Esta inspiración -verdadero espíritu de época- es unívoca y proteica a la vez-como en general son casi todas las ideas dominantes- ya que lograba impregnar de forma efectiva e ineludible, a los diferentes actores e incluso a los antídotos antirrevolucionarios que se intentaron aplicar en aquella época. Lo interesante de ese ambiente espiritual viene a colación cuando uno analiza el largo ciclo independentista regional y local, y las valoraciones posteriores de uno de sus hitos nacionales: el 25 de agosto de 1925.

La “Declaratoria de la Independencia” de 1925, así como cada una de las manifestaciones políticas con contenidos filosóficos e ideológicos subyacentes que lo antecedieron y precedieron, se encuentran incrustadas en este verdadero “espíritu de época”, que es predominantemente liberal, de tendencia notoriamente descentralizadora a nivel político, donde es notorio énfasis adjudicado a dejar claro el sentido deseado en la construcción de legitimidad política, yendo de lo local, lo micro; hacia a lo regional, lo macro, así como también promotora del libre mercado frente al rígido sistema mercantil que lo antecedió y estructurada dentro de una coyuntura especialmente singular con referencia a las atribuciones del poder político: la necesidad de dividirlo y debilitarlo, quitarle atribuciones y potestades, y garantizar la defensa de los individuos frente a su potencial arbitrariedad. 

El espíritu de época estaba  además abonado por cuestiones trascendentales en lo que respecta a la capacidad de defensa efectiva de los individuos frente al poder político organizado y centralizado de las monarquías absolutistas, ya que la tecnología bélica permitía que los vecinos armados y organizados lograran enfrentaran a ejércitos profesionales con posibilidad de éxito, debido a que la distancia técnica que ostentaban ambas fuerzas militares -ejércitos profesionales, milicias irregulares- era relativamente estrecha. 

Partiendo de esta base -interpretar las diferentes manifestaciones políticas de esta etapa bajo la consigna de entender un espíritu de época especialmente poderoso- uno puede encontrar evidente una continuidad: las ideas que animaron la creación de nuestra primera Constitución en 1830 evidenciaban las mismas intenciones, preocupaciones e ideas que las que sostuvieron, 5 años antes, la Declaratoria de la Independencia, o las Instrucciones de abril de 1813. La distancia entre cada una de las propuestas políticas, y los efectos reales de las mismas, no difieren en general a lo que se advierte en la actualidad, por lo que este punto no representa una contestación o refutación efectiva. Las particularidades de los actores en el proceso independentista matizan y complejizan su interpretación, pero no logran en absoluto distorsionar la inspiración liberal y descentralizadora que los animaba ideológicamente. 

Así, el articulado del 25 de agosto de 1825 manifiesta -salvando las singularidades de tiempo y lugar- una expresión típica del desarrollo político occidental hacia la “descentralización” del poder en clave individual. Y este proceso tenía una serie de características demasiado evidentes, que en general han sido soslayadas o desviadas de su foco. La representación política de los diputados siempre era local -los representantes son de los diferentes pueblos de la Banda Oriental-, en base a la concepción autonomista en boga en la época, y la declaración de estos representantes locales de independencia frente a la Monarquía Brasilera atestigua la íntima convicción de la legitimidad del poder descentralizado en las mentes de los diputados orientales. La unión con las demás provincias también responde a la lógica descentralizada, es decir, que manifiesta la incorporación a una unión entre iguales en una Confederación que básicamente respondía a la concepción

federalista que las colonias británicas en Norteamérica habían consagrado en su Constitución. 

“…Fue Francisco Bauzá quién descubrió, con una lúcida interpretación de lo actuado en el Congreso de Abril, que los hombres que en él intervinieron (…) querían que el Río de la Plata reprodujera “la secuela institucional de los Estados Unidos”, pasando previamente por la creación de una Confederación para, en una etapa posterior, constituir un gobierno Federal…”, escribe Petit Muñoz sobre esta inspiración de época. La intención -real, efectiva o simbólica- de los representantes estaba impregnada de la concepción dominante con respecto a la construcción de un orden político. Y esta concepción se anclaba en la idea de la representación que va desde entidades políticas locales y autónomas de alta legitimidad (que nacían desde los mismísimos vecinos de los pueblos) hacia las “provincias”, donde el último límite era una acotada y estricta unión “defensiva y diplomática”, en general de libre concurrencia, ideas claramente manifestadas, por ejemplo, en los artículos 2 y 10 de las instrucciones artiguistas. 

Este modelo de grados de representación política -vecino, pueblo, provincia, confederación de provincias- evidencia no solo la concepción contractualista predominante, sino también el sentido estricto desde donde se concebía la legitima construcción del poder político. Y este contractualismo descentralizado suponía que no existía ninguna convención, historicismo, o categoría social para anteponer a la libre asociación política de individuos agregados por afinidad territorial y comunitaria. Esta construcción de poder de lo local a lo regional, de “abajo” hacia “arriba” era parte del espíritu de época, así como también de la preocupación constante frente a la tendencia centralista y despótica del poder. 

Lamentablemente, los “nacionalistas” y los “unionistas” fueron olvidando y soslayando esta característica para priorizar uno de los debates típicos de fines del siglo XIX y principios del XX: la cuestión “nacional”, entendida desde el “Estado-Nación”. La lucha por encontrar elementos históricos en ese pasado, que funcionará de coartada para sostener su posición frente al debate de la “nación uruguaya”, y la tendencia maniquea de las tesis unionistas y nacionalistas se volvieron absolutas, maximizando así interpretaciones maximalistas del impacto de la “Lucha de puertos” o el “antiporteñismo”; o llevando al extremo el “unionismo” con una Argentina en clave de estado nación centralizado, apalancando su tesis en afinidades culturales, lingüísticas, hasta la obsesión sobre la “Patria Grande”. En ambos casos, el debate gira en torno a la conformación del estado-nacional dominante a fines del siglo XIX, donde la lógica del poder centralizado, del “destino nacional” como justificación política, predominan frente a los debates sobre naturaleza misma de la legitimidad del poder. Este relativo divorcio entre la interpretación histórica de los sucesos y las necesidades políticas de los autores -sean Pablo Blanco Acevedo, Juan Pivel Devoto, Eduardo Acevedo o Eugenio Petit Muñoz- se acentuó en pleno siglo XX cuando la tendencia interpretativa de tendencia socialista buscó también en el pasado su reinterpretación fundante, y la “revolución social” en clave igualitarista profundizó este olvido sobre la naturaleza descentralizada de la construcción de poder político que animaba insoslayablemente a los actores de esa época. Ya nos hemos referido a estos temas específicos en anteriores artículos de la revista. (https://extramurosrevista.com/la-historiografia-nacional-y-la-tierra-aportes-para-su-analisis/ y https://extramurosrevista.com/historiografia-marxista-uruguaya-y-guerra-fria/

Mirado en retrospectiva y atendiendo a este espíritu de época, la Declaratoria de Independencia de 1825 no resulta un evento especialmente polémico por su rupturismo, no es un divorcio de otras manifestaciones políticas relevantes de su época para los orientales, ni se presenta frente a otros eventos un quiebre, una contestación o una contradicción. Las necesidades políticas posteriores a esta época soslayaron, lamentablemente, la importancia que los actores de época le daban a la naturaleza y legitimidad del poder político, la construcción de este, su sentido deseable -de lo local a lo regional- y su obsesión por la descentralización política luego de siglos de centralismo absolutista. Los actores de la independencia, por más diferencias que presenten entre sí, son solo en los matices, y todos ellos estaban -de forma voluntaria y deseada, o incomoda- encorsetados por el espíritu de época, donde predominaba la obsesión por la libertad, por la creencia en la virtud de los derechos locales, el principio de subsidiariedad. Las decisiones de los vecinos, en otras palabras, debían tomarse en el nivel más bajo posible, por la persona, la familia, el pueblo, la ciudad, la provincia, y sólo finalmente en la cumbre, por el gobierno en la capital de la nación.

Bajo estos factores históricos de interpretación, tanto la unión provincial como la creación de un estado independiente son realidades viables y no contradictorias, ya que el protagonismo del principio de libre concurrencia o secesionismo –ya referido en nuestra revista– era protagonista ineludible de la concepción descentralizada del poder. El debate “nacionalista” y su obsesión centralista, posteriormente, colocará en el olvido este principio, logrando establecer socialmente que los estados-nación son tan “naturales” como la salida del Sol por las mañanas. Había vuelto así, la sacralización del poder político, a través de hacerlo algo natural, aprendido en las aulas estatales de cada rincón del país. 

¿Es tan evidente e irrefutable la contradicción filosófica, de espíritu de ideas e inspiración, de la secuencia de declaraciones políticas que se sucedieron en la génesis de la vida independiente del país? Un análisis primario y estructural de estas no parece abonar la tan extendida teoría sobre las contradicciones entre ellas. Por el contrario, si se compara el espíritu que anima a 1813, 1825 y 1830, por citar tres ejemplos paradigmáticos, el conjunto de ideas que las inspira es evidentemente similar, fruto del ambiente de época notoriamente preocupado por la libertad y el control ciudadano del poder político. 


Foto de portada: Asamblea de la Florida, de Eduardo Amézaga, óleo sobre tela, 1943 – 1947 / Museo Histórico Nacional